jueves, 26 de diciembre de 2019

Núm. 215 Cencerrada en Pardilla

Cuentan los que todavía guardan memoria de ello, que en la Nochebuena los pastores dejaban los rebaños en las majadas, y bajaban al pueblo a adorar al Niño Dios.

Belén en el interior de la iglesia de Pardilla

Traían atados a la cintura, o a la espalda, varios cencerros que hacían sonar por las calles, produciendo un sonido característico, que daba a esta noche tan especial un recuerdo de cuando sus antepasados intentaban espantar a los malos espíritus durante el solsticio de invierno; pero también, sin duda, con la cristianización de las fiestas paganas, porque los pastores fueron los primeros en adorar al Niño, tal como nos recuerda el villancico popular de larga tradición en estas tierras:
Los pastores no son hombres,
que son ángeles del cielo;
cuando nació Jesucristo,
fueron ellos los primeros.
Nuestros pastores, tras recorrer las calles, recordando a los vecinos que estábamos en Nochebuena, subían hasta la iglesia y allí se postraban ante el Niño Dios. 


Dos hombres de espalda, con los cencerros atados a la espalda, llegan a la iglesiaa ap
¡Quién sabe si más de uno sacaría de su zurrón una botella de leche recién ordeñada con la que hacer algún manjar de Navidad!

La tradición se perdió hace años, porque ya apenas quedan pastores y hace tiempo que dejaron de dormir en el campo. 

No obstante, algo quedó de aquello, donde hubo fuego siempre quedará rescoldo, y recientemente un grupo de animosos decidió recuperar esta bonita tradición, al menos en parte.

Hoy arriba de una docena de personas, entre las que hay algún niño, con lo que la esperanza aumenta de que la tradición se mantenga, vuelven a atarse los cencerros y a recorrer la noche de Pardilla anunciando el nacimiento de Dios.

En la iglesia y alrededor del altar entonan una serie de villancicos tradicionales, villancicos cuyas letras están en unos cuadernillos que mantiene la parroquia para este tiempo litúrgico: Campana sobre campana, 25 de diciembre, ¡Ay del chiquirritín!..., y entre medias siguen sonando los cencerros.

Seguramente en otro tiempo se cantaron villancicos diferentes, pero hay que renovarse y adaptarse a los nuevos tiempos.

una decena de personas cantando en torno al altar

cantores y tamborilero en torno al altar


Llega un tamborilero con su tambor, y el improvisado coro entona el villancico  que no podía faltar desde que Raphael lo popularizó en los años sesenta, El tamborilero. Fuentes directas nos hablan de que ya era cantado en Burgos capital antes de que el popular cantante lo grabara. En cualquier caso quedó incorporado a la tradición navideña de por estas tierras, y a los oídos de los más jóvenes puede sonar tan lejano como cualquier otro, como la Marimorena, que también cantamos.

El acto resulta íntimo, simpático, a pesar de que de vez en cuando no se coja bien el tono de la canción. «Hay que ensayar antes», se dirá alguno para sí; «para el año que viene saldrá mejor...», pensará un segundo; «... quizás seamos más», pensará algún tercero. Sin lugar a dudas, este es el espíritu de la Navidad, compartir algo de aquello y algo de la nuevo, en un acto que no requiere más despliegue e inversión que la voluntad de llevarlo a cabo.

Va siendo tiempo de dejar al Niño en la iglesia y seguir la marcha... Luego, enseguida, habrá que ir a cenar, pero mientras tanto...
A Belén, pastores,
a Belén, chiquillos,
que el rey de reyes,
ha nacido.
Es casi media hora lo que han permanecido en la iglesia, ahora toca dejarla,   siguen calle abajo sonando los cencerros, no hay un alma por las calles, pero ellos están ahí, y a la luz de una linterna se adentran en la oscuridad a las afueras del pueblo, los nuevos pastores van convirtiéndose en sombras poco a poco ellos también, los cencerros empiezan a sonar cada vez más lejanos... 

la gente de espalda, dejando atrás la iglesia, y allejándose por las calles

Actualización (29-12-2019): Nos informa Victoriano del Olmo Veros, a través de su hermana Luz, que estas cencerradas comenzaban el 8 de diciembre y duraban hasta la Nochebuena. Los pastores de los pueblos vecinos, Honrubia, Milagros..., se llegaban hasta Pardilla vestidos con sus zamarras de piel, y provistos de su zurrón y cayada, se congregaban junto a la fuente en el centro del pueblo. De allí, una vez colocados los cencerros alrededor de su cuerpo, emprendían la marcha por las calles, hasta subir a la iglesia. Hacían tal ruido, que hasta los perros se espantaban.

sábado, 19 de octubre de 2019

Núm, 214. El faro 142

Hace algunos meses me hacía eco aquí de un nuevo proyecto cultural, la revista 142 Revista Cultural.

Hoy, con el número 3 leído, vuelvo a ella, y lo hago con especial énfasis en la importancia que da a la literatura femenina, a las creadoras, y especialmente a las del otro lado del charco. Pocas veces aquí, en la madre patria, tan dados a mirarnos el ombligo, tenemos acceso a la literatura que se hace del otro lado, más allá de las vacas sagradas que llenan los escaparates de las principales librerías y los espacios en los grandes medios. Hay otra literatura y siempre ha habido otra literatura, pero no sabemos cómo llegar a ella.

Todo un acierto la selección de poemas escritos por mujeres de Venezuela. Sí, Venezuela, ese país del que solo nos acordamos cuando nos llegan las noticias de las carencias de los supermercados y las penurias que pasa su población. No voy a minimizarlas, al contrario, porque, precisamente, leyendo la poesía escrita por estas mujeres se llega al fondo de la tragedia de estas personas. No hay imágenes intencionadas de telediario que expresen mejor ese sinvivir cuando ya se ha perdido toda esperanza, que lo que muestran estos versos de Georgina Ramírez, sacados de un poema titulado La última cena:
Alguien tiene que quedarse
a alimentar a los muertos
de hambre o de fe
que quizá es lo mismo.
Sin embargo, la vida sigue a pesar de todo, y no faltan las alegrías para el cuerpo:
me dices que prefieres un hotel,
porque en mi casa harías nido.
Así comienza el poema Lost in translation de Ruth Hernández Boscán, y tampoco faltan espacios comunes en los que encontrarnos, como en el recreado por Oriette D'Angelo en el poema Una cosa que será:
no tuve patio      /     tuve mar y cielo
tuve agua y a The Police cantándome en la radio.
Es obligado hablar del artículo incluido de Jim Morrison como poeta desconocido, y también de la cultura clásica y del soplo de cultura catalana, desde el centro tan olvidada, que impregna la revista, pues no en vano comparten origen Cataluña y Andalucía.

En cualquier caso y entre todos los valores de este número, voy a quedarme con el relato de Lourdes Vega Ramírez, una costarricense desconocida. El relato se titula El faro, y a decir verdad es un relato extraño que habla de cómo cualquier detalle puede hacer retornar, aunque sea brevemente, la memoria a los desmemoriados.
Imagen de la costarricense sosteniendo un ejemplar de 142
Foto subida por Vega Ramírez a las RR. SS.

En un cuadradito al lado del relato se nos resume la biografía de Vega Ramírez, y de ella destaco cómo abandonó su carrera para cuidar de su madre, enferma de Alzheimer, y de cómo el aislamiento ineludible la llevó al relato y de ahí a reunirlos en un volumen: Vivencias de una cuidadora. Rosas para mi madre. 

No siempre la buena literatura viene de la mano de los consagrados, y los lectores podemos felicitarnos de que una revista como 142 nos la acerque.

martes, 1 de octubre de 2019

Núm. 213 Arauzo de Salce

Hace ya bastantes años, una tarde de febrero, me dejé caer por esos pueblos, y aterricé en Arauzo de Salce. Ahora he vuelto de la mano del proyecto «¿Te enseño mi pueblo?», y de Ricardo, que ha sido nuestro guía en eso de enseñarnos el suyo.

fachada de ladrillo rojo con ornacina ocre en la que hay colocado un puchero de barro
Detalle de una fachada en la plaza Mayor
Por el camino a Arauzo, pasado Caleruega, vemos cómo el paisaje cambia, que vamos dejado atrás la Ribera. Está todo más verde, todo más húmedo, porque todo nos anuncia que estamos en los primeros pueblos de la Sierra.

El topónimo Arauzo, que comparten tres pueblos, es, según algunos estudios, de origen euskérico y vendría a ser 'valle'; Arauzo de Salce sería pues 'el valle de los sauces', o salces, como los llamamos por aquí, y pobladas de salces estuvieron las riberas del Aranzuelo hasta mediados del siglo XX. Entonces, a los pobres árboles se les acusó de ser los causantes de numerosas enfermedades a los habitantes de Arauzo de Torre, y perecieron víctimas de feroces talas. Aun con todo, el Aranzuelo serpentea y deja en sus orillas amenos paseos que invitan a recorrerlos. 

El pilón en primer plano, los caños en segundo
Plaza Mayor, los cinco caños de la fuente y el pilón
Al hermoso pilón de la plaza, ya solo tiran a los novatos y a algún pardillo, pero de los cinco caños de la fuente sigue saliendo agua sin interrupción, agua que viene de una laguna cercana. Agua muy fuerte, con gran sedimento mineral, que llega sin ningún tipo de tratamiento al centro del pueblo.

¡Ojo con beberla, que a los no acostumbrados les puede producir dolor de tripas!

Puede que lleguen con esas aguas aún, algún resto de las monjas que se ahogaron con sus caballerías en ella una noche de tormenta. Las monjas iban de Caleruega a Silos, pero de ellas nunca más se supo. Leyendas que corren de pueblo en pueblo, de voz en voz, de generación en generación, y que si no son ciertas, bien merecieron serlo.

Al lado del pilón, la modesta ermita de la Virgen de las Angustias, que salvo en los grandes días sirve para el culto ordinario. Es la patrona del pueblo y se celebra en abril, aunque las fiestas son a mitad del verano, el 15 de agosto cuando se celebra la Asunción de la Virgen, al igual que en muchos pueblos de España.

Al igual que en otros pueblos, en Arauzo también se ha creado una asociación para animar sobre todo la vida del verano, porque en invierno cada mochuelo vuelve a su olivo y Arauzo se queda dormido, plegado sobre sí mismo.

Tiene unos sesenta habitantes censados, pero normalmente no viven más arriba de cuarenta. La secretaría del Ayuntamiento está abierta un día a la semana, y un día a la semana hay consulta de medicina general y otro día de enfermería. Hay cuatro niños en el pueblo, que se desplazan a Huerta para ir a la escuela, o a Aranda, para ir al instituto, no sin dificultades por lo estrecho de la carretera por la que circula el minibús.

Las casas de Arauzo son modestas, en otro tiempo de mampostería la parte de abajo, o aprovechando las piedras de la vecina Clunia, y de adobe la parte de arriba. Hoy aparecen casi todas cerradas, según podemos apreciar según subimos calle Gumiel arriba, hacia la iglesia.

Cuentan que el pueblo primitivo, construido alrededor de la iglesia, situada en un altozano, se quemó y sus habitantes lo reconstruyeron algunos metros más abajo, alrededor de la ermita de la Virgen, quizás reclamando una protección más cercana de su patrona.

Al lado de la iglesia, uno de los árboles emblemáticos de la provincia, el moral al que le cuentan quinientos años, o puede que más. Probablemente, iglesia y moral nacieron juntos, y juntos siguen; a los morales siempre se les ha dado un carácter protector y mágico.

Asomarse a las entrañas del moral, tratando de desvelar sus secretos, es una tentación a la que no nos podemos resistir.
primer plano del hueco del moral
Detalle del tronco del moral
Estamos a casi mil metros de altitud y el aire serrano se nota.

La iglesia presenta un porte magnífico, sólida, con importantes piedras de sillería en la torre y ábside. En el campanario dos potentes campanas repican los días de fiesta.

Al lado de la portada hay una  piedra conmemorativa de una tal doña María, señora principal que hizo varias donaciones a la iglesia, y que está enterrada, junto a su esposo, en el interior, bajo una lápida de cristal. Este es uno de los tesoros que guarda la iglesia, el otro un arco procedente de la iglesia de Arauzo de San Miguel, pueblo que estuvo cerca de donde hoy se eleva un embalse, y que desapareció hace tiempo. Lamentablemente Ricardo no puede enseñarnos estos tesoros, porque las llaves no han llegado a tiempo.

bloque rectangular apoyado en el suelo con inscripción
Piedra conmemorativa en recuerdo de la benefactora

Alrededor de la iglesia varias estelas, probablemente procedentes de la Edad Media, delimitan de alguna forma este recinto sagrado.

Estela con una estrella de ocho puntas grabada
Estela al pie de la iglesia
Bajamos de la suave colina donde está la iglesia, y atravesando el pueblo, nos llegamos hacia la zona recreativa de las afueras no sin antes detenernos ante un sauce centenario e interesarnos por los productos de la huerta de uno de los arauceños.

Tras el parque se adivinan los restos del molino, y hacía él nos dirigimos por una senda donde crecen toda clase de yerbas aromáticas y alguna que otra ortiga. El molino estuvo en funcionamiento hasta los años 60, y aparte de moler las talegas, daba un pequeño aporte de luz al pueblo.

Volvemos sobre nuestros pasos y tras atravesar el río por el puente de las Huertas, emprendemos la subida al embalse.

El embalse, alimentado por bombeo y por un arroyuelo, se presenta como una impresionante y refrescante mancha azul. Su perímetro puede llegar hasta los cinco kilómetros. El agua será aprovechada aguas abajo mediante una serie de canalizaciones; en unos cuatro millones de euros está presupuestada la obra, según informan unos carteles.

vista parcial del embalse
Embalse
Bajamos del embalse camino del roble de San Miguel, amplio, acogedor. Le suponen más de mil años, y en sus aledaños estuvo en otro tiempo la iglesia del desaparecido Arauzo de San Miguel, cuyo arco rescatado está ahora en la iglesia principal del pueblo. En las tierras alrededor del roble se han encontrado en diferentes épocas restos de la actividad doméstica que tuvo lugar allí.

Roble de San Miguel
 
Volvemos al pueblo cruzando un endeble puente de madera sobre el Aranzuelo. Las lluvias de septiembre han dejado buen venero, y Ricardo nos informa de que pueden encontrarse buenos berros en la época adecuada.

Dejamos a un lado, la arboleda, el campo de fútbol y el manantial que alimenta la fuente de la plaza y que guarda el secreto de las monjas ahogadas.

Todavía tenemos que subir al cerro de las bodegas, y disfrutar desde allí de la vista del pueblo y el valle. De nuevo en el caserío, Ricardo nos muestra algunas de las piedras que hoy están en las fachadas de las casas y en otro tiempo formaron parte de Clunia.

El cauce del molino da frescor a un conjunto de casas que miran por la parte trasera a las huertas y alegran la vista con pequeños jardincillos. Un camino lleva directamente al molino.

Nos despedimos en la plaza, y damos por finalizada la visita y no sin la promesa de volver otra vez para visitar con detenimiento la iglesia, la ermita y alguna de las bodegas.

viernes, 23 de agosto de 2019

Núm. 212. Entre Madrid y el Mid West

No sé si el frío de Iowa es mucho mayor que el de Madrid, aunque a juzgar por el título de el primer poemario de Helena Mariño, este frío no es nuestro, intuyo que sí, que en Iowa hace mucho frío.
              el frío era un mito             la noche
                       un defecto del ojo             el pájaro  

La solapa del libro nos introduce en el currículum de Helena, varias carreras y un máster en escritura creativa, que, mire usted, ella se va a hacer nada menos que a Iowa, como si por aquí no se pudieran estudiar esas cosas. 
            no quedaba otra emigración
                     que el exilio hacia adentro      

Ella sin duda tendrá sus motivos, que intuyo van más allá de los que mueven a los jóvenes de la Marea Granate a coger las maletas en busca de un trabajo digno.

            despedazarse es un arte que
            requiere disciplina

Sean cualesquiera que sean esos motivos, los lectores de poesía hemos ganado, cuanto menos, un texto interesante.

indicadores en un aeropuerto cualquiera

Se me hace difícil poner etiquetas y más en este caso. ¿Poesía existencial?, ¿vivencial?, ¿vanguardista?, ¿poesía que rompe moldes?, ¿inesperada?...

        la estrella polar es una espiga
                      sigue el camino de baldosas amarillas

Desde luego si un adjetivo no puede adjudicársele es el de fácil.     
                                                
                                           terroris

                                                mo

                                            fonéti
       
                                            co                                     


Más que esfuerzo requiere voluntad para volver sobre las líneas e ir captando, poco a poco, lo que esas líneas nos están transmitiendo, pero la voluntad es cada vez menor, porque al final vuelves con gusto. A fin de cuentas, esa es la función de la poesía, engancharte, ir directa a los sentimientos sin plantearte mucho la sinrazón de aquello que lees.

                   este cuerpo {que 
                                 parecía} tan                           
                   frágil
Pasando sus páginas, volviendo una y otra vez sobre esos versos intencionadamente colocados en ellas en perfecto desorden, por momentos uno siente de estar ante poemas hechos con palabras, semifrases, escogidas al azar de un repositorio igualmente aleatorio. Ahí está su mérito, el orden del desorden, que nos lleva a entender por qué ese frío, a pesar de la globalización, nos resulta extraño.

                   las tierras cálidas eran

                                                una falacia.

Helena MARIÑO: ese frío no es nuestro. entropía ediciones, 2019

martes, 30 de julio de 2019

Núm.211. Grazia Deledda y sus Cuentos de Cerdeña

No conocía la existencia de Grazia Deledda, premio Nobel de Literatura en 1926. Fue mi descubrimiento de la última Feria del Libro de Madrid y no me pesa en absoluto.

Reeditados ahora por Bercimuel, me llevé a casa un ejemplar de Cuentos de Cerdeña, y desde las primeras páginas vi lo merecido de un premio tan prestigioso, pero sobre todo comprendí que hay autores que no deberíamos perdernos nunca. 

Deledda narra lo que conoce, su pueblo, su tierra, Cerdeña, tierra y dialecto que abandonó al casarse para instalarse en Roma. Los relatos que se incluyen en el volumen corresponden al primer periodo, antes de su marcha a la Ciudad Eterna, es decir se quedan en los últimos años del siglo XIX.

Deledda nos transporta a una Cerdaña rural, primitiva, donde la naturaleza se nos muestra a veces sin mácula y otras doblegada por la mano del hombre, pero solo lo imprescindible para sacar de la tierra el fruto que alimentará a hombres y animales. 

Los personajes, sus habitantes, también se nos presentan en estado puro, con sus ropas imposibles y con abundantes detalles sobre el traje femenino, especialmente los justillos, que dan información acerca de las que los llevan. Leyendo estas descripciones, nos encontramos ante estampas pintorescas de un cuadro de costumbres, porque en todos los relatos hay un fondo folklórico, muy del gusto de la época, por otro lado.

Más allá de lo pintoresco, Deledda es una excelente narradora, el pulso en sus historias es el justo, y sorprende, casi siempre nos sorprende, con los finales, incluso cuando son previsibles. 

Me quedo con las descripciones de los paisajes, unos paisajes en los que se recrea jugando con las palabras, sin ahorrar adjetivos y rozando peligrosamente el límite de lo tópico, pero a mi juicio sin rebasarlo. Aquí dos muestras casi elegidas al azar:

En el tibio mediodía de abril, las frescas hojas de los alcornocales tranquilos y silenciosos que cubrían la salvaje llanura, cuajada de jaras, madroños y espinos, parecían reflejar el cielo, de un azul perla. Los bosques se extendían hasta donde alcanzaba la vista, hasta las brumas del horizonte, delimitado por las montañas lejanas, de un azul más oscuro, pero más vaporoso (pág. 215).

paisaje de riber con cereal en primer plano, árboles de ribera en segundo y recortando el paisaje alcores blanquecinos bajo nubes


Empezaba a refrescar.  Una noche llovió, y el río creció , turbio, lívido. Pero, cuando volvió a salir el sol, una indecible dulzura se extendió por la tanca. El cielo apareció sereno, de un tierno azul perlado. El río adquirió una transparencia glauca de velo, de cristal; y sopló una brisa inefable, de fragancias y de cosas lejanas, anunciando las dulzuras otoñales. La adelfa había dejado caer todos sus pétalos sobre las aguas claras y se erguía con sus alargadas hojas lavadas por la lluvia brillando al sol; pero la hierbabuena seguía floreciendo, desprendiendo un fuerte olor a menta (pág. 435).
No quiero olvidarme en esta reseña de la labor de la traductora, Mercedes Corral, ni de la revisora Antonina Pobo. Dejando a salvo mi ignorancia absoluta acerca del original,  y con ello la posibilidad de equivocarme, creo que han hecho una buena labor y solo las palabras en sardo, salpicadas aquí y allá, nos recuerda que estos cuentos no han sido originalmente escritos en castellano.

DELEDDA, Grazia: Cuentos de Cerdeña y otros cuentos. Edición de Giovanna Cerina. Editorial Bercimuel, 2018.

domingo, 28 de julio de 2019

Núm. 210. Cajón de sastre burgalés


En el cuarto de estar de casa de mis padres en Madrid estuvo colgada desde siempre una estampa con una vista de Burgos. Enmarcada en blanco y negro, hacía juego con el sencillo mueble bar de formica y los sillones de mimbre. Mi madre me explicaba que las casas del otro lado del río eran las de La Isla, hermoso y señorial paseo arbolado por el que sí que pasaban coches, al contrario que por El Espolón, mejor paseo aún de tupido techo vegetal que en verano protegía a los burgaleses de las inclemencias del sol. Mi padre siempre estuvo enamorado de aquel paseo, para él el mejor paseo de España, y yo me conformaba con mirar el cuadro con aquella vista que tanto difería de las que yo estaba acostumbrada a ver en Madrid. A pesar de que mi padre era muy aficionado también al Paseo del Prado, nada tenían que ver aquellas dos lugares de recreo, Burgos era otra cosa.

Vista coloreada de Burgos, el paseo de La Isla, la catedral y al fondo el castillo Isa, la e
 

En un capítulo de sus Memorias, María Cruz Ebro (1881-1967) recuerda, con cierta humildad, que su madre decía que lo que escribía su hija era «un cajón de sastre». No le faltaba razón a la madre de María Cruz, a pesar de ello las Memorias de una burgalesa resultan una lectura obligada para los que de una forma o de otra nos interesamos por la llamada Cabeza de Castilla.

Memorias imprescindibles pobladas de gente bien en un batiburrillo de condeses, marqueses, militares con graduación, militares con altísima graduación, señoritas que se casan con los anteriores después de haber pasado por las Francesas, prelados purpurados, algún seminarista que alcanzaría fama después, la infanta Isabel, los reyes de España, el zar de todas las Rusias y hasta el archipámpano de las Indias parecen darse cita en El Espolón bajo el conjuro de esta burgalesa de pura cepa que quiso dejar constancia por escrito de una época. ¿Lo consiguió?

Vista la obra desde el siglo XXI, sin lugar a dudas se nos muestra como una obra podada, porque en ella falta una parte importante del Burgos de la primera mitad del siglo XX, falta el pueblo llano que solo se asoma con timidez a alguna que otra fiesta popular o para vender cualquier cosilla sin importancia. Los artesanos, los comerciantes, la gente del pueblo, incluso los oficinistas aparecen en la obra solo de forma excepcional. Tras la lectura nos queda la sensación de estar ante el viejo Burgos de curas y militares que nos han querido mostrar toda la vida 

Puede que lo mejor del libro sea la figura de su autora, una chica que quiso ser revolucionaria sin serlo, que quiso salirse del guión, que se mantuvo soltera, que ganó un campeonato local de tenis ataviada con una vestimenta que casi nos hace sudar al leer su descripción. Una chica que hizo alguna colaboración en el Diario de Burgos donde al parecer compartió pupitre con María Teresa León, sin embargo, esta solo aparece mencionada una vez y completamente disimulada en el reparto de una función patriótica, ni media línea personal dedicada a ella. 

La memoria de Ebro llega hasta 1931, aunque mejor sería decir que se detiene en ese momento. Es de suponer que no quiso trasponer esa fecha crucial para la vida española del siglo XX, mejor pararse justo a tiempo, coincidiendo con la salida de Alfonso XIII de España que no meterse en jardines, sobre todo si se tiene en cuenta que el libro se va a publicar en 1952, en pleno régimen franquista. 

Bastante antes, en 1931, precisamente cuando terminan sus memorias, la señorita Ebro había dado a la estampa una novela que fue recibida con discreción pero con ciertos elogios por parte de la crítica. La desconocida escribía bien. De ella decía un crítico en 1932:  

Un pecadillo de amor tiene capítulos muy bellos, llenos de colorido y aroma a provincianos, tan bien escritos, tan logrados que otorgan categoría a la pluma que los escribió.
Los personajes secundarios están sobriamente trazados y son quizás lo mejor de la novela (Luz, Diario de la República, 28 de marzo de 1932).
La desconocida escritora prometía, a pesar de los defectos —exceso de accesorios y de datos históricos—, pero la historia contada, los amores entre una joven y un sacerdote eran impensables en una sociedad cerrada como la burgalesa, así que la novela fue censurada y retirada de las librerías. Hoy es dificilísimo conseguir un ejemplar. 

Años después, en una España diferente, pero posiblemente en un Burgos muy similar, la señorita Ebro, con ya suficiente edad para tener memoria, metía en una serie de capítulos aquellos datos que guardaba en alguna parte de su archivo, y publicó con todos los parabienes Memorias de una burgalesa (1881-1931), libro de obligada lectura, pero de poco provecho para conocer aquel Burgos que fue. 

María Cruz Ebro ha pasado a la historia como una mujer avanzada y feminista. Desconozco si creó escuela en Burgos o simplemente fue una mera anécdota, pero sí que pasó a la memoria colectiva rodeada de su punto de leyenda como mujer rebelde y nada convencional. 

 

 

viernes, 7 de junio de 2019

Núm, 209. Mujeres silenciadas en la Edad Media

Sin lugar a dudas hay libros necesarios, y estamos ante uno de ellos.

Sandra Ferrer Valero, periodista especializada en la historia de las mujeres, ha reunido en un volumen un puñado de noticias, a veces demasiado sucintas, sobre una serie de mujeres que destacaron en distintas áreas durante un periodo oscuro de nuestra historia, la Edad Media europea.

Si a la Edad Media siempre nos hemos acercado con miedo, apartando velos y rompiendo armaduras que nos impedían llegar al sentir de los hombres y mujeres, estas últimas han sufrido especialmente de ese oscurantismo. Parecemos asumir sin más preguntas que la mujer medieval andaba siempre con la pata quebrada y en casa, cuando lo cierto es que tuvo un importante papel en la sociedad, que se nos ha venido ocultando sistemáticamente, porque la historia la hacen los hombres.

Al lado de la nómina de mujeres que, pese al silencio, destacaron, Ferrer ha sabido hacer un hueco a las mujeres del pueblo, personificadas en una artesana y una campesina, Marie y Jeanne, que codo con codo procuraron el sustento de su casa al lado de sus maridos, ya fuera en el pequeño taller o en las tierras de labrantío, mientras en el hogar les esperaban hijos, pucheros y abuelos.

A pesar de esa declaración de intenciones que encontramos en las primeras páginas del libro, lo cierto es que la historia se sigue escribiendo a base de nombres propios, así que en las páginas siguientes veremos aparecer a la inevitable, y no por ello conocida en todas sus facetas, Hildegarda de Bingen, o a Christine de Pizan, que vivió de su oficio de escritora antes de que la imprenta hiciera del libro un producto asequible a algunos más que el puñado de nobles que podían pagárselos. 

Son distintas las ramas y las facetas que la autora explora de esas mujeres medievales, desde las médicas, como Trótula, a las poetisas andalusíes, como Hassana At Tamimiyya, mujeres de las que nada sabíamos y sobre las que la lectura de este libro nos deja las ganas de saber más y más. 



Estata de una beguina en el jardín del beguinato de Amsterdam
Beguina en Amsterdam
Un capítulo interesante es sin duda el dedicado a las beguinas, mujeres muy activas, que eligieron vivir en comunidad sin entrar propiamente en religión, conservando en todo momento su libertad. Más conocidas fuera de España que dentro, donde se las conocía como beatas —denominación sin duda confusa—
son unas auténticas desconocidas, y este libro nos pone en la senda de saber algo más sobre ellas. 

No profundiza Ferrer en ninguno de los nombres propios; si queremos saber realmente sobre estas mujeres, lo que hicieron y lo que significaron deberemos acudir a fuentes más sesudas, y con toda seguridad a varias de ellas, pero este libro es un buen aperitivo, un libro divulgativo imprescindible para empezar el camino del conocimiento hacia lo que nuestras antepasadas hicieron en aquellos años por lo general tan poco conocidos. 

Autora: Sandra Ferrer Valero
Título: Mujeres silenciadas en la Edad Media
Editorial: Punto de Vista Editores. 
Edición: segunda, abril de 2019

miércoles, 1 de mayo de 2019

Número 208. Releyendo Tea Rooms (y III). La Red de San Luis

En el edificio que en la Red de San Luis ocupa hoy un McDonald's, en otro tiempo hubo una joyería. Muy probablemente las empleadas de este establecimiento de comida rápida se enfrenten en la actualidad a parecidas apreturas que las empleadas de aquel salón de té de los años 30. 

Parasol modernista de McDonald's en la Red de San Luis

Marta ha sido la última chica en entrar en la pastelería. El «ogro», que a veces presenta rasgos humanos y no quiere cargos de conciencia, ha tenido a bien atender sus súplicas: 
Venga usted mañana. Hala. 

A Marta, Antonia le guarda cada mañana un botellín de leche y algo de la mercancía deteriorada del día anterior, para que desayune; pero aun así, Marta pasa hambre y llega al trabajo cansada. Marta vive lejos, en la calle Cartagena, allá en La Guindalera, cinco céntimos cuesta el billete de tranvía que la acerca a la Red de San Luis desde su barrio, pero Marta no puede permitírselo. Tan solo cinco céntimos de ida, y otros cinco de vuelta, pero los cinco, los diez céntimos son necesarios en casa. 

Hoy hay quien considera a La Guindalera un barrio de ricos, no en vano es vecino del distinguido barrio de Salamanca, pero donde hoy podemos ver bloques de viviendas de clase media, en otro tiempo se levantaron modestas casas de ladrillo donde los obreros, en el límite de la ciudad, vivían con sus numerosas familias. El barrio de Marta y el de Matilde, más allá de los Cuatro Caminos, son barrios muy similares. Las chicas intercambian experiencias. Hay señoras que ayudan a las jóvenes descarriadas que han tenido la mala suerte de traer a este mundo hijos sin padre, pero se lo retiran en cuanto ven cualquier desviación de la práctica religiosa. ¡Ay!

Un día, Marta no puede resistir la tentación de guardarse disimuladamente una peseta que se ha encontrado al limpiar: Una peseta, diez viajes Red de San Luis-La Guindalera asegurados, y otros diez de vuelta:
Una peseta se extravía muy fácilmente. También puede ocurrir que se dé por equivocación a algún cliente en el cambio. Hay muchas maneras de justificar una peseta.
Y tras una peseta viene otra:
Primero hubo para viajes en tranvía; después, para medias; en lo sucesivo habrá para vestidos, y con paciencia, hasta para un bolsillo «moderno».
 Marta justifica su acción de una forma básica:
Más nos roban «ellos» a nosotras. Ya que una trabaja, al menos tiene derecho a ir vestida, Con lo que se gana ni para alpargatas.
Sin embargo, los pequeños hurtos de Marta no han pasado tan desapercibidos como ella creía y termina en la calle.
Después de salir de aquí por lo que salió, ¿cómo iba a encontrar dónde trabajar, según está todo y sin un certificado de buena conducta? Son cosas que se ven todos los días; pero que, viéndolas tan de cerca, siempre la sorprenden a una un poco.  
Cosas que se ven todos los días. Tea Rooms nos deja un buen broche de situaciones, de personajes, de problemas cotidianos, vistos desde el mostrador e una pastelería. Cada compañeroa y su circunstancia, y cada cliente con la suya, esta más adivinada que expuesta, pero ninguna escapa a la observación de Matilde-Luisa que va reflexionando sobre ellas y sacando sus propias conclusiones.

Marta ha terminado de entretenida de un ingeniero alemán. Aparentemente le va bien, ha engordado, va bien vestida, no le faltan veinte duros en el bolsillo, sin embargo, Matilde no la envidia. Matilde tiene otros planes, tampoco quiere caer en un matrimonio anodino, aunque cómodo, tal como le aconseja Antonia: 
Ahora ante la mujer se abre un nuevo camino...
Este camino nuevo dentro del hambre y del caos actuales, es la lucha consciente por la emancipación proletaria mundial.
Pintada "Te quiero libre" y el símbolo femenino. Al pie de la pared unas florecillas rojas en parterre contrastan con el blanco del muro.emenino !ng

Matilde-Luisa está convencida de que la emancipación de la mujer nueva vendrá de la mano de la cultura y la fraternidad; pero mientras tanto...
 
Diez horas, cansancio, tres pesetas.
Tres pesetas al día, diez céntimos en el bolso y la decisión de coger el tranvía de vuelta a casa o comprarse un buñuelo para compensar las patatas viudas del mediodía. 

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domingo, 21 de abril de 2019

Número 207. Releyendo Tea Rooms (II). La ley de la Silla

En 1912 se promulgó la llamada ley de la Silla, aún vigente, por la que los empleadores debían proporcionar una silla a sus empleados a fin de que pudieran descansar en periodos de inactividad.
Detrás del mostrador de la pastelería hay una banqueta para descanso de las empleadas; pero no es prudente ocuparla demasiado tiempo o repetidas veces; la encargada vigila desde el mostrador de enfrente, tiesa frente a la caja registradora.
No está bien visto que las empleadas estén ociosas, porque siempre hay tareas pendientes: «Aunque parezca que todo está hecho, siempre queda algo por hacer» y «el papel cortado nunca está demás». Frases entrecomilladas en las novela que nos hablan de una repetición machacona, por parte de la encargada,
«vigía y capitán» de ese establecimiento selecto en el centro de Madrid de clientela variada.

silla de formica vacía en medio del campo


Si el salario es escaso, 21 pesetas la semanada pagada puntualmente los sábados, las condiciones higiénicas no son mejores, un cuartucho maloliente  sin ventilación, antigua cabina telefónica, les sirve de vestuario para cambiar el traje de calle por la bata negra del uniforme. Hace calor, pero eso no impide que las muchachas den rienda suelta a sus pensamientos, que de momento no puede ninguna empleada controlar. 

Luisa Carnés se funde con su protagonista, son una, y ambas miran a su alrededor y reflexionan: 
La obrera española, salvo contadas desviaciones plausibles hacia la emancipación y hacia la cultura, sigue deleitándose con los versos de Campoamor, la religión y soñando con lo que ella llama su «carrera»: el marido probable.
Matilde-Luisa, Luisa-Matilde son claras excepciones, desentonan en aquel ambiente de locas. 

Carnés describe a su protagonista como circunspecta, seria, firme frente a la encargada —«¿tiene usted alguna queja de mi trabajo?»—, pero depositaria de la confianza de la empleada mayor, que ha mostrado hacia ella una gran ternura:  «solo a ti se te pueden contar estas cosas». 

Un salón selecto donde no se permiten ni confianzas con los clientes  ni malas conductas entre los empleados, donde las mujeres deben ser solteras y sin cargas familiares, donde... 
¡Un ratón!

La empleada que no ha sabido reprimir su grito es despedida sin conmiseración. No ha lugar para lástimas, porque en la calle hay cola para coger el puesto para entrar a ganar esas míseras 21 pesetas a la semana, que no dan para casi nada, pero que sirven para llevar un arrimo a casa.  

El personal se renueva, entra la ahijada del dueño, al que se refieren como el ogro,  a ver si sienta un poco la cabeza. Laurita es pizpireta y se mueve entre ser una más y sus privilegios como ahijada, como ese tomar posesión de la única silla en cuanto se monta la tertulia de los  actores y no separarse de ella ni para despachar. Desde esa silla, desde ese pedestal, «Laurita no deja de lucir sus piernas, y en concreto, sus gracias visibles».

Un día y otro pasan en el salón sin que realmente pase nada, solo de vez en cuando la presencia desgarrada en él de la mujer de uno de los camareros, del que dice estar liado con la encargada. A esta le da un soponcio, pero luego todo vuelve a la normalidad. 

No obstante, en la calle se nota el ambiente tenso, se anuncia huelga, Matilde se muestra claramente partidaria de la solidaridad, esa solidaridad que por unas razones o por otras no han podido mostrar con la compañera despedida.

Diez horas, cansancio, tres pesetas.

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lunes, 15 de abril de 2019

Número 206. Releyendo Tea Rooms (I)

En alguna parte, cuando estudiábamos los principios de la literatura, alguien nos dijo muy convencido que en las novelas tenía que pasar algo, eso que llaman trama, y que algunos, queriendo sacar nota, dividen en planteamiento, nudo y desenlace: don Quijote deja su aldea y se va por esos mundos dispuesto a remediar a los más necesitados.

Supone la mayoría más ortodoxa que en ese llamado nudo han de ocurrir cosas extraordinarias, cosas que se salgan de lo común: don Quijote lucha contra molinos de viento, por ejemplo; pero el análisis se hace más arduo, cuando en esa llamada trama no pasa nada.

—Resúmeme el argumento.
—Pues va de una chica que trabaja en un salón de té.
—¿Y?
—Pues eso, lo normal, que va y trabaja y...
—¿Y nada más?

Lo que más llama la atención en Tea Rooms, ya se vea como un todo o a medida que se avanzan páginas, es que en ella realmente no pasa nada; nada, salvo la vida y los detalles del afán diario de una humilde trabajadora que Luisa Carnés describe con todo detalle, hasta los más mínimos, porque para eso ella era una de ellas y conocía bien ese mundo.

El planteamiento, el arranque de la novela, no puede ser más sencillo: una chica se examina como mecanógrafa para un trabajo, y ni tan siquiera, como ocurre en otras novelas, lo consigue, debe buscar otro y otro, y echar a la basura las proposiciones insidiosas, porque el acoso sexual en el trabajo existe desde que las mujeres tuvieron que salir a ganarse las lentejas.

¿Crees que una mujer independiente está más capacitada para resolver un problema aritmético que una hija de familia?

Las lentejas o tan solo un pedazo de queso a repartir con la numerosa familia por toda cena, es lo que aspira a ganar esta hija de familia. Con el estómago vacío ¿quién no sucumbe a la tentación de comprarse un buñuelo calentito, azucarado, con su punto de canela, con los 10 céntimos reservados para el billete de metro? 

El vestíbulo de la estación completamente vacío
Vestíbulo de la estación de Cuatro Caminos en 1921
La protagonista, Matilde, vive más allá de Cuatro Caminos, en una de esas casas de ladrillo que los albañiles y maestros de obras construyeron a principios de siglo para alojarse mientras el vecino barrio de Chamberí y el Ensanche crecían y se poblaban de vistosos edificios de estilo neomudejar.

Viviendas colectivas humildes, que compartían patio, fuente y canalillo central para el desagüe, y donde según alguna crónica benigna, las vecinas compartían el puchero, pero esto no es lo que se refleja en esta descripción de la vida en aquellas calles sin empedrar, no, allí si se cenaba era porque en el colmado de la esquina, aun a regañadientes, te fiaban el mísero trozo de queso. 

Peral cuajado de flores blancas sobre cielo azul



Incluso la llegada de la primavera es una mala noticia para las chicas pobres, las pobres chicas que con la primavera no ven posibilidad de disimular los zapatos informes y el deterioro del atavío. 

La primavera llega a pesar de todo, y Carnés la resume en una frase que se atreve a repetir:

Diez horas, cansancio, tres pesetas.

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sábado, 6 de abril de 2019

Número 205. 142 Revista Cultural

A través del amigo de una amiga, alguien de quien sé que se dedica a las letras y poco más, me llega la recomendación de una nueva revista, 142 Revista Cultural, y un impulso, un fiarme de alguien a quien apenas conozco, me lleva a suscribirme sin más a una revista en papel.

No hace tanto que ordenando y desprendiéndome de esos papales «que ya no voy a necesitar» di con un par de revistas de literatura y culturales de las que ya no me acordaba. Revistas de cuando compraba revistas en los quioscos o en las librerías especializadas, revistas cuya relectura me ha proporcionado unos conocimientos que realmente nunca llegué a asimilar. Así que ¿por qué no tentar a la suerte y esperar a que a la vuelta de veinte años esta revista me produzca un efecto parecido?

No hace tanto también que compré, esta vez en un quiosco del centro, otra nueva revista en la que escribían conocidos y algún amigo, revista que se me quedó corta, y ahora, con una mínima recomendación, sin pensármelo dos veces me suscribo por todo un año y por adelantado a una revista de la que nada sé. 

portada de la revista, en la que una chica joven, tocada con un sombrerito y vistiendo unas botas juveniles monta en bicicleta. Se la ve de espaldas.

Aquí está y el primer vistazo me resulta reconfortante, tiene un poco de todo: análisis, relatos, poemas, gente conocida, perfectos desconocidos....

En días sucesivos voy leyendo despacio y por puro placer uno a uno los artículos, uno a uno los relatos.

Me llama la atención la primera de las entrevistas, realmente extraordinaria. ¿Quién es Teresa Hidalgo? Una chica de melena lacia y negra que sonríe francamente y me recuerda a alguna artista de televisión. El entrevistador nos la presenta: 

No es escritora, música, cineasta.

Seguramente esa primera frase yo la habría redactado de otra manera, pero me agrada ver esa flexión de música, femenino al que no pocos se resisten, y ese principio me parece un buen principio. 

Teresa Hidalgo no es nada de eso, a pesar de un amplio currículo administrativo que se nos detalla de pe a pa, pero nada más empezar a leer preguntas y respuestas, me doy cuenta de que Teresa Hidalgo está en la revista porque tiene algo que contar, su vida, que puede ser la de tantas y tantas lectoras que nos refugiamos en los libros como asidero que nos arranque de la monotonía del día a día. Sin embargo, Teresa no es una lectora más, que descansa con los ojos metidos en el negro sobre blanco, Teresa es madre de una hija con síndrome de Down y la mitad de la entrevista va a girar en torno al día a día de Alicia, esa hija que se va superando con la ayuda y el esfuerzo de todos.  

¿Qué hace una entrevista así en una revista cultural? Me lo pregunto y no termino de encontrar la respuesta, pero sin duda me ha gustado leer a esa madre, saber que en el mundo existen mujeres corrientes, o no tanto, como Teresa Hidalgo. 

Encuentro la recomendación de lecturas pertinente, pero quizás un poco añeja, incluso algún libro ya me he leído... yo, que siempre llego tarde a estas cosas de las novedades.

Me gusta la sección de relatos, con plumas de aquí y de allá. Me gusta la sección de poemas, aunque un verso por el que sin duda no han pasados los ojos del corrector, me haga sonreír y me recuerde una vieja historia de braceros y braseros: 

                                                      Estupores
Malditos estupores que rosaban con las ropas
Como púas sanguinarias.

Rosaban, rosaban... Te enviaré una rosa cada día, que cantaba Alberto Cortez, que se nos ha ido sin sentir... 
No, la revista no vaticina la muerte prematura del cantante, simplemente es que me rondan sus canciones, pero sí trae otra interesante entrevista con un músico desconocido que vive en Sitges en una autocaravana. También un artículo cuyo título es tan sugestivo como el contenido: «La literatura de la crueldad en la música rock».

Más y más cosas, pero no quiero despedirme sin mencionar una mención a Arturo Barea, ese escritor desconocido del que solo nos suena el nombre, el título de sus obras y sobre el que nada sabemos. El artículo se titula «El hijo de la lavandera» y en él se habla del clasismo económico, pero también de ese clasismo de la izquierda intelectual, aquellos jóvenes que se educaron en la Institución Libre de Enesñanza que tanto admiramos desde la distancia. Esas líneas me recuerdan una vieja discusión de mis tiempos de estudiante acerca de si la hija del catedrático, compañera nuestra, tenía algún tipo de ventaja respecto a nosotros más allá del enchufe. Alguien apuntó acertadamente:
«Ella tendrá todo tipo de libros y apoyos en casa mientras que los demás debemos ir a la biblioteca y ponernos muchas veces a la cola para conseguir un libro». De algo así se habla también en «La hija del camionero», una reflexión que no pertenece a la revista, pero que viene muy muy al caso.

domingo, 10 de marzo de 2019

Número 204: Un parque en Madrid para Luisa Carnés

Luisa Carnés, incluso en el Madrid que la vio nacer, ha sido hasta ahora una injustamente gran desconocida.
Placa entrelazada por tejidos violetas


Solo ahora, bastantes años después de su muerte, acaecida por accidente en 1964, en el México donde vivía en el exilio, hemos podido disfrutar de su buen hacer literario y conocerla un poco más. Todo ello gracias a la labor de rescate que están llevando a cabo el profesor Antonio Plaza, su familia y algunas editoriales de las que se arriesgan: Hoja de Lata, Renacimiento y Espuela de Plata. 


«¿Cómo hemos podido perdérnosla?», recuerdo que dijo Laura Freixas en la presentación de Trece cuentos, hace ya dos años, en una pequeña librería del Barrio de las Letras en Madrid, muy cerca de donde había venido al mundo en los primeros años del siglo XX. 
Más vale tarde que nunca, y los vecinos de la Ciudad de los Poetas, uno de esos barrios relativamente nuevos de Madrid en los que es fácil perderse pues todos los bloques son iguales, han tenido la buena iniciativa de dotar de personalidad a  espacios verdes y rincones de su barrio, y para ello propusieron a la Concejalía del distrito una serie de iniciativas, que fueron felizmente aceptadas. 

A un lado Montserrat Galcerán lee, al fondo, junto a la placa, algunos miembros de la familia.
La concejala Montserrat Galcerán inaugura el acto
Así que una tarde soleada de marzo, víspera del Día de la Mujer, y muy cerca del aniversario de la muerte de la escritora, nos reunimos un grupo de personas para reconocer los méritos de una mujer singular y honrar su memoria dando su nombre a un parque por el que pasearán los viejos y en el que sin duda jugarán los niños. 

Sus nietos, que leyeron textos muy bien elegidos, recordaron un lejano parque España, allá en México, al que iban con su tía, que suplía de alguna manera la ausencia de su abuela siempre recordada y muy añorada por todos ellos.

Los nietos leen textos sobre su abuela

Los nietos leen textos sobre su abuela


No obstante, vayamos por orden. Abrió el acto la concejala Montserrat Galcerán que supo poner a Luisa Carnés en su sitio. Y su sitio no es otro que la Generación del 27, esa Generación en la que hasta hace poco era únicamente «cosa de hombres», pero que poco a poco, y no sin esfuerzo, van saliendo a la luz ellas, las llamadas Las Sinsombrero, y Carnés no es que fuera una de ellas, es que como bien dice María Ángeles Merino «Carnés era quien hacía los sombreros a Las Sinsombrero».

Porque Carnés se diferencia de sus coetáneas en algo que hay que señalar desde el principio: ella se hizo a sí misma. A diferencia de Las Sinsombrero, o al menos de la mayoría, Carnés no nació en una familia burguesa, ni recibió una educación esmerada en los mejores colegios, ni se codeó con intelectuales en el salón de su casa...Carnés nació en el seno de una familia obrera y desde muy jovencita, apenas con once años, tuvo que ponerse a trabajar, y lo hizo, precisamente, en una sombrerería situada al otro lado del Manzanares. 

El escaso salario que ganaba como aprendiza hacía falta en casa, así que la inquieta Luisa tuvo que alimentar su curiosidad intelectual leyendo de prestado, pues su situación económica no le daba para comprar libros. Nada de leer a hurtadillas a los grandes autores en la biblioteca de casa de la que se nutría papá, nada de grandes obras regaladas por su cumpleaños, Luisa aprovechaba las oportunidades de las librerías populares y de los periódicos para ir aprendiendo. 

De aprendiz de sombrerera pasó a telefonista y mecanógrafa, y de ahí tras un matrimonio que resultó frustrado pero que le dio un único hijo, pasó a la militancia política y feminista mientras se ganaba el sustento como operaria en una pastelería céntrica de Madrid, experiencia que volcó en la novela que es sin lugar a dudas la más reconocida de su obra, Tea Rooms, ya una lectura imprescindible si se quiere conocer la verdadera literatura del siglo XX.

Carnés mantuvo su actividad durante los años de la República y la Guerra Civil, a la vez que iba acrecentando su formación, siempre de forma autodidacta. Al término de la guerra, pasó a Francia y de allí a México, donde desarrolló una labor como periodista y escritora, pero no vamos a entretenernos más en lo que puede leerse en las numerosas páginas dedicadas a ella.

Sus nietos recordaron que murió cuando volvían de conmemorar el Día de la Mujer, y su muerte, prematura, sirvió para sumirla en la más absoluta invisibilidad, al menos en España. 

El acto tuvo como colofón un entretejido de los árboles del parque con bandas de color violeta en honor a Carnés y al Día de la Mujer por parte de los miembros de la asociación del barrio. 

También se repartió entre los asistentes un precioso marcapáginas con fragmentos de uno de los textos, escrito y leído por uno de sus nietos, y que reproduzco a continuación desde este modesto altavoz, porque un grano no hace granero, pero todo suma:

Se cumplen en estos días, 55 años que falleció trágica y prematuramente, nuestra abuela Luisa Carnés, escritora innovadora, autodidacta y muy comprometida, cuando volvía de conmemorar el día de la mujer trabajadora. Jornadas en las que Luisa participaba muy activamente.
Estaría orgullosa al comprobar lo mucho que ha avanzado el movimiento y la sociedad, pero continuaría luchando por todo lo que falta para alcanzar los ideales feministas de igualdad.
En la tragedia, Juan Rejano, su compañero, su camarada y nosotros, sus nietos, nos refugiamos los unos en los otros.
Y cuando nos proponía ir al parque «España», no solo era ir al parque; era volver a dar un paseo con su amada y perdida Luisa.
Era dar un paseo con sus niños-nietos en los que albergaba esperanzas.
Era volver a su queridísima España.
Mis recuerdos de ir al parque «España» son recuerdos de unos días brillantes, aferrado a la mano de un abuelo cariñoso. Espero que los niños y las niñas, madres y padres y abuelos madrileños, que vengan a jugar, a pasear, a correr, a descubrir,... a leer... en este parque,  ...a LUISA CARNÉS, tengan recuerdos tan hermosos y sentidos como los que atesoro cuando paseaba por el parque «España» de la ciudad de México.
Álex Puyol
Marzo 2019