miércoles, 16 de marzo de 2022

Núm. 264. El hombre mojado... Smadar, Nurit, Rami...

Rosa Pereda, en su colaboración con CTXT, se fija en dos instantáneas que se han «colado» en el relato de la guerra de Ucrania. La una, el entierro en una fosa común de víctimas ucranianas, nos habrá impactado a todos desde el telediario; la otra, los cadáveres de los rusos muertos, nos habrá pasado con toda seguridad más desapercibida. Hacia el final de su denso artículo, Pereda se lamenta, pese a su imposibilidad, de la ausencia «de la prensa en el otro lado», que sin duda arrojaría luz en el conflicto, al menos desde el lado humano.

Uno de los aciertos de Olga Rodríguez como periodista es contarnos las cosas también «desde el otro lado», permitidme a mí también la expresión. En ese otro lado, podríamos incluir la historia de la familia Elhanan Peled, que abre el capítulo dedicado a Israel en el libro que estamos comentando.

Judíos por los cuatro costados, su vida, pero sobre todo su forma de ver el mundo, cambió por completo el 4 de septiembre de 1997, cuando Smadar, la pequeña de la familia, con tan solo catorce años murió en un atentado de Hamas en Jerusalén, en el que cientos de personas resultaron heridas y murieron otras cinco, tres de ellos adolescentes. Smadar Elhanan Peled era, por vía materna, descendiente de uno de los padres del moderno Israel, y por parte de padre, nieta de un superviviente de Auschwitz.

La historia de estas familias, contadas por la periodista con minuciosidad, es una buena muestra de cómo puede evolucionarse, pese a las circunstancias, en favor de la paz y de la convivencia.  

El abuelo materno de Smadar, Mattiyahu Peled, fue un combatiente destacado en las guerras de 1948 y 1967. Luego fue un pacifista destacado en favor de los derechos del pueblo palestino. Su hija, Nurit Peled, pese a la incomprensión que despierta en muchos círculos, es igualmente una luchadora por la paz y el entendimiento entre los pueblos.

El abuelo que sobrevivió a Auschwitz, Isaac Elhanan, había entrado en Israel amparado por la identidad de un soldado. Fue soldado el tiempo que le tocó y poco a poco, intentó olvidar su pasado, ocultándoselo incluso a su familia y a él mismo, hasta que fue su nieta Smadar la que supo sacarlo a la luz para un trabajo escolar.

(En este punto volvemos a recordar la experiencia llevada a cabo en los institutos de Madrid: Hebras de paz.)  

¿Qué varón no ha tenido que empuñar las armas en Israel? Con un servicio militar obligatorio, que se extiende también a las mujeres, la historia de Rami Ehanan, el padre de Smadar, es un buen ejemplo de cómo puede pasarse de un cierto entusiasmo juvenil por defender a la patria, a ver con alivio el paso a la reserva, justo antes de que se produjera una de las muchas matanzas de palestinos civiles: «Afortunadamente no estuve allí para verlo», le dice a la periodista.

En un artículo reciente sobre la guerra en Ucrania, «Jalear la guerra», Olga Rodríguez vuelve a recordar que son los hombres de más de dieciocho años los que se ven obligados a defender los intereses de otros, que nada tienen que ver con la defensa de los unicornios azules, muy alejados del peligro.

En un salto hacia atrás en el tiempo, recuerdo la historia que me contó una de mis informantes sobre los primeros días de nuestra guerra civil en Aranda, donde ella estaba sirviendo. Uno de sus hermanos volvía confuso de segar de Aragón, a donde había ido a ganarse el jornal. Por el camino todo había sido desinformación, no sabían lo que se iban a encontrar al llegar a su casa. Atemorizado, pidió a su hermana que lo escondiese, pero esta, quizá por haber oído conversaciones en la casa en la que servía, le dijo con aplomo: «No te preocupes, que ya no sius matan, os necesitan». No los mataron, pero tampoco los dejaron libres, los subieron a un camión y los mandaron directamente al frente: los rebeldes necesitaban carne joven para defender sus intereses no compartidos.  

Volviendo a Israel, hoy los hijos de Nurit y Rami, los hermanos de Smadar, a los que les cogió el asesinato de su hermana realizando el servicio militar son activistas, al igual que sus padres, en movimientos en favor de la paz. 

Escultura que muestra cuerpos entre las alambres

Yad Vashem (Wikimedia Commons)

Comentario para el club de lectura La Acequia



jueves, 3 de marzo de 2022

Núm. 263. El hombre mojado...: Mona y Layla

 


En octubre pasado leí y comenté El hombre mojado no teme la lluvia, y prometí a Pedro Ojeda, del club de lectura La Acequia, que cuando tocara la lectura en ese club, volvería a leer este ensayo imprescindible. En cualquier caso, a Olga Rodríguez siempre hay que volver.

Ciertamente, no corren los mejores tiempos, con una guerra en Europa y los misiles volando sobre nuestras cabezas, para volver a guerras de décadas pasadas, que ante la actualidad han quedado disminuidas; pero precisamente por ello, porque debemos gritar NO A LA GUERRA, y no quedarnos ahí, es por lo que vuelvo a releer sobre la vida de la gente en guerra, sobre los nacidos bajo las bombas, en la miseria, en el terror continuo...

He elegido las historias de Mona y Layla, por este orden, casi al azar. Mona es siria y una de las últimas historias de alguien con nombre femenino que aparecen en el libro. Layla es kurda iraquí, y esta misma mañana me preguntaba si seguirían vivas, si seguirían viviendo en sus respectivos países, o si serán dos de los muchos refugiados en busca de un trozo de suelo donde vivir en paz. No lo sé, en la relectura, y con todo lo ocurrido en esos países en estos años, el libro se nos queda corto, nos hubiera gustado saber cómo siguen -no quiero escribir terminan- esas historias.   

La historia de Mona quizá sea una de las más amables del libro: una actriz a la que le gusta perderse en el zoco de Damasco, la ciudad habitada en la actualidad más antigua, e interpretar historias bajo un cielo de vestidos blancos de novia. No todo es amable en esos techos que se confunden con los cielos:

La mayor parte del zoco está cubierta por un techo de cristal en forma de bóveda de cañón repleto de pequeños agujeros -las huellas de los disparos de los franceses durante la rebelión de los sirios en 1925- por los que se cuelan haces de luz de líneas oblicuas aquí y allá y en las que diminutas motas de polvo juguetean con el aire y el tiempo.

Las descripciones de la autora me siguen pareciendo enormemente literarias, inmejorables, precisas en lo sensorial para transportarnos a esos ambientes, ambientes con claroscuros en los que siempre se filtra un rayo de luz.

Decía que quizá la historia de Mona fuera de las más amables dentro del libro. Nacida en una familia tradicional y muy religiosa, su destino era el matrimonio. El haber salido rebelde, el haber buscado su libertad, le costó más de un sacrificio, pero en aquel Damasco mísero, en el que comparte su libertad y un cuarto con su hermana menor, pero todavía puede compensarse con un helado en la cafetería más elegante del zoco, cuando le llega el dinero.

Ese pequeño capricho se lo podía permitir en aquella Siria de la primera década del siglo XXI. Hoy no sabemos si podrá tomarse un helado, si al final se vestiría uno de los blancos vestidos de novia, para casarse con el novio elegido en plena libertad. No lo sabemos.

La historia de Layla es completamente diferente. Arrancada de la niñez de forma abrupta -sus mejores recuerdos son las tardes de los viernes junto a un arroyo con su familia-, por ser kurda y estar orgullosa de serlo -ese pueblo sin un estado ni líneas claras en el mapa-, su vida desde entonces ha sido un continuo sobresalto. Con un padre en la cárcel, su madre y sus hermanos torturados y perseguidos, pasó su adolescencia entre los estudios, el cuidado de su casa y el de sus hermanos pequeños. Ahora, tras haber hecho estudios de Magisterio, se le prohíbe el ejercicio de la profesión, por ser kurda, por ser mujer... Su salida es la ayuda a los demás, a las víctimas de la guerra, tras la invasión de Irak.

La organización pacifista de Layla proporciona ropa, comida, alojamiento y atención médica a los huérfanos de la guerra y a los desplazados, no solo en Mosul, sino también en otras ciudades de Irak como Hayfa, al sudeste de Bagdad. Allí, en esta ciudad santa chií, trabaja una de las grandes amigas de Layla, Bashira, una chií comunista como su padre, que ha militado toda su vida en el partido. Ella actúa con el visto bueno de los clérigos, cuyo beneplácito es imprescindible para realizar cualquier tarea social.

Mujeres en la guerra, aunque no vistan traje de camuflaje, ahí están, presentes, aunque sea con beneplácito religioso.

Layla sufre persecución por su trabajo, la situación de las mujeres en Irak empeoró tras la invasión. Terrible el penúltimo párrafo entrecomillado de esta historia, refiriéndose a un vídeo en el que se mostraba una violación y posterior asesinato de una mujer. La violencia contra las mujeres, esa arma de guerra de la que no se habla:

«Ese tipo de grabaciones se están vendiendo en los mercados para aterrorizar a las mujeres, para que no trabajemos, para que no salgamos de casa. Jamás la mujer iraquí había estado en una situación así. Antes no había libertad porque vivíamos en dictadura, pero había ciertos derechos. Ahora ser una mujer ingeniera, médica o profesora universitaria puede acarrearte la muerte. A la periodista Atwar hemos decidido llamarla "la Virgen de la prensa iraquí". Ella ha muerto, pero hay miles más como ella. Yo seguiré trabajando. Para luchar por los huérfanos, las viudas, los enfermos, los que no pueden estudiar.»

¿Seguirá Layla ayudando a los huérfanos? 

¡Ojalá Layla siga recordando el arroyo de su infancia con el que se abre y se cierra su historia!:

Layla sigue viviendo con su madre y con algunos de sus hermanos. Cuando se queda sin aliento, piensa siempre en el arroyo de su infancia.