miércoles, 27 de diciembre de 2017

Número 180. La noche que no paró de llover. Frases hechas, jardines sin flores

Muy al principio de la novela, la autora se sirve del tópico de los refranes, en abstracto, para dejar claro que no es algo propio de las horas altas, sino de las bajas, de ociosos jubilados que matan las mañanas viendo la televisión, algo impropio de Laia, una joven profesional llena de expectativas, aunque sea en una ciudad desconocida, una ciudad con mar:
 Y aquello, comer de pie mirando al mar, era lo más inteligente que había hecho en una mañana en la que hasta había estado tirada en el sofá tratando de adivinar los refranes de «La Ruleta de la Fortuna». Más bajo no se podía caer.
foto desdibujada de una playa con dos perfiles

Laia odia las frases hechas, los tópicos en los que caen las parejas, así lo recuerda Emma a cuenta de un pequeño desencuentro:
Qué tontería, Emma, dice siempre, quién quiere sentimientos que se expresan con frases hechas, con lugares comunes, para qué quieres que te diga lo que te han dicho tantas veces y que resultó ocultar sentimientos más falsos que un billete de treinta euros.
Las frases hechas, los refranes son más propios de viejos, que deben apoyarse en ellos para sacar lo que llevan dentro, que deben suplir con tópicos la falta de palabras, como cuando Valeria le habla de su fallida maternidad:
Yo siempre quise tener hijos. Quiero decir, siempre supe que había que tenerlos, porque un matrimonio sin hijos es como un jardín sin flores. Ya sé que ahora las modernas no lo veis así, y bueno, yo no digo nada, Laia, pero una cosa es que cuando eres joven no quieras tenerlos para estar más libre y hacer lo que te dé la gana, pero luego pasan los años y si no los has tenido te arrepientes y ya es tarde. Ahora las cosas son de otra manera: se adopta, hasta me han dicho que hay gente que encarga los hijos a mujeres que los llevan en su vientre y los paren por dinero. Pero antes no era así. Antes las cosas eran como tenían que ser: te casabas, tenías una casa, tenías un empleo, tenías unos hijos y vivías en armonía. Y los matrimonios sin hijos eran muy tristes.  
A pesar de pasar sus días en al rutina de un geriátrico, Valeria parece estar al tanto de cómo son las cosas ahora en este mundo. En cierto modo las cosas siguen siendo así, aunque se produzcan en otro orden: ¿Se casará algún día con Emma? Tiene un trabajo, aunque no tenga un empleo; la casa que ha preparado ella para las dos es preciosa, un hogar que mira al mar, y el reloj biológico ya le ha avisado de que es el momento de pensar en los hijos. 

Laia no cree ni en refranes ni en lugares comunes, pero duda de si le ha dado a Valeria, su paciente, la respuesta adecuada o simplemente se ha dejado llevar por las circunstancias: 
Valeria no había podido tener hijos, y en la consulta lo despacharon con tres o cuatro frases, un par de lugares comunes que, cuánto se avergonzaba, le había dicho Laia, dos o tres simplificaciones que había formulado Valeria obviando la cantidad de dolor que podía ocultarse en ellas. O tal vez no. Tal vez Laia estaba midiendo con su misma vara de sufrimiento las circunstancias de otra persona sin conocer completamente cuál era el dolor exacto del pensamiento. Cómo no le iba a haber causado sufrimiento ver que pasaba el tiempo y no se producía el embarazo, empezar a pensar que tal vez no podía tener hijos, en aquel tiempo en que cualquier esterilidad era una desgracia, un matrimonio sin hijos es como un jardín sin flores, ¿había dicho esa frase Valeria? ¿O era la abuela Montserrat a que siempre lo decía para justificar los muchos hijos que había parido?
Un tópico que se repite, un tópico alrededor del que gira la frustración como madres de dos mujeres tan diferentes. 

Y luego está el otro tópico: ¿pueden llegar a ocupar el vacío los hijos de otros? Al que Dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos, dice el refrán popular con su punto de ironía que habla más de castigo que de premio, pero Castañón lo modifica acertadamente para describir la realidad vital de Valeria: 
No sé por qué, pero no vinieron. En aquella época era todo muy sencillo: los hijos te los daba Dios, y ahí se quedaba todo. Pasados unos años, me resigné, y con el tiempo llegué a agradecerlo. Siempre se dice que a quien Dios no da hijos, los colma de sobrinos. Y bueno, a mí no me colmó, que eso sería si me hubiera dado muchos, y solo fueron dos.
Dios premia, compensa, colma, de algún modo la falta de esos hijos, pero no en el caso de Valeria, con la que fue poco generoso. 

Dios también parece castigar, sin piedra ni palo, como afirma otro refrán, refrán que repetía la madre de Valeria, cuyos dichos recuerda en más de una ocasión: la mejor carrera es un buen matrimonio. Esta frase la hemos oído más de una vez las que tenemos una edad, y también la hemos leído y escuchado en boca de uno de los más logrados caracteres de nuestra literatura, la Carmen de Cinco horas con Mario. Algunos críticos hablan de influencias e incluso de homenajes a la obra delibiana en esta novela de Castañón. Carmen repasa su vida, se confiesa, ante al cadáver de su marido; Valeria se confiesa ante su psicóloga, que apenas le da pie para que ella siga en monólogo. ¿Hay más puntos comunes entre estos dos personajes que comparten edad, tiempo, ideología y casi posición social? Podríamos encontrarlos, sin duda, pero estas posibles coincidencias no serán lo más importante en la novela; en todo caso hablemos de correcto homenaje.

Hasta aquí pudiera parecer que solo Valeria es capaz de apoyar sus recuerdos en refranes, pero Emma, en su desparpajo, también nos deja algunas perlas, aunque tengan un tono más sentencioso y menos popular. Emma las analiza, estruja y cuestiona esas frases comunes: 
No pronunciar en voz alta los miedos es privarlos de carta de naturaleza. Lo que no se menciona no existe (...)
Es como si al entrar el amor por la puerta, saliera la razón de un salto, hale hop, por la ventana, y adiós muy buenas: 
Una de las cosas que les ocurre a los que aman es que no piensan. No pensamos, así de claro te lo digo. Dicen que el amor es ciego, pero no es cierto, lo que es es tonto de remate. 
Las madres vuelven a aparecer de nuevo enredadas en los lugares comunes, Emma nos lo dice clarito, arrimando el refrán esta vez a su sardina:
Es que mi madre es como es: no filtra. Escucha aquí, suelta allá, sin molestarse mucho en tamizar siquiera la información. Y habla mucho, y quien mucho habla mucho yerra, aunque en este caso tal vez debería decir, y sin que sirva en absoluto de precedente, que por una vez quien mucho habla en algo acierta, porque tengo que reconocer que lo que ahora me ocupa el pensamiento fue cosa de mi madre. 

Comentario para el club de lectura La Acequia

lunes, 18 de diciembre de 2017

Número 179. La noche que no paró de llover: Mujeres

Laura Castañón nos ha dejado una novela de mujeres escrita por otra mujer. De eso no hay duda, porque gran parte del universo de esta novela es eminentemente femenino.

Emma y Laia son una pareja en proceso de consolidar su relación. Son lesbianas, pero bien podrían estar representando a cualquier pareja heterosexual en esa fase de sus vidas. Desconocemos como lectores por qué la autora ha elegido a una pareja de mujeres para dar voz a parte de su novela. A lo mejor por una voluntad decidida de dar voz a las mujeres y solo a las mujeres, a lo mejor por reforzar la idea de que un cierto feminismo va unido a un cierto lesbianismo —idea sobre la que debatían no hace mucho dos críticas en una tertulia literaria—, quizá por pura moda, como aventuraban esas dos mismas críticas, o quizás, simplemente, por normalizar este tipo de relaciones. 


pintada sobre muro de ladrillo: Me gusta ver la vida pasar. Me gusta verla contigo.


Sea cual fuere la razón, Castañón ha optado por describirnos una pareja muy en la línea clásica, en la que una de las partes tiene que adoptar necesariamente un papel de más fuerza, más protector, más masculino, mientras que la otra parte sigue manteniendo la femineidad. Emma, que ha tenido con anterioridad una relación hétero, toma, sin proponérselo pero con entusiasmo, ese papel para sí, aunque en un momento de la novela reflexione sobre si su actitud no estará siendo algo patriarcal.

Un punto a favor de Castañón es que Emma no se cuestiona en ningún momento su etapa anterior, ni tan siquiera se plantea si le atraen las mujeres, porque sencillamente quiere a Laia y quiere vivir con ella. Punto a favor en este mundo donde a todo se le pone una etiqueta, incluso antes de existir.

Sin embargo, hay un cierto punto de frivolidad cuando la autora nos presenta el físico de Emma, como una mujer entrada en carnes —y cuántas no desearíamos esas tallas—, mezclándolo además con la homosexualidad de su hermano, con lo que la presunta normalización de las distintas orientaciones sexuales se difumina, para caer casi en los chistes de mariquitas de cualquier monologuista trasnochado: 
Anda que... A veces lo pienso, y ya sé que esto excede el contenido de este diario, pero qué coño, mi madre siempre se queja, en voz baja, como hace ella, de forma que te lo hace notar aunque no pronuncie las palabras exactas, es, que se lamenta de que mi hermano sea gay y de que yo sea gorda, bueno, gorda... que tenga este sobrepeso tan estupendo y estas formas de matrona... Pero la culpa es de ella. Los nombres marcan mucho, y si a un niño lo llamas Richi, por muy masculino que sea lo de Ricardo, oye, ya vas mostrándole el camino... Y si a una niña la llamas Emma, lo más probable es que te salga gorda. Emma es nombre de gorda, de mujer con las tetas grandes y con las caderas anchas. O con las caderas no muy anchas, pero con tetas, eso sí. Y yo tengo de todo: talla 44-46 95C de sujetador. Es lo que hay. Mi madre se quejará de ello, pero es su culpa, por ponernos estos nombres. 
Señora Castañón, ni las trastornos en la alimentación de esas mujeres que se ven gordas siempre, ni la orientación sexual, son motivos para andar bromeando, pero una vez señalado este punto de desencuentro, sigamos. 

Feli, ese personaje aparentemente sin gran relevancia, es sin duda el personaje revelación de la novela, uno de esos personajes que va creciendo a medida que pasas las páginas. Feli no tiene nada de extraordinario, es esa chica con la que coincidimos todas las mañanas esperando al cercanías camino de su trabajo. Esa chica que lleva ropa cómoda, un bolsón grande, probablemente con la comida del mediodía dentro, esa chica que lee durante el trayecto una novelita o los apuntes de unas oposiciones... Feli tiene algo de nosotros mismos, de la gente corriente que sueña con que algún día le cambiará la vida y a la que los nubarrones del pasado vuelven cíclicamente a causarles desazón. Feli y su historia, aunque previsible, es de lo mejor de esta novela.

Y está Valeria, aparentemente la que desencadena todo, el eje de todo, víctima de sus propios recuerdos. Mujer distinguida, incluso en la uniformidad tristona de los geriátricos, cuya cuenta corriente le permite aún ciertos lujos, como el disponer de un apartamento privado dentro de la residencia. Valeria conserva aún las fuerzas suficientes para salir sola, coger el tren, ir a la peluquería, realizar alguna compra y visitar una vez por semana a su psicóloga, la joven Laia. Valeria es distinguida pero un poco irreal, es casi como una idea vagando entre las sombras de la vejez y su propia confusión, a pesar de gozar aún de un más que aceptable nivel cognitivo.

Valeria está sola en el mundo porque todos los familiares se la fueron muriendo, de muerte natural o en trágicas circunstancias. A Valeria solo le queda la residencia, las sesiones con la psicóloga, y aunque ella no lo sepa, le queda Feli, la chica que limpia sus habitaciones en la residencia.


Tres figuras abandonan la playa sobre un reguero plateado


Valeria no tuvo hijos, porque entonces, en su momento, los enviaba Dios, pero ese hecho no le ha producido aparentemente ningún trauma. Ahora las cosas son bien distintas y unos meses antes de embarazarte debes empezar a tomar ácido fólico para que el niño nazca sano, ¡Dios santo!, ¡con la cantidad de niños sanos que hemos venido a este mundo sin que nuestras madres supieran lo que era el ácido fólico! Y es que antes te embarazabas por lo divertido, y en todo caso la preocupación era no divertirte mucho no fuera que... pero ahora pensar en un embarazo, sobre todo a cierta edad, es meterte en un vía crucis de médicos, tratamientos, fracasos...

Otro tema de moda hoy en día, los embarazos tardíos, sin duda motivo de preocupación para muchas mujeres, pero un tema que llevado a una novela puede resultar muy poco literario si se abusa de los detalles. Laura Castañón es prudente y no nos atosiga con mil pruebas clínicas, pero lamentablemente un caso particular, algo totalmente excepcional le sirve para apostar decididamente por los vientres de alquiler, o seamos más finos si se prefiere, por la maternidad subrogada.

Una excepción por amor, que poco o nada aporta a la trama, solo puede servir para justificar la práctica en general. No, lo siento, las mujeres no somos, efectivamente, vasijas, y los derechos de unos no pueden estar por encima de los derechos de las mujeres, máxime cuando pocas gestantes altruistas conocemos, y sí por desgracia ferias en el centro de Madrid donde se ofrecen las mejores opciones al que las pueda pagar. Ni ser padre ni ser madre es un derecho, por mucho que la autora lo diga por boca de Emma, y se lo digo mirándole a los ojos y sosteniéndole la mirada a quien sea:
He leído tantas opiniones estos días acerca de la maternidad subrogada, acerca de la visión de las mujeres puro recipiente, y blablablablá. No sé si yo misma no habría escrito las mismas cosas hace un tiempo. A lo mejor hace unos meses. Que, a ver, no digo yo que no, en general, que si lo de cobrar por gestar y lo que trae consigo de que en la India dicen que hay granjas de mujeres, y la explotación y todo eso. Pero de ahí al discurso va y se radicaliza, y se pontifica y se excluye cualquier otra lógica diferente de la línea dura y dominante. Pero qué distinto cuando descubres cuánta generosidad hay en ello en general, y cuánto amor en este caso mío particular. La mayor parte de quienes hablan de no somos vasijas, y hacen de ello un grito, seguramente no se han parado a pensar en los casos concretos y formulan el mismo grito que yo misma tan vez habría suscrito quién sabe si hasta entusiasmada sin haber mirado a los ojos a quien de verdad quiere tener un hijo. Y no puede. 
Algunos temas son tan serios que mejor dejarlos fuera de las novelas, si no van precisamente de esos temas, y aquí la autora ha forzado muchísimo la maternidad y la importancia irrenunciable de los propios genes, que solo le ha faltado retorcer un poquito más la historia y en vez de recurrir a donantes anónimos de espermatozoides, recurrir a algunos de la proximidad familiar y así todo quedaba en casa, con una abuela doblemente feliz tejiendo patucos.


Comentario para el club de lectura La Acequia.

domingo, 10 de diciembre de 2017

Número 178. La noche que no paró de llover. ¿Consejos vendo?

Hay libros de los que no sabemos muy bien si a modo de halago o todo lo contrario, se dice que «son fáciles de leer», no es el caso de La noche que no paró de llover de Laura Castañón.  

No tuve ocasión de leer el libro anterior de esta autora, que con ocasión de su presentación en sociedad visitó el club de lectura La Acequia en el 2014. Por lo leído, esta novela anterior, Dejar las cosas en sus días, dejó muy buen sabor de boca entre sus lectores. 

A pesar de que su primera novela tardó en llegar, Laura Castañón lleva mucho tiempo en la literatura, impartía talleres de escritura, y allí, viendo los resultados en su novela, no me la puedo imaginar dando consejos a esos alumnos, ávidos de aprender ellos también a escribir. 

Un comentario al margen, pero creo que oportuno: Está en las pantallas la película El autor, sobre una novela, también su primera novela, de Javier Cercas. No quedan muy bien parados los talleres de escritura, o al menos las personas a su cargo, en ella. Confieso que a pesar de tener algún amigo que se gana la vida con estas cosas, miro estos talleres con un poco de suspicacia. En opinión de otro amigo, al que le tocó ser jurado en un par de certámenes, se puede enseñar y aprender a juntar las letras, pero el talento literario, eso es otra cosa. El «era de noche, y sin embargo llovía» tiene más de realidad que de tópico. 

En esta novela, en la noche y la lluvia son mero accidente, también aparece un taller de escritura, aunque su función en ella también sea accidental. Es lógico, escribimos de lo que conocemos, o como mucho de aquello a lo que nos han llevado otras lecturas anteriores. Cómo hacer para expresar esas ideas, cómo llevarlas al papel, es otro cantar.


Calle solitaria en noche lluviosa. Sombras y luces reflejándose en el suelo mojado.


Laura Castañón ha elegido sin duda el camino difícil, el curso más avanzado de esos que imparte, donde los alumnos son capaces de enlazar subordinada tras subordinada, meter incisos, algún paréntesis, con más de una coordinada de por medio... En fin, un reto de esos que les gusta ponernos a mi amigo Nelson cuando nos mete en jueguecitos de cadáveres exquisitos: «Valen todos los signos menos el punto y seguido. Sí, admiraciones e interrogaciones valen, pero sin que cierren periodos».

La propia autora es consciente de esa complejidad discursiva y ya desde las primeras páginas hace reflexionar a uno de sus personajes sobre ese enrollarse hasta perder el hilo. Emma lleva una especie de diario, un diario cuyos párrafos ocupan páginas enteras, puntuados correctamente, sin originalidades —¡menos mal!— pero sin puntos y seguidos. Veamos un ejemplo a través de la pluma de Emma: 
O cuando me dio por la jardinería y le pedí a mi madre que me dejara montar un minijardín en una parcelita del prado delante de su casa y lo único que conseguí fue joderle el césped, porque me puse con mucho ánimo un día a mover la tierra y así la dejé, profundamente cansada y convencida de que nunca tendría uno de esos jardincitos que me montaba en mi cabeza, así quedó, la tierra removida, para cabreo de mi madre, y todos los bulbos (de narcisos, de tulipanes, jacintos, crocus, amarilis, ranúnculos, iris, anémonas y hasta de rosa de Jericó, que otra cosa no, pero yo la teoría la tenía muy clarita, y el jardín de mis sueños estaba perfectamente diseñado en mi imaginación, que otra cosa era doblar el espinazo y ensuciarme las manos, aunque me hubiera comprado unos guantes monísimos y una colección de herramientas que iban en los bolsillos del delantal), todos los bulbos, digo, que escribo frases tan largas que luego pierdo el hilo, todos los bulbos terminaron pudrirse en el cobertizo, porque mi madre, rencorosa como ella sola y además claramente dispuesta a que quedara bien patente que esa era otra más de mis volubles chifladuras, ni siquiera aprovechó en sus macetas.  
¡Hija de mi alma! ¡Cómo no vas a perder el hilo y cómo no vamos a perderlo los lectores con estos parrafitos!

Así que no avanzamos, llevamos ya algunos días con la novela y no hemos conseguido leer demasiadas páginas. No, no es una novela de fácil lectura, porque nos obliga a volver sobre nuestros pasos. Si en vez de estar leyendo una novela estuviera leyendo uno de esos documentos de mis compañeros de trabajo, bramaría en arameo y echaría pestes de la falta de habilidades comunicativas de muchos cerebritos. 

A pesar de ello, seguimos pasando páginas y eso algo quiere decir, porque a pesar de la sintaxis compleja, la novela se lee y se lee, y al descender casi a nivel de las palabras nos encontramos un lenguaje directo, coloquial, con una freseología actual que daría para hacer una tesis...

Un personaje le pide a otro en un momento de la novela cuando la comunicación cara a cara debe interrumpirse y debe seguir por escrito: 
Hazlo como si me escribieras una carta, dices, pero, pero una carta muy larga, que no es necesario terminar en un rato. Hazlo como si hablaras conmigo en la consulta, repites, no te preocupes por el estilo, ni por escribir bonito, simplemente como si hablaras...
«Dices», «repites», muletillas del lenguaje coloquial, de la forma de hablar que todos tenemos y que se cuelan en el texto dándole agilidad. Estamos ni más ni menos que ante una muestra más del lenguaje ordinario elevado de categoría, ese que ha consagrado a algunos grandes de la literatura, y no digo nombres, ni pongo ejemplos... Esa forma directa de comunicar no solo cuando las protagonistas entran en sus soliloquios o escriben en su diario, sino también cuando la narradora omnisciente toma el papel de esos otros personajes que no cuentan directamente su experiencia, sino a través de ella, de Laura Castañón, porque ahí la autora ha sabido también meterse en sus zapatos y expresarse como se expresarían ellos. 

Decía que en esta novela, a la que según mi parecer le sobran frases, la fraseología ocupa una buena parte, y ahí sí que no sobra más que lo que proporcionalmente sobraría si la novela fuera más reducida. No solo no elude Castañón las frases hechas, las expresiones fijas, sino que las utiliza de forma consciente y a veces hasta metalingüística: «dulce espera, dicen los cursis». Fórmulas que se repetían otrora y que la autora actualiza e incorpora al hilo de su discurso: «Ya me contarás qué ganas podía tener él de recibir una carta con cuatro frases (cuatro letras, que se decía como fórmula)».

Hay en la novela también un puñadito de refranes puestos sobre todo en boca de Valeria, una distinguida anciana, y a los que quizá dediquemos otra entrada, ya que es uno de los objetivos de este blog, hablar de refranes. Los refranes son cosa de viejos, las generaciones más jóvenes recuerdan citas, frases célebres, letras de canciones, como aquella que inmortalizaron Albano y Romina Power: «y que si un beso en la calle y otro en el cine, la felicidad, y el trago de vino que hace camino al andar,o como fuera, que ya no me acuerdo bien, la felicidad...». 

Emma siempre tiene una canción rondándole por la cabeza, una canción con la que termina sus entradas en el diario, una canción para rematar el día, cuyas letras no son muy fáciles de recordar, por lo que sin duda ha hecho la autora un esfuerzo de documentación adicional. Eso, o bien ha tirado simplemente de su propio archivo para reflejar los gustos de una generación que a juzgar por los resultados se inclinaba más por los gustos de la generación anterior, la de la propia autora, que los que pertenecerían a esa generación de mujeres en la treintena rondando la cuarentena que nos quiere retratar. 

Antes de terminar este comentario dedicado a la parte externa de la novela, tiempo habrá de dedicarnos a la interna, quiero destacar el uso acertado de asturianismos de los que se ha servido la autora. Sin duda colaboran a crear ambiente, un ambiente húmedo, gris, con la luz del atardecer reflejándose en los charcos, en las salpicaduras léxicas esparcidas aquí y acullá. 

Y como suele hacer el compañero de lecturas Pancho, yo también termino con un vídeo.

Colaboración para el club de lectura La Acequia.

lunes, 13 de noviembre de 2017

Número 177. De apellido notorio, Tenorio

Nos invita el profesor Ojeda, que con diestra mano guía el club de lectura La Acequia, a hacer un paréntesis en nuestras lecturas y dedicarle unas líneas a Don Juan Tenorio, la universal obra de don José Zorrilla, en cuyo bicentenario andamos. 

El colega de lecturas, Paco Cuesta, lo ha dicho ya casi todo: nos gusta esta obra porque es puro teatro, así que en primer lugar, y con ayuda de la Wikipedia, que tiene una estupenda entrada sobre esta obra, intentaré hilar alguno de mis recuerdos. 

Posiblemente mi primera experiencia teatral fuera en el Español en 1968, ya que tengo clara la imagen de José Luis Pellicena y de una jovencísima Ana Belén, pues ambos daban muy bien en escena.

Recuerdo también otra representación, pero aquí sí que no puedo precisarla, en el que el escenario se inundaba de luz y color. En el primer acto, don Luis y don Juan medían y pesaban sentados en los extremos de un balancín colocado sobre un cubillo en la famosa Hostería del Laurel: 
Yo a los palacios subí,
yo a las cabañas bajé,
yo los claustros escalé
y en todas partes dejé
memoria amarga de mí. 
La fraseología de Tenorio, creo que poco estudiada, ha ido dejando su huella en el habla de todo español que se precie. ¿Quién no lleva en su memoria alguno de los versos más conocidos y lo saca a colación cuando la ocasión invita a ello?

Recuerdo también el año en que Armando Calvo y Elisa Ramírez pusieron el cuerpo y la voz a don Juan y a doña Inés. Larra, fino crítico teatral, ya se lamentaba de los actores que debido a su edad «no daban el papel». Don Armando, que había hecho el papel en numerosas ocasiones, se sabía el texto de corrido y lo declamaba con magisterio, pero lamentablemente su físico no le permitió coger al vuelo a una doña Inés desmayada en sus brazos, y la actriz tuvo que pasar los suyos por el cuello del galán y casi arrastrarlo en el mutis de la escena IV del acto tercero.

Brígida siempre me ha parecido un gran personaje. De hecho si a mí, como a las grandes actrices, me hubieran preguntado en un tiempo qué papel me hubiera gustado hacer, nada de Ofelias, yo hubiera querido interpretar a Brígida, y decir con acento pícaro aquello de:
Vendrá en verso, y será un ripio
que traerá la poesía.  
¿Y qué decir de la escena más popular, la escena del sofá? Ahí reconozco que la televisión, con la posibilidad de los primeros planos, hizo mucho por darnos cada vez una escena diferente. 


ventanales geminados sobre pared blanca y repecho entrelazado. Uno de los ventanales está abierto y en el cristal del otro se refleja un edificio


Y allí, en la quinta de don Juan, con el Guadalquivir como testigo tras los ventanales: 
¿No es cierto, ángel de amor,
que en esta apartada orilla
más pura la luna brilla
y se respira mejor?
Que me perdone la Zayas, que no me extraña que, coetánea de don Luis y don Juan, aconsejara a las mujeres apartarse del mundo, pero más de una vez he deseado que de pronto la historia cambiase, que el Comendador perdonara a don Juan, que él y doña Inés se casaran, fueran felices y comieran perdices...

¡Ay! Ni tan siquiera las paredes del convento protegían a aquellas infelices mujeres, que quedaban reducidas a mera moneda en mano de los hombres.¡Pobre doña Inés, pobre doña Ana de Pantoja, pobres todas!

¿Y si don Juan fuera mujer?

Alguna imitación burlesca ya apareció en el propio siglo de XIX de la obra de más éxito del teatro español. ¿Te atreves a echarle un ojo a Doña Juana Tenorio? La escribió un hombre. 

Volvemos al principio, por encima de todo y del propio texto, Don Juan es sobre todo puro teatro. 

martes, 31 de octubre de 2017

Número 176. Annika Kaunda

Mi primera incursión en la narrativa de Susana Martín Gijón, con su novela experimental Pensión Salamanca, me dejó, aun dentro de la prudencia, un buen sabor de boca y un firme propósito de conocer mejor a esta autora. 

Ahora, un año después vuelvo a la última de las novelas largas de la saga protagonizada por la oficial de policía Annika Kaunda, Vino y pólvora. No he podido hacer mejor elección. 

Aunque en esta novela conviven tramas paralelas que nos llevan al pasado y al futuro de Annika, digamos que la acción principal transcurre en Extremadura, en Mérida, donde ejerce como oficial de policía, y en algunos pueblos limítrofes, con alguna excursión fuera de la región por exigencias del guión, pero sin que ello incida notablemente en la novela en sí. 


Estatua de un hombre que porta una cesta con uvas.
Monumento al vendimiador en Almendralejo
El título ya nos pone en antecedentes de que la acción se va a desarrollar en el mundo del vino y las bodegas, en la Ribera del Guadiana, región vitivinícola que bien merece ese reconocimiento. El muerto es un bodeguero importante, pero para complicar más la situación, una niña rumana, cuya familia trabajaba en la vendimia, ha desaparecido. La intriga está servida. 

Pese a los esfuerzos realizados por la autora para darnos unas pinceladas sobre el complejo mundo del vino y su cultura, digamos de entrada que esto no es lo mejor de la novela. Si queréis saber sobre ello buscaos una buena guía o haced enoturismo, que no faltarán oportunidades, pero no busquéis saber más sobre retrogusto, los racimos en su punto, o si una gran marca ocupa a mucha gente o es todo fachada, leyendo esta novela, los valores literarios están en otra parte.

Sentado esto, para mí el valor principal está en el personaje principal, y soy consciente de no ser nada original, pues otras alabanzas me han precedido.  Annika Kaunda, oficial de 35 años, emparejada con un periodista, Bruno, madre adoptiva de una niña pequeña, Celia, forman una típica familia joven de clase media en estos tiempos, pues no falta el perro, Wolf, un labrador en el conjunto. 

Annika Kaunda corre por el parque y pasea a su perro puntualmente, va al supermercado cuando la nevera está a punto de entrar en pánico, y echa mano de la comida preparada cuando no hay otra. Como muchos españoles, come muchos días fuera por razones de trabajo, sale alguna vez al cine con una amiga, o se entretiene en juegos de mesa en las tardes de invierno junto a su pareja y su hija. Sueña con unas vacaciones tranquilas en la playa con aquellos que quiere atiborrándose de pizzas y helados, pero como ocurre también en estos tiempos, el trabajo se interpone y te hace interrumpir abruptamente tus merecidas vacaciones. A Annika no la llama un jefe desbordado, la llaman sus propios compañeros, y Annika no puede o no sabe negarse, y esto es algo que me suena. 

Aunque no hayamos leído ninguna de las otras novelas, esta es clave para entender de dónde viene Annika, por qué ese nombre y en parte cómo ha llegado a ser oficial de policía. Annika, española desde los siete años, nació en Namibia y por supuesto, aparte de guapa, es negra, aunque el color de su piel, al que no faltan alusiones, sea denominado con distintos circunloquios, africana, de color,....  salvo cuando tienen que insultarla, que entonces se convierte en una negrata

No es solo su raza y ese exótico nombre lo que hace de Annika una chica diferente, una chica con personalidad, son esas vivencias traumáticas en su lejano pueblo y la estancia en el centro de acogida emeritense, al que llegó después de haber sobrevivido a una matanza en su aldea. En ese centro ha vivido desde los siete a los dieciséis años. Con el único bagaje de su juventud y una férrea voluntad, Annika va haciéndose una mujer de fuerte personalidad. Una chica de hoy pero muy distinta. Todo un hallazgo. 

Una preocupación más allá del trabajo, de resolver casos difíciles de violencia contra las mujeres entre otros, ocupa la existencia de Annika, el proporcionarle a su hija adoptiva, Celia, una vida de cariño y atenciones, sin los que ella tuvo que crecer. Annika es humana, terriblemente humana. 

Como de carne y hueso son todos los demás personajes de esta novela, casi coral, retrato bastante acertado de un sector de la sociedad extremeña y por extensión de la España de hoy día. 

Porque en esta novela pasan ante nuestros ojos no solo los héroes o los villanos, sino también esa gente corriente que trabaja en una comisaría, o que destaca en la profesión desde un puesto cómodo, vocacional y envidiable. Pasan también las limpiadoras y las jóvenes empleadas de mantenimiento, las familias monoparentales, los solteros centrados en su trabajo o simplemente en pasar la vida, los ligones a la primera copa, los eternos opositores a conseguir una plaza fija... Y junto a ellos, las inmigrantes víctimas de las redes, que intentan rehacer su vida, los inmigrantes ilegales trashumantes, que van dejando tras sí «los restos del naufragio». 

Son vidas que luchan cada día por conseguir un poquito de ese mundo mejor que saben que existe, que está ahí fuera, más allá de esa urbanización cuyas calles son todo un homenaje al feminismo, Amelia Valcárcel. ¿sabemos quién es esta pensadora? Debajo de cada placa debería venir un pequeño currículo para enseñarnos por qué están ahí, pero en cualquier caso está bien que estos nombres reales salgan a colación en las novelas.



Título: Vino y pólvora
Autor: Susana Martín Gijón
Editorial: Anantes
Año de publicación: marzo de 2016
ISBN: 978- 84-944814-1-3

domingo, 22 de octubre de 2017

Número 175. La sirena de Gibraltar

Cuando en las frías mañanas de los años 70 mi padre y yo, camino de nuestros trabajos, pasábamos en autobús por delante de La sirena varada, mi padre, marino de profesión, desplegaba siempre el mismo o parecido discurso de reprobación: 
¿La sirena? ¿Eso es una sirena? Una sirena es una señorita con cola de pez, pero ¿eso una sirena?
Esta nueva sirena de Gibraltar aparece en Madrid ahogada en el Manzanares y como la de Chillida tiene un bloque de cemento por cola. Y hasta aquí leeré del argumento, pero no faltan en la red recensiones y resúmenes de esta novela que toca leer en el club La Acequia

Fotografía de La sirena varada de Chillida en el Museo de la Castellana

Chillida: La sirena varada (Fuente: Wikipedia)
Estamos ante una novela de corte clásico, se ha cometido un crimen y hay que resolverlo. El interés, bien dosificado, atrapa al lector que pasa con avidez las páginas de letra grande, aprovechando los viajes en metro. 

No le vamos a negar ese mérito, la novela cumple con le promete hasta el capítulo final, pero al llegar a ese punto todo empieza a verse un poco más claro y del bosque descendemos a los árboles: El análisis de personajes y lenguaje nos dará algunas claves.  

La mujer de mediana edad, y de la que no tardaremos muchas páginas en saber su nombre y sus circunstancias, no es una cortina de humo para distraer al lector, y si acaso al detective con más conchas que un galápago. No, sencillamente es un personaje que se le ha escapado al autor, un personaje que enseguida ha mostrado la suficiente personalidad como para no saber qué hacer con él. No es una falsa pista, es algo que al autor se le escapó, por mucho que intentara cortarle abruptamente las alas. 

¿Qué podemos decir de los otros personajes? Se mueven entre el cómic y el thriller y nos lleva a recordar a aquel equipo televisivo de mercenarios, el Equipo A, transportados a un Madrid donde a pesar de estar en el 2013 no vemos aparecer la crisis que a todos nos mordía y todavía nos muerde. A Jandro, que nos cae simpático, solo le faltan unos cuantos oros al cuello. El cerebro está bien instalado nada menos que en un ático de Serrano. Quizá nos falte el loco con certificado, aunque ese Hernández que completa el cuadro de los mosqueteros, y al que solo conocemos por teléfono, podría cumplir el papel en próximas entregas, es sin duda una carta que se ha guardado el autor, porque según dicen los entendidos esta novela es solo el principio. 

Juan Torca, el protagonista, compadre de sus compadres, parece sacado de una película de acción: casi inmortal, más cerca de los 60 que de los 50, se conserva en forma a fuerza de carreras por el Retiro, defiende a inmigrantes vejadas por niñatos nazis y persigue y vence malos cabalgando lo mismo en una Harley que en un coche alquilado que por supuesto destroza. Además no hay mujer, no hay mujer joven, sobre todo joven, que —puesto en lenguaje de taxista, de lo que hablaremos enseguida— no pierda las bragas ante sus encantos. ¡Por favor! A ver, la plana de actores macizos ya entrados en años, pónganse en fila, que se anuncia película y pueden tener papel con pibones como compañeras de reparto. 

A Juan Torca le gusta comer bien, en plan casero, pero es un poco inútil en la cocina, deficiencia que suple con el conocimiento de los mejores restaurantes de menú del centro. Hay algo que le honra y mucho, sobre todo siendo burgalés de Burgos, como el autor: bebe Ribera del Duero, y a los que les extrañe esta afirmación mía, que no se asusten: en Burgos capital hasta ayer, y digo esto en plan esperanzador, lo que te ofrecían por todas partes era Rioja. En cualquier caso en cuestiones gastronómicas, algo imprescindible hoy en una novela, Juan Torca se queda lejos de Carvalho y Montalbano, por mencionar dos clásicos del género.  

Dejemos a los protagonistas y hablemos de lengua. Para aquellos que tenemos cierta fijación por el lenguaje popular, la fraseología y otras yerbas, esta novela podría ser un filón, pero en realidad no llega a pasar ese listón por el que los buenos autores hacen de esa forma de hablar popular literatura. El estilo es directo pero es vulgar —apliquénse todas las acepciones de la palabra—, no solo cuando hablan los personajes, algo que tendría lógica, sino también cuando habla ese narrador omnisciente que se pone demasiadas veces a la altura de los personajes. ¿Demasiado diálogo? Esto no tiene por qué ser un defecto, pero escasean los remansos que dan un respiro al lector y ayudan a modelar los personajes. Definitivamente Torca es un hombre de acción, de demasiada acción. 

Reconozco que me ha gustado ver una expresión en boca de Jandro, de ese tiarrón vestido de negro, al que me puedo imaginar sacando al hombro canastos enormes con la frente chorreando sudor y el hombro manchado de barro y mosto: pasarlas más putas que en vendimia

El autor escribe vendimia en singular, y a mí me deja pensando, porque para mí las vendimias siempre fueron plurales, incluido ese dicho tan conocido en tierras de vinos. 

Sí, también hay algún refrán, alguno incluso disimulado, aunque no estoy del todo segura de que este pasara por la mente del autor cuando escribe: 
Desde la primera copa había intuido que esta vez iba a morir ahogado en la orilla, sin lograr el objetivo. En cinco días había avanzado mucho: había descubierto todo o casi todo, pero no había logrado nada. 
Nadar, nadar y a la orilla ahogar, decía ya el marqués de Santillana.

La natación en la novela tiene su importancia, como puede adivinarse ya desde el título, y antes de cerrar el comentario deberemos hacer referencia a la otra voz de la novela, la de Maddi Cruz, llanita, educada en Londres, pulverizadora de récords de natación, profesora de gimnasia, que increíblemente escribe diarios en cuadernos de papel con bolígrafo azul ¡y en español!:
But English ist my first language. I'm very proud of that,
le dice Maddie a Juan Torca en un momento de aproximación física y emocional. A pesar de ello, la chica a la hora de confiarse a un diario que nadie, solo ella años después va a leer, se expresa en español. ¿No podría haber recurrido el autor a algún pequeño truco a alguna convención al uso para salvar este detalle? Bueno, qué más da que la chica escriba en español o en inglés, tenga acento andaluz o no se le note, el caso es que escribe y eso permite dar algunas claves al caso e incluso resolver el misterio.

¿Cómo es el lenguaje de Maddie? ¿Cómo interpreta este autor burgalés nacido en los 70 a una andaluza internacional, 20 años más joven que él? Todos hemos sentido la tentación de aproximarnos, de meternos en la piel de las generaciones que nos siguen alguna vez. 

Maddie en detalle puede parecernos equilibrada, lógica, razonable, previsible dadas las circunstancias, pero vista en su conjunto se queda corta, infantil, vulnerable, confiada..., no termina de pegarle este perfil a una chica que se cruza el Estrecho a nado por mucho que queramos tener en cuenta los hechos que la rodean. La añoranza de Maddie por sus hermanas resulta demasiado melodramática, repetitiva, aunque gana en los momentos narrativos: entre sollozos, entre hipos, entrecortada, Maddie sabe transmitirnos con naturalidad su drama. Apuntemos este tanto en el marcador del autor.

En cualquier caso no nos engañemos, Maddie está ya descrita, predestinada, desde el momento en que ese narrador omnisciente nos presenta al personaje, desde ese momento, la mayoría de las páginas de su meticuloso diario son mera paja... 

... y dejo al curioso lector que busque las claves en ese pasaje en que se nos presenta al personaje.

lunes, 16 de octubre de 2017

Número 174 María de Zayas. Tretas y contratretas

En los Desengaños amorosos, María Zayas hace subir sucesivamente al estrado a sus amigas y compañeras para que, ante una audiencia mixta, relaten, en forma más o menos novelada, sucesos «basados en hechos reales», que diríamos en lenguaje televisivo de sobremesa.

Su propósito no es otro que dejar patente la mala condición de los varones, que parecen haber venido a este mundo con el único fin de buscar la perdición de las mujeres. Así que, amigas, estén atentas y no se dejen embaucar por ellos y tengan preparadas sus armas, pues el enemigo acecha.

Ha procurado la autora refinar y elaborar más el lenguaje en esta segunda parte de sus novelas. Fruto quizá de esta mayor elaboración, son una serie de sentencias de carácter proverbial, que doña María parece dar por buenas, aunque tiene la elegancia literaria de incorporarlas a su propio discurso y disimularlas en él. 
Cuatro mujeres ataviadas con trajes medievales
Las amigas de la Zayas
Tomemos como ejemplo esta doble afirmación puesta en boca de una de las narradoras, pues en no pocas ocasiones estas intervienen activamente en lo que están contando para exponer su criterio moral acerca de lo sucedido, o bien para anticipar lo que va a suceder.
Partió con su deseo, prometiéndola correspondencia, porque él amaba, según decía, el alma y no el cuerpo. A dos leguas no se le acordó más de tal amor. Mas ella, que, cuerda, conocía el achaque no había caminado una, cuando ya lo tenía olvidado; porque a la treta armar la contratreta, que de cosario a cosario no hay que temer.
A la treta armar la contratreta no es propiamente un refrán, al menos no está registrado como tal en las recopilaciones coetáneas ni posteriores, pero encontramos el pensamiento muy presente y casi con esa misma fórmula en numerosas obras de su tiempo. Doña María está expresando esa idea de forma concisa y sapiencial, es decir nos está brindando un nuevo refrán, que bien podría incorporarse a los refraneros. 

En un fragmento de las memorias de un tal Felipe de Comines (Memorias de Felipe de Comines, señor de Argentón, 1643 [Google]) encontramos casi la misma circunstancia y palabras:
Pero cuando las Damas quieren todo se facilita y descifra fácil y presto: porque no hay treta tan cautelosa, que prevista no tenga su contratreta. 
Hermanas, estad prevenidas, usad esas armas y astucias que poseéis, pues los hombres las conocen y no dudarán en echároslas en cara. 

De tretas y contratretas abundan las obras de enredo de nuestro teatro clásico, por no hablar de otras novelas y obras en prosa de su tiempo. De tretas y contratretas, muchas de ellas puestas en forma sapiencial, nos habla la obra de Gracián, del que Blecua (Sobre el rigor poético en España y otros ensayos. Ariel, 1977: 139) dice: 
Toda su obra girará alrededor de unos temas cuya finalidad es la misma: advertir para triunfar: educar el genio con el ingenio; hacer un discreto, un héroe, un político, o bien ensañar a caminar por el mundo salvando la treta con la contratreta, la cifra con la contracifra.
Esta es sin duda la intención de la Zayas a la hora de escribir sus novelas, no solo entretener, no solo pasar el rato, sino advertir a las mujeres de los peligros que las esperan si confían demasiado en los hombres. Y para defenderse qué mejor que ponerse en su mismo plano, pues de cosario a cosario no hay nada que temer. 

De cosario a cosario no se pierden sino los barriles es refrán que está ya en las primeras colecciones castellanas (Santillana) y en La Celestina, y es glosado por Sebastián de Horozco, para terminar dando título a una comedia de Lope de Vega. 

Antes de continuar conviene aclarar que un cosario, que no hay que confundir con corsario, aunque tengan el mismo origen, es una persona que se dedica a transportar cosas o personas de un lugar a otro. Es decir, es lo que en lenguaje moderno llamaríamos transportista

El sentido del refrán es que entre personas del mismo oficio, de la misma condición, suele haber buenas relaciones, por lo que nada hay que temer. Refranes sinónimos son De barbero a barbero no pasa dinero, Entre sastres no se pagan las hechuras, o el más moderno Entre bomberos no se pisan la manguera, todos ellos con el sentido de la colaboración entre iguales. Las mujeres que aparecen en las novelas de la Zayas no siempre se dejan achantar por los hombres, como es el caso del ejemplo. 

Quedémonos en el siglo XVI con la glosa de Sebastián de Horozco en su Teatro universal de proverbios para mejor entender la afirmación de la Zayas: 
El hombre que a otros popa
acontece que algún rato
jugando a daca la ropa
cuando no se cata topa
con horma de su zapato.
Así que le es necesario
ser un Héctor, o un Aquiles
por do se dice ordinario
que de cosario a cosario
no van sino los barriles. 

Referencias 

  • Horozco, Sebastián de (1986): Teatro universal de proverbios. José Luis Alonso Hernández (ed.). Universidad de Salamanca.
Comentario para el club de lectura La Acequia.

martes, 10 de octubre de 2017

Número 173. Son del mismo vientre, pero no del mismo temple

Esta entrada va dedicada al Miri,
por sus 71 años de bonhomía

Decía la paremióloga finlandesa Liisa Granbon-Herranen, en un trabajo que no voy a citar porque este no es un trabajo académico, que en lo que se refiere a los refranes solemos recordar, en aquellos que no son más comunes, no solo el refrán en sí, sino las circunstancias en las que lo oímos por primera vez y quién fue la persona que nos lo dijo. 

Eso me pasa a mí cuando en según que contextos me sale aquel de A la mejor puta se le escapa un pedo, en lugar del más común por estos lares El mejor escribano echa un borrón o Al mejor cazador se le escapa una liebre, o paloma, según la zona del planeta en la que estemos. 

Aunque todos signifiquen lo mismo, es decir aunque todos procedan del mismo vientre de la sabiduría popular, es claro que todos no tienen el mismo temple, y que por lo tanto la pragmática exige que no todos sean intercambiables en cualquier lugar. 

El contexto en el que le oí al Miri ese refrán no podía ser otro que el de una de sus muchas broncas amables cuando hacíamos cualquier burrada de noche, y por la mañana los bytes se nos habían atascado en algunos de los canales que llevaban a la unidad central y sudábamos tinta china para desatascar aquello y que todo fluyera como debía. Ya se sabe que lo que de noche se hace, de día se ve. 

De su CPU nos hablaba ayer Miri en una comida de amigos y colegas —«¡qué distintos somos y cuánto nos une!», me comentaba después Maricarmen— en ese tono de humor y esa jerga que todos entendíamos: «... y después te hacen IPL...» y me acordé del refrán, aunque afortunadamente ningún profesional marrara esta vez y no había borrones en la cuenta. 

Ayer, además Miri me regaló otro refrán, el refrán de cabecera, y por si acaso la memoria me falla le dedico estas líneas, a él y al refrán.

«No colecciono refranes, los estudio», suelo decir en algunas ocasiones, no sin cierta petulancia, cuando alguno de mis informantes me pregunta si «tengo» determinado refrán. No, no tengo una bolsa con ellos, me gusta anotarlos, contextos incluidos, y después estudiarlos y tratar de saber algo más y si la ocasión se presenta compartirlo en este blog, ¡claro que sí!

Pues bien, ayer hablábamos de las diferencias entre hermanos, normalmente de las diferencias que hay entre nuestros hijos, y eso que los hemos hecho a todos con el mismo cariñito, y fue cuando  Miri dijo que su abuela decía un refrán: son todos del mismo vientre... La segunda parte, con su rima obligada, se resistía. Prometí investigarlo, pero antes de que nos despidiéramos él recordó la segunda parte y yo me apresuré a anotarla.

No, no estamos ante un refrán fácil de recordar, porque la palabra temple no es que se use mucho hoy en día, así que de entrada recordemos su significado: 
temple
De templar. 5. m. Disposición apacible o alterada del cuerpo o del humor de una persona.
6. m. Fortaleza enérgica y valentía serena para afrontar las dificultades y los riesgos. 
Tenemos que irnos a las acepciones 5 y 6 de la definición  del DRAE, para encontrar aquellas que puedan cuadrar en nuestro refrán. Aunque no disuenan, parece que la voluntad de encontrar una rima se ha impuesto, pero ¿siempre fue así?

Empezaremos por ver cómo ha sobrevivido este refrán entre los sefardíes, según lo que recoge Cantera Ruiz de Urbina (2004: 338):
  • Siento de un vientre, cada uno de su miente
  • Todos de una vientre y cada una a su modo
  • Todos de una vientre, y no de un pareser
El propio Cantera nos da unos cuantos equivalentes en español y en francés. Parece que la idea es antigua, viene de lejos y es compartida por las otras lenguas romances, pues también encontramos distintas variantes en catalán.

En castellano lo encontramos ya en el Seniloquium (p. 338), donde se le añade una glosa que remite directamente a la Biblia:
463. Son hermanos de un vientre, mas no de una miente.

Escribe en efecto, Agustín en Sobre Juan que los malos y los buenos se generan entre los buenos y que entre los malvados hay gente buena y mala. Incluso en el vientre de Rebeca y también fuera habitaban Esaú y Jacob. 
Miente, 'pensamiento', es palabra hoy en desuso, aunque se conserva en la locución Venir a las mientes, 'venir al pensamiento'.

El refrán con distintas variantes siguió apareciendo en las distintas colecciones (Hernán Núñez, Vallés, Correas, DRAE...) hasta nuestros días, donde se mantienen las distintas posibilidades, no pudiendo decir que haya una preferida ni prevalente, aunque todas procuren mantener esa rima que se escabulle de las mientes.

Tabla con dulces florones
De la misma masa, hechos por las mimas manos. No hay dos iguales


Notas

CPU: Sigla de Central Processing Unit: unidad central de proceso, motor, de un ordenador.
IPL: Sigla de Initial Program Load: carga del programa inicial, es decir arrancar el ordenador, ponerlo en marcha de nuevo. 

Bibliografía

  • Campos, Juana G. y Barella, Ana (1993 = 1996): Diccionario de refranes. Madrid: Espasa Calpe.
  • Cantera Ortiz de Urbina, Jesús (2004): Diccionario Akal del refranero sefardí. Madrid: Ediciones Akal.
  • Cantera Ortiz de Urbina, Jesús (2012): Diccionario Akal del refranero español. Madrid: Ediciones Akal.
  • Correas, Gonzalo (1627 = 2001): Vocabulario de refranes y frases proverbiales, ed. Louis Combet, revisada por R. Jammes y M. Mir, Madrid: Castalia. Nueva Biblioteca de Erudición y Crítica, 19.
  • García de Castro, Diego (2006): Seniloquium. Fernando Cantalapiedra y Juan Moreno (eds.). Publicaciones de la Universidad de Valencia.
  • Iribarren, José María (1952): Vocabulario navarro. Pamplona: Editorial Gómez.
  • Iribarren, José María (1994): El porqué de los dichos. Pamplona: Gobierno de Navarra. 6.ª ed. 
  • Núñez, Hernán (1555 = 2001): Refranes y proverbios en romance. Edición crítica de Louis Combet, Julia Sevilla, Germán Conde y Josep Guia. Madrid: Guillermo Blázquez, Editor; 2 vols.
  • Vallés, Mosén Pedro (1549 = 2003): Libro de refranes y sentencias de Mosé Pedro Vallés. Ed. de Jesús Cantera Ortiz de Urbina y Julia Sevilla Muñoz. Madrid: Guillermo Blázquez, Editor.

miércoles, 4 de octubre de 2017

Número 172. María Zayas o el que quiero no me quiere...

Para comentar a María Zayas, autora con la que iniciamos este año el curso en el club de lectura La Acequia, dejo a un lado de ir a los libros de consulta a ver qué comentaban sobre ella los estudiosos de las historias literarias, y en vez de ello me sitúo ante una de las puertas del tiempo, ataviada como más cercana a ella puedo encontrarme, dispuesta a retroceder algunos años a ver, si de esta guisa, consigo captar el espíritu de sus novelas. 

Una foto mía de hace diez años ataviada con un traje seudomedieval naranja y ante una puerta vieja de una casa antigua

Decía que vencía la tentación de ir a ver lo que en su momento me contaron de ella, entre otras razones porque preferencias de mis profesores aparte, tanto en el bachillerato como en la carrera, nadie me habló nunca de semejante dama.  Parece que solo los principales autores, por supuesto varones, son dignos de llegar a las aulas, pero algo se les debió escapar por algún lado a alguien, porque una calle en mi barrio la recuerda, y aunque solo sea por eso, por pasar por ella no pocos días, es nombre que sonaba en mi cabeza.

De la ausencia de mujeres en las lecciones académicas se sigue lamentando al día de hoy la joven filóloga Alba Lara en este oportuno artículo. A remediarlo, aunque sea en parte, parece que quiere ayudar la mismísima Biblioteca Nacional con el lanzamiento de una editatona dedicada a las escritoras. A los que pasáis por este blog os rogaría que no perdáis la ocasión: dar visibilidad a las mujeres escritoras es tarea de todos y no podemos demorarla. 

María de Zayas fue una señora que allá por el siglo XVII escribía, y no solo escribía, sino que incluso publicaba, y con su pelín de ironía y quizás de mala leche, así lo recuerda en las primeras líneas de sus Novelas amorosas y ejemplares, dirigiéndose a un lector mío, que por el contexto apreciamos enseguida que no se trata de un masculino genérico, sino que va directamene a los varones, que aunque elogiaran a doña María —probablemente más por posición social que por reconocimiento sincero— seguían manteniendo sus dudas acerca de si las mujeres eran capaces o no de llevar a cabo ciertas tareas. 
Quién duda, lector mío, que te causará admiración que una mujer tenga despejo no solo para escribir un libro, sino para darle a la estampa, que es el crisol donde se averigua la limpieza de los ingenios.
Nada más atravesar la puerta del tiempo, o si gustáis nada más adentrarme en estas novelas que nos dejó doña María, me encuentro con mis amigas, también ataviadas a su modo, alegres, ofreciendo en un puestecillo de mercado, pues hoy tenemos fiestas y ferias en la localidad, el fruto de su propio ingenio, que ha llegado a ellas de abuelas a madres, y de madres y tías a hijas, en largas noches de cocina, o de brasero y estrado si lo preferís así. 

Puesto de rosquillas en mercado medieval con mujeres ataviadas a la antigua

Y a comentar con ellas voy estas maravillas, pues es sabido que en aquel siglo donde vivíamos nuestra distracción principal era leer y hablar, aunque las comedias de la época, e incluso nuestras propias novelas, se empeñan en pintarnos esperando a los hombres, que parece que toda nuestra vida no tiene sentido sin ellos. 

Ni las comedias ni las novelas dicen toda la verdad, pues en realidad nuestra mejor distracción era hacer rosquillas y otras frutas de sartén, que si lo pensáis bien, es más o menos lo mismo que escribir novelas, pues todo consiste en mezclar bien los ingredientes, ponerles alguna gotita de novedad y otro poco de picardía, y a eso vamos. 

—Ya te dije, hermana, que le ponías demasiado anís, y además se nota que es barato, vamos, que no has buscado mucho en tu despensa literaria.

—Ya quedamos en hacerlas con lo que teníamos, que lo suyo era divertirnos un rato.  

—Pues a mí buenas me saben, y ya llevamos vendidas varias cajas, así que señal que gustan.

—No me gustan las rosquillas, siempre la misma masa, amores y desamores, y a este quiero, pero este me dan...

—¿Y qué quieres? ¿Hacer las rosquillas sin harina ni huevo?

—Pues digáis lo que digáis, donde estén las orejuelas y los florones...

—¿Y las masas que echamos a perder en esos intentos? Quita, quita.

—Lo mejor es hacer las rosquillas y con la receta de siempre, que esa ya sabemos que es segura, que nosotras no hemos ido a ninguna Alta Escuela de Cocina, como han ido ellos, que nosotras lo que hemos visto en casa. 

—Lo nuestro gusta más porque es lo auténtico.

—¡Qué dices! Si la receta que hacemos ahora se la copiamos a aquel cocinero del rey...

—Solo que con más anís, y yo os digo que tanto anís empalaga.

—Las nuestras son artesanas y naturales. 

—Eso porque no te dejamos echar aquel componente secreto...

—Reconoced, por lo menos, que alguna se os quemó en la sartén.

—¡Pues bien que te las estás comiendo, hermana!

—Es que en algo nos tenemos que entretener.






martes, 19 de septiembre de 2017

Número 171. Retahílas: las piedras del saco

Unos libros llevan a otros y yo llegué a este de Carmen Martín Gaite totalmente de rebote. 

¡Me ha encantado!

Y me ha sorprendido por responder a un tema muy actual: la comunicación. La necesidad de decir, de hablar, de comunicar, pero sobre todo de comunicarse. 

Empecemos por la anécdota, el pretexto, que no es ni de lejos lo mejor de la novela, sino quizá su único punto flaco. 

Una anciana centenaria, con ese sexto sentido que parecen tener todos los moribundos en las novelas, siente llegar sus últimas horas. Aún con genio, organiza ella misma, con ayuda de una nieta, su marcha al pueblo donde quiere morir. Va con ellas un baúl, que es el desencadenante de toda una serie de recuerdos. 

La nieta, Eulalia, es una mujer de cuarenta y cinco años, independiente, pero en pleno bache existencial. Llegan al pueblo en ambulancia y Eulalia, espantada por la proximidad de la muerte, huye al monte próximo por donde paseaba de niña, dejando a la abuela al cuidado de una extraña doméstica, en la que enseguida adivinamos que es algo más que una simple criada. Perdida en el monte, se encuentra un caballo, negro, salvaje, desbocado, que le trae oscuros presagios. 

En la casa, el telegrama que ha mandado con las malas noticias a casa de su hermano, ve que ha tenido respuesta en su sobrino, Germán, que se ha recorrido media España de este a oeste, de avión en avión, para estar en esos momentos al lado de su tía. 

Empiezan a hablar, a comunicarse, movidos por una fuerza casi sobrenatural, represada durante años. 




Eulalia desencadena una serie de declaraciones, de reflexiones, de viajes al interior y al exterior, sin solución de continuidad, enhebrando unos hilos con otros, en una estructura de párrafos inmensos en los que muchas veces ni tan siquiera las pausas que marcan los puntos aparecen, pero las pausas se hacen, porque el viaje intimista de Eulalia es para leerlo y saborearlo despacio, pasando casi el dedo por las palabras, por las frases, por los sintagmas... 

Emplea Martín Gaite un lenguaje coloquial lleno de expresiones de andar por casa que, sin embargo, se engarzan con metáforas que explota en todos su matices, ese mundo marino que envuelve todo el cuarto monólogo de Eulalia, por ejemplo: 
—Perdidos andamos todos, hombre. Lo único que a veces puede despertar curiosidad es saber con respecto a qué brújula. Porque a lo largo de la vida no hace uno más que inventarse brújulas... 
Antes de perderse en el mar, quizá sea bueno buscar el cobijo de los muros de casa, por viejos que estos sean, para sentirse seguros allí y dejar salir los temores que queman dentro: 
Incluso, ya ves, puede que alguna vez le preguntara yo a mamá que era la ruina, es probable y me gusta imaginar a mamá que se lo pregunté y que ella buscó la palabra en el texto trayendo el dedo a la línea, como hacía siempre [...] Son como las arrugas de la cara las grietas de una casa, que existen cuando empiezan a importar. 


Es Retahílas un libro de orfandades, de soledades vividas en lo más íntimo, sin que apenas salgan por las grietas de los muros el más mínimo indicio de lo que se cuece en el interior. Hasta que algo hay que rompe el muro y los sentimientos afloran. Tía y sobrino, dos generaciones distintas, dos personas que más allá de los lazos de sangre nada tienen que ver, dos personajes que se han estado buscando durante buena parte de su vidas. 
Y fue pasando un tiempo que no calculo, veteado de cuando en cuando por aquellas tarjetas postales que mandabas desde lugares distintos, y poco a poco dejé de esperar aquel sobre abultado a mi nombre con la explicación que me debías; días y días, noches y más noches y nada, yo creciendo, acostumbrándome al saco de piedras, hay un refrán italiano que dice una amiga de Marga: «El saco de piedras se va acomodando por el camino», pues eso me pasaba a mí según llovía tiempo encima del reinado de Colette. 
No sé si existe ese refrán en italiano o es un invento de la Gaite, en cuya obra no abundan los refranes, pero en cualquier caso es una imagen muy bien traída, la metáfora del tiempo que todo lo cura, porque con el tiempo todo vuelve a su ser. 

Hay demasiadas muertes en esta novela en la que una anciana ha sobrevivido a algunos de sus descendientes... Muertes representadas en ese poderoso caballo negro que se le ha aparecido a Eulalia, y ante el que la mujer siente frío y siente pavor en esa madrugada del verano. 

«Mira a ver ante quién te desnudas, y no me refiero a quitarte la ropa», dice una frase que recorre Facebook, y estos dos personajes, quizá porque en el fondo son tan desconocidos como dos avatares en una red social, parecen encontrar el ambiente adecuado entre los muros de la vieja casa, mientras en un cuarto interior, separado por una pesada cortina, agoniza su abuela y bisabuela. Ninguno de los dos se atreve a entrar, solo Juana, ayudada por el alcohol, parece dispuesta a cumplir con ese deber cristiano de ayudar a los moribundos a pasar el tránsito. 

pintada en el suelo con una cita de O. Paz: "porque las desnudeces enlazadas saltan el tiempo y son invulnerables".


Eulalia, la mujer independiente que ha escandalizado con alguna de sus ideas, que no se ha detenido ante nada, que ha hecho su voluntad, de pronto se ve superada por la edad y por la muerte, por ese caballo de la Muerte que se se le ha aparecido. 

Germán nos deja la imagen del niño pijo, al que no le faltan amigos con los que divertirse, estancias en Londres, dinero en el bolsillo para ir y venir, novias, que se da cuenta, justo la noche anterior cuando pasea con una amigo por la playa, de lo importante que es hablar, coger el hilo de la propia vida...

Retahílas, una novela con tantos aciertos, a la que habrá que volver para saborear cómo Eulalia y Germán van acomodando a fuerza de reflexiones las piedras en el saco de sus vidas.