lunes, 26 de mayo de 2014

Número 50. El soldado que es casado, ni buen marido ni buen soldado

La presentación que Juan José Álvarez Díaz hizo en el Seminario homenaje a José de Jaime Gómez (UCM - Instituto Cervantes, 21 y 22 de mayo de 2014), bajo el sugerente título de «Soldados y mozas en el refranero», me trajo inmediatamente a la mente la situación de don Carlos, y por extensión de doña Paquita, y las dificultades con las que se iban a encontrar en su vida cotidiana, a pesar de las bendiciones con las que les había regalado el tío rico. Me refiero, naturalmente, a esas escenas de El sí de las niñas, en las que don Carlos busca la protección y la bendición de su tío para poder llevar a cabo el matrimonio con su joven amada.

El soldado que es casado, ni buen marido ni buen soldado


Miniatura de oficial de época
Esto es lo que nos recuerda el refranero, y es que si hay una idea que ha pervivido a lo largo del tiempo, es la de que el soldado debía permanecer célibe.

Los soldados casados causaban numerosos problemas al ejército. Si la esposa e hijos acompañaban al soldado ello suponía más bocas que alimentar y más bagaje que transportar, pero sobre todo si el soldado moría, la familia del soldado suponía una carga para sus compañeros, debiendo socorrerlos al menos por un tiempo. Pese a lo que pueda pensarse, el Estado no era de gran ayuda pues se limitó a abrir algunos colegios para los huérfanos y a instituir una llamada paga de tocas para las viudas.

Felipe IV, al promulgar la Ordenanza de 1632 para regular los ejércitos, se quejaba de que «...dos cosas rigurosísimas para mi servicio: la una haber de sustentar dos ejércitos, uno de vivos que me sirven y otro de muertos que me sirvieron, en sus mujeres e hijos que no pueden servir...»

En dicha Ordenanza se establece la obligación de pedir Real Licencia para poder contraer matrimonio; obligación que salvo paréntesis ha estado vigente hasta 1978:
Por todo lo cual, y otras razones que se han considerado, es mi voluntad, y ordeno y mando expresamente que de aquí en adelante no se pueda permitir ni permito que de los soldados españoles e italianos que hubiere en los Países Bajos, no se case más de la sexta parte (…) todos los que tuvieren  puesto de capitanes arriba no lo puedan hacer sin tener primero licencia mía por escrito […] Que los capitanes, alféreces , sargentos, soldados particulares y aventajados tengan obligación de sacar licencia en escrito de su general, y de otra manera no se casen, y se lo hiciesen pierdan sus puestos […]
Ninguna alusión hay en la obra de Moratín a este permiso que deberá pedir don Carlos para poder llevar a cabo su matrimonio, dato que omite el autor no sabemos si por bien sabido en la época, o porque no quiere incluir impedimentos externos en lo que pueda ser el conflicto planteado en el triángulo de los dos hombres, viejo y joven, frente a la niña. 


Sí hace, sin embargo, hincapié en el amparo económico que don Carlos va a pedir a su tío, y que presenta ante Paquita como un aliciente más para la muchacha: 
Allí [Madrid] puedo contar con el favor de un anciano respetable y virtuoso a quien más que tío debo llamar amigo y padre. No tiene otro deudo más inmediato ni querido que yo; es hombre muy rico y si los dones de la fortuna tuviesen para usted algún atractivo esta circunstancia añadiría felicidades a nuestra unión.
En el siglo XVIII solo los oficiales tenían alguna posibilidad de ser autorizados a contraer matrimonio y eso, siempre cuando contasen con medios suficientes para sostener una familia con dignidad y que la novia fuera de clase noble. El permiso y protección que Carlos, que solo es teniente, debe obtener de su tío es condición necesaria para que pueda a su vez pedir esa licencia de matrimonio a sus superiores.

Sin embargo, los oficiales no solo debían afrontar problemas económicos, también de tipo social, cuya superación era aún más difícil que la económica:
[Los oficiales] enlazaban con mujeres que, socialmente, no eran acordes a su condición. La razón es que la dura vida y escasa paga de los oficiales no los hacían atractivos a las familias de jóvenes nobles y de buena posición. 
Los matrimonios de oficiales con mujeres pobres, sin posición, dote ni nobleza, se consideraba inadmisible. Si el problema era solo de dote, para obtener autorización muchos alegaban haber dado “palabra de matrimonio” que se interpretaba como que había mantenido relaciones con la muchacha en cuestión. Aún así, eran denegadas muchas autorizaciones. Si ni siquiera cumplía la condición de nobleza, ni siquiera se hacía el intento, siendo muy frecuentes los matrimonios clandestinos.  
Don Carlos al que hemos visto plantear a Paquita —«hija de una señora de Madrid, viuda y pobre, pero de gente muy honrada...»— sus intenciones de ir a Madrid para que su tío los socorra, parece volverse atrás de ellas cuando es descubierto por su tío, cayendo así en una contradicción:
D. Diego. ¿Y qué proyectos eran los tuyos en esta venida?
D. Carlos. Consolarla, jurarla de nuevo un eterno amor, pasar a Madrid, verle a usted, echarme a sus pies, referirle todo lo ocurrido y pedirle, no riquezas, ni herencias, ni protecciones, ni... eso no... Solo su consentimiento y su bendición para verificar un enlace tan suspirado en que ella y yo fundábamos toda nuestra felicidad. 
¿No contaba don Carlos, o Maratín, que tras la bendición de su tío debía conseguir aún la más difícil de sus superiores?

La vida de militar que como oficial lleva don Carlos tampoco parece demasiado clara en la obra. Acuartelado su regimiento temporalmente en Zaragoza, y estos acuartelamientos temporales eran lugar propicio para que las muchachas se enamoraran de los oficiales —Jane Austen lo contó muy bien en Orgullo y prejuicio—, ha conocido casualmente a Paquita durante un viaje de vuelta a ese regimiento en Zaragoza, y tras un cortejo de tres meses que le sirve para afianzar sus sentimientos hacia la joven, marcha a la vida quieta de Zaragoza. La escena XI del acto II, en la que don Carlos debe justificar ante su tío su escapada, está llena de alusiones a la vida sosegada en tiempos de paz y a la permisividad de los jefes que permiten largas ausencias a sus subordinados. El tío, sin embargo, no ve con buenos ojos estas ausencias fuera de los cuarteles, y parece ser el único al que le importa que don Carlos haya estado tres meses ausente: «No te parezca que estoy ignorante de lo que hiciste la vez pasada», le advierte el tío al sobrino cuando se han quedado solos.

Este temor o respeto más por los familiares que por los jefes parece ser también la causa, de que nuestro protagonista mude su nombre en don Félix para tapar su estancia en Guadalajara. A Paquita, además de este nombre falso solo le dice que es un oficial, estimado de sus jefes y hombre de honor. 

Aposentado en Zaragoza con el único consuelo de las cartas de su amada, que le siguen llegando a pesar del cambio de nombre, don Carlos nada espera y nada hace, quizá viendo la imposibilidad de su matrimonio, hasta que la alarma de su novia, ante la inminente boda, lo saca de su inactividad. Sin duda pequeños detalles propiciados por el desarrollo dramático, pequeños trucos de autor, pero que traslucen la vida de los militares españoles durante siglos.

Esa rutina cambia, también a ojos del tío severo, cuando don Carlos, soldado al fin, resuelve ir a la guerra para morir en ella con honor: «Apetezco la guerra porque soy soldado», dice resuelto don Carlos. Su tío apesadumbrado por lo que eso puede significar replica: «¿Y tienes corazón para decírmelo?».

¿Qué pasa después? ¿Qué cambia en la vida de los jóvenes? ¿Qué cambia en la vida del soldado ese beneplácito del tío para la boda? ¿Es que ya no va a ir a esa guerra tan inminente de la que se habla solo unas frases atrás? 

«Si sus padres viven, si son felices, yo he sido la causa», dice don Diego en la escena final refiriéndose a al hijo que sin duda nacerá de los amores de Carlos y Paquita, dando por hecho que con su perdón, su sobrino se librará de ir a la guerra y con ello de una muerte segura. No se dice, pero Carlos abandonará la milicia y pasará a disfrutar de los bienes de su tío, ya que el hombre casado, o mal marido, o mal soldado.

Telón. 

Ya los soldados se van: con el rataplán vinieron; vanse con el rataplán

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Los datos para este artículo me han sido facilitados por Juan José Álvarez Díaz, autor de distintos trabajos paremiológicos relacionados con la milicia

Contribución al club de lectura La Acequia.


viernes, 16 de mayo de 2014

Número 49. Los criados de El sí de las niñas

Reconozco que hasta que los criados han entrado en escena, la relectura de El sí de las niñas me estaba resultando bastante anodina. 

figura teatral de campesina: delantal, pañuelo, cesta y lechera

Ahora, cuando Rita y Calamocha entran en escena, la obra cambia, adquiere más dinamismo, más vivacidad. Rita y Calamocha son la voz del pueblo, o el pueblo mismo, sin los cuales sus amos serían mucho menos amos.

«La vida es una mala noche pasada en una mala posada», dicen que decía santa Teresa, y esa instantánea es, precisamente, la que nos da Calamocha al aparecer en escena. El número tres —¿algún mal fario para el número tres?—, las plagas de Egipto en forma de todo un Gabinete de Historia Natural, y el calor, que tomará cuerpo, se hará sentir, en las escenas posteriores interviniendo directamente en la tensión dramática.
Galán maduro interpretado por un actor viejo.

¿Por qué eligió Moratín una posada como espacio escénico? ¿Por qué lleva don Diego dos días encerrado en tan poco apetecible lugar? La excusa de la visita a la tía monja parece una mera excusa, pues bien podía haber alcanzado el enamorado Madrid y allí ocurrir todo lo que acontece en los actos segundo y tercero; pero tiene que intervenir el azar —«por esta casualidad nos...», dice explícitamente Rita—, para que todo no sea fruto del puro raciocinio de los hombres de bien.

La posada, con todos sus sobresaltos e incomodidades, metáfora obligada entre las dos etapas de la vida, la de los nobles protagonistas, pero también en la de sus sirvientes, que de alguna manera ligan sus amores a los de sus señores.
«¿Gusta usted de que eche una mano, mi vida? —pregunta requebrón Calamocha, y a lo que Rita, salerosa, no tarda en responder—: Gracias, mi alma.»
¡Qué diferencia estas galanuras con las soserías de los protagonistas principales! Porque aún no ha llegado el Romanticismo y hállase superado el Barroco. El siglo XVIII es el siglo de la razón y el sosiego por encima de todo. Si no fuera por los criados, que siguen ahí, sosteniendo la tensión dramática, la comedia se habría venido abajo mucho antes.

Galán y dama interpretados por actores viejos
Antes de seguir con sus galanteos, Rita y Calamocha nos ponen en antecedentes. El relato de Calamocha no puede ser más dinámico, nos mete literalmente en el galopar de caballos sudorosos cuado nos habla de centellas, de pájaros que vuelan y de sudor y chasquidos. No se puede viajar más rápido en los albores del XIX. Los caballos molidos  —y los jinetes medio— necesitan el oportuno descanso, y mientras los criados preparan lo necesario, el enamorado parte a ver a un amigo no sabemos muy bien para qué, antes de disponerse a pasar aquella noche que cambiará su vida en una mala posada. Rita se encarga de ponernos al tanto del estado de ánimo de la niña, y de la razón de parar en aquella posada más de dos días, que no es otra que la casualidad, que mencionaba arriba.

Calamocha, ante lo que le cuenta Rita, sabe bien cuál es su obligación como asistente, no es un mero criado; por ello, ante las nuevas, sabe que tiene que ir presto a avisar a su señor, porque «estas cosas piden diligencia», pero antes no se ha podido resistir a entrar en el juego del equívoco con Rita, por la que sin duda siente algo más que simpatía:
Calamocha: ¿Con que el novio está en la posada?
Rita: Ese es su cuarto (señalando el de D. Diego, el de doña Irene y el doña Francisca), ese el de la madre, y aquel el nuestro.
Calamocha: ¿Cómo nuestro? ¿Tuyo y mío?
Rita: No, por cierto. Aquí dormiremos esta noche la señorita y yo; porque ayer, metidas las tres en ese de enfrente, ni cabíamos de pie, ni pudimos dormir un instante, ni respirar siquiera.  
Otra vez la mala posada, y de algún modo la mala noche que se les avecina en estas palabras de Rita.

Doncella y ama interpretadas por actrices mayores.
Si Calamocha sale a poner en antecedentes a su señor, Rita hace lo mismo con su señora. Rita es para la niña encerrada entre cuatro paredes, no solo su amiga y confidente —no se hace mención en la obra a que Paquita haya podido hacer amistades con otras chicas en el convento—, es también su presencia en el mundo, sus ojos, su enlace. 

Niña y criada comparten cuarto, incomodidades, mesa, manteles y amores, cada una a su modo, y ambas rememoran lo que ha sido su vida amorosa hasta entonces, novelas compartidas y galanteos lejanos a altas horas de la noche. 

Rita. Mire usted que todo cuanto hemos leído a hurtadillas en las novelas no equivale a lo que hemos visto en él... ¿Se acuerda usted de aquellas tres palmadas que se oían entre once y doce de la noche, de aquella punteada con tanta delicadeza y expresión?
[...]
D.ª Francisca. Es hombre, al fin y todos ellos...
Rita. ¡Qué bobería! Desengáñese usted, señorita. Con los hombres y las mujeres sucede lo mismo que con los melones de Añover. Hay de todo; la dificultad está en saber escogerlos.
Los melones de Añover, famosos en su tiempo, aparecen en esta comparación popular de Rita; y ese es otro mérito en el haber de los criados, el habla popular, sin la cual mantener la atención a lo que ocurre en escena se haría mucho más difícil.

De melones y mujeres en el refranero hablaremos en una próxima entrega, pero antes recordaremos esa otra escena en la que Calamocha le detalla a su señor los manjares que le ha preparado para la cena, en la que además de alusiones a refranes de la época, podemos encontrar otros tópicos culinarios. Es de notar también que quiera hacer partícipe de ellos a Rita, que parece estar en la escena para justificar que esa noche ha cenado albondiguillas:

pareja de campesinos con productos de la huerta
Calamocha. Pues, señor, (sale por la puerta del foro) tenemos un medio cabrito asado y... a lo menos parece cabrito. Tenemos una magnífica ensalada de berros, sin anapelos, ni otra materia extraña, bien lavada, escurrida y condimentada por estas manos pecadoras, que no hay más que pedir. Pan de Meco, vino de la Tercia... Conque si hemos de cenar y dormir me parece que sería bueno...
[...]
Calamocha. Si hay alguna real moza que guste de cenar cabrito, levante el dedo.
Rita. La real moza se ha comido ya media cazuela de albondiguillas... Pero lo agradece, señor militar.
Calamocha ofrece a su señor, y luego a Rita, cabrito asado que parece cabrito. Aunque las comidas en las posadas de la época las solían preparar los criados, tal como vemos en esta comedia, era bien conocida la leyenda popular que decía que todos los gatos de alrededor de las posadas eran servidos en las mesas como liebres, de ahí la expresión Dar gato por liebre, a la que sin duda Moratín, por boca de Calamocha, alude.

Tú que coges el berro, guárdate del anapelo, dice el refrán antiguo, pues los anapelos —hierbas que se crían entre ellos— pueden resultar tóxicas, aunque el sentido del refrán, según recoge Covarrubias, va más por el sentido metafórico de cuidarse de las malas intenciones que por los consejos culinarios.

En cuanto al pan de Meco y el vino de la Tercia, cabe decir que la vecina localidad de Meco surtía por entonces de pan a Alcalá, alcanzando su producto buena fama como dice la coplilla:
Para granadas, Alcira,
de vinos el Jerez seco,
ricas guindas las de Toro,
y pan sabroso el de Meco. 

En cuanto al vino de la Tercia, calle de Alcalá muy cerca de la catedral, era afamado por su calidad. Realmente no se podía quejar don Carlos de la cena preparada pos su asistente.

Contribución a la lectura colectiva del club La Acequia.