viernes, 30 de diciembre de 2022

Núm. 279. De nuevo por el Esgueva

La primera parada obligada es siempre Bahabón, porque no me puedo resistir a admirar el ábside, la torre y la escalera exterior de su iglesia. En el jardincillo junto a la carretera, enfrente del bar, pusieron durante años un hermoso nacimiento, que este año ya no estaba. Le eché de menos, pero la iglesia, su torre, y su ábside seguían allí, en una tarde gris y solitaria de finales de diciembre.

Iglesia de Bahabón
Iglesia de Bahabón de Esgueva

Los chopos que forman el túnel verde sobre la carretera en primavera y verano se muestran ahora desnudos, pero incluso así imponen y acogen con su gama de pardos y grises. 

Me salto Santibáñez, porque mi destino es llegar a Cabañes con la suficiente luz para darme una vuelta por el pueblo y encontrar a algún paisano con el que trabar conversación. Aparco en la plaza y empiezo a subir hacia la iglesia, un hombre se me cruza en la calle Real, y más por cortesía que por indicación, le pregunto si voy bien para la iglesia. Me dice que sí, que veré las escaleras enseguida y que un poco más allá también hay otro camino, pero que es... Entiendo que me quiere decir empinado, pero no dice empinado, sino algo entre pingado y un vocablo desconocido para mí.  

En el edificio del ayuntamiento, tres personas esperan su turno en la farmacia-botiquín sita en los bajos. 

 

Portada de la iglesia románica con arquivoltas y pequeño tejaroz
Iglesia de Cabañes de Esgueva - portada


Capitel con motivos animales

Yo sigo mi camino hacia la iglesia, que está cerrada con talanquera para proteger los bajos de las humedades. 


capitel con dos cabezas humanas y un ave con las alas desplegadasa


La portada es magnífica, con las arquivoltas bien conservadas y un pequeño tejaroz protegiendo la portada, puro románico. En un panel cercano encuentro una escueta explicación del templo. Está dedicado a San Martín de Tours.

Capitel con motivos vegetales
 

Saco fotos de los capiteles con el convencimiento de que nunca me van a salir con la perfección que logran los buenos fotógrafos, pero será la forma de recordar, cuando pase el tiempo, que están decorados con figuras vegetales y de animales.                                  

En la pared, al lado derecho de la puerta, hay también una escena esculpida, que según el panel informativo sería recuperada de una construcción anterior, representa a Sansón luchando con un león.    

Sansón luchando con el león

 

Casi enfrente de la puerta se abre la cancela que da entrada al viejo cementerio.

Respiro hondo, lleno de aire los pulmones y lo suelto despacio. El día está gris, pero la paz es inmensa. Vuelvo a respirar. Algunos tejados humean... 

Vista del pueblo desde lo alto de la iglesia
 

Desciendo hacia el centro del pueblo sin encontrarme un alma en el camino... Me vuelvo a mirar, desde abajo, la imponente silueta de la iglesia.

 

Iglesia de Cabañes de Esgueva vista desde abajo

Se oye el ruido de un camión y a mi altura para una furgoneta de reparto de cervezas. El conductor me pregunta si va bien al bar, y yo le respondo que no sé, que me estoy paseando. Sigue camino probablemente guiado por su instinto.

Piedra correspondiente al alfeizar de una ventana con la inscripción Año 1808

 

Yo sigo mi camino fijándome en casas, puertas, ventanas, inscripciones... Algunas casas en ruinas conservan unas puertas características, con talanquera adicional. Recuerdo haber visto ese tipo de puertas en la Sierra de Francia, pero no recuerdo haberlas visto en la zona, y me pregunto cómo llamarán los naturales a esas puertas.

 

Puerta vieja con una talanquera delante

El sonido de las cajas al descargarse me anuncia que estoy cerca del bar, y llego a una plazoleta con un pino y un belén. A un lado, me llama la atención un edificio que parece nuevo y una pequeña cristalera. ¿Estaré ante una ermita habilitada para los oficios de invierno? No recuerdo ermita en el casco de Cabañes, pero para mi suerte la puerta está abierta y me cuelo. Estoy ante el centro cívico inaugurado el año anterior, y nada más abrir la puerta me doy cuenta de que estoy en un antiguo lagar rehabilitado.

Abajo, la gran piedra y el husillo, a un lado los aseos, al fondo una salita. Unas escaleras de madera me animan a subir al piso superior donde se oye que hay gente. 

Arriba, Rocío -luego me dirá su nombre- se afana en limpiar porque va a ir el fisio y hay que tenerlo un poco apañado. Es una sala amplia, presidida por la enorme viga... El mobiliario es escueto, una mesa y unas sillas, y una televisión en la pared. Una franja transparente deja asomarse al piso inferior y adivinar cómo era la pila donde se echaba la uva y donde se formaría el castillete sobre el que la gran viga ejercería su presión.

Hablamos un buen rato. Rocío me pone al día de la vida del pueblo, que no hay niños, eterno problema, que si alguno más deberían los padres llevarlo «por sus medios» al CRA de Sotillo, que lo mismo ocurre en Santibáñez, donde sí hay un niño... Que sus hijas viven en Aranda, y que ella es casi la más joven... 

´Árbol de Navidad con un belén a los pies

 

Hablamos de la hoguera de San Sebastián, que lamentablemente no conozco in situ, aunque sí por fiables referencias, y que se hace en la misma plaza donde estamos, y que ahora preside un árbol y un belén. Hablamos también de las marzas, que ella canta, pero no se sabe de memoria, y que para haya algo más de gente se hacen en viernes, y al día siguiente se hace una comida comunal. 

Curiosos estos pueblos del valle del Esgueva que va celebran sus fiestas mayores en invierno, San Martín y San Sebastián son los patronos de Cabañes, y la Virgen del Alto Romanez, que se celebra en junio, y cuya ermita está en el límite del pueblo.

Rocío me habla también de que la imagen de la Virgen, así como otras cosas del pueblo, han sido restauradas por un señor, ya jubilado, que sabe muchas cosas de los antepasados, pero que vive en Aranda. 

Cabañes en Aranda, la España vaciada acogiéndose a localidades cercanas donde pueden disponer con más facilidad de los servicios básicos.

Sigo camino ya entre dos luces hasta Terradillos, dos parejas de corzos se me cruzan en el camino, hay que tener cuidado a estas horas, que los animales cruzan sin mirar y no piden permiso para hacerlo.

Plaza e iglesia iluminadas de Terradillos de Esgueva

 

En Terradillos encuentro a todas mis amigas en el bar, otro lagar que ha sido reconvertido en el centro social del pueblo. Van a jugar la partida, pero antes se toman el café y la ración de bollo que prepara una de ellas, con galletas Príncipe, me aclaran. Está esponjoso y exquisito.

Escalera, ábside y torre de la iglesia de Pinillos de Esgueva
Pinillos de Esgueva

 

Las dejo con su partida, y no me puedo resistir a pararme delante de la iglesia, que por la noche es casi tan fotogénica como por el día, además ahora la adornan las luces de Navidad, y de Terradillos a Pinillos, a volver a pararme ante su iglesia, a admirarla desde abajo.

Vista nocturna del tractor azul provisto de cultivadoresa

 

Y como todo forma parte de esta España vacía y solitaria, no me puedo resistir a fotografiar el enorme tractor con cultivadores que duerme a su lado. Alguna vez he visto a su dueño maniobrar con él para meterlo en la cochera. Hoy duerme en la calle, quizá para salir mañana temprano a sus labores. 

 

Vista frontal de la iglesia iluminada de Pinillos de Esgueva
Pinillos de Esgueva

 

 28 de diciembre de 2022

lunes, 26 de diciembre de 2022

Núm. 278. La loba parda vuelve por la Nochebuena pardillana

Decía Rafa del Olmo el día de Nochebuena en Twitter:

Si mi padre no canta “La Loba Parda” no es Nochebuena.

Vista de Pardilla con los tejados nevados

Tuve la suerte de entrevistar a Victoriano del Olmo, el padre de Rafa, un día de enero del 2020. La entrevista, aunque mejor la calificaremos de agradable conversación, con él y con su hermana Luz, ocurrió en una cafetería bastante concurrida de Madrid. La grabación no salió excelente, demasiado ruido de fondo, pero aun así pude captar y guardar algunas historias y comentarios sobre sus primeros años en Pardilla, y entre ellos su versión del romance de La loba parda, que cantaban año tras año el día de Nochebuena.

Según me contó Victoriano, cuando él era chaval, desde el día 8 de diciembre al 22, todas las tardes se reunían en la fuente e iban de ronda por las calles sonando las cencerras, que llevaban atadas a la cintura y a la espalda. 

La tradición de la cencerrada se perdió, pero se recuperó hace algunos años gracias a la asociación cultural, y a la memoria de Juan Patricio Abad. Aunque en el pueblo queda poca gente, no falta un grupo que sigue con la tradición el sábado anterior a Nochebuena y la Nochebuena misma.

Cartel en el que la asociación cultural anuncia los actos de la cencerrada en 2022e

 

Victoriano recordaba aquellos años suyos en el que era un joven pastor y recordando esos días de Navidad nos dice:

Los pastores teníamos que pagar 200 pesetas al cura, por decir la misa y eso, e íbamos con mucho respeto. Íbamos vestidos de pastores con las cencerras colgadas en la cintura. Y cuando se tocaba a alzar, tocábamos una cencerrilla.

En la Adoración de los pastores estuvimos en el 2019, ya lo contamos aquí, pero nos perdimos el canto de La loba parda, con el que tradicionalmente se cierra el acto.

De este romance hay mil versiones, cada pueblo y cada pastor tiene la suya, y en casi todas ellas podemos apreciar algún elemento cercano, algo que hace que el cantante se introduzca en la historia y se convierta así en protagonista también él.

Dicen que ya no se ven lobos por la Ribera, y apenas podemos ver rebaños y pastores, pero en las noches de diciembre todavía puede oírse el relato de os bravos perros que persiguen hasta vencerla a aquella loba parda que osó robar una oveja blanca.

Estando el pastor en vela,
vio venir la loba parda,
con sus siete cachorrillos
y su perra trujillana.
Dio una vuelta al rebaño
y no pudo sacar nada,
y a otra media vuelta más
y sacó una oveja blanca.
Era hija de una negra,
sobrina de una pintada,
que la querían los amos
para el día de la Pascua.  
Perritos, si la cogéis,
tenéis la cena ganada,
y si no me la cogéis,
con el gordo la gallarda.
[y hacíamos tran tran tran.]

Y la loba seguirá defendiéndose año tras año, mientras algún pardillano la recuerde en su cena de Nochebuena.

A Victoriano del Olmo, para que siga cantando

La loba parda muchos años.

Nota: La foto de cabecera es Luz del Olmo. El cartel y los datos de la recuperación de la tradición se los agradezco a Cristina García, que también habló en la radio sobre esta tradición.


jueves, 24 de noviembre de 2022

277. Zuzones: el último de la fila

A la localidad de Zuzones le cabe el curioso privilegio de ser, en un listado alfabético de los pueblos de España, el último de ellos: la última consonante, la última vocal, otra vez la última consonante... Zuzones es también el último pueblo de Burgos según vamos para Soria desde Aranda de Duero, así que hoy este post va de un último que bien puede ser de los primeros en unas cuantas cosas.

Arquitectura tradicional y paisaje al fondo

 

Por ejemplo, en paisaje, en vistas, esas que son gratis, pero cada vez más caras de ver. Desde lo alto del pueblo, y con la mancha oscura de los árboles de ribera que ocultan al padre Duero, enfrente vemos una cresta que guarda la cueva en la que una vez dicen que una Virgen se la mostró a un rey, que andaba por allí cazando, como refugio. No siempre las Vírgenes se aparecen a los pastores, también a los reyes. Hoy un sendero ciclable sube hasta la misma cueva convertida en ermita, la Virgen del Monte.

Quizá sea más fácil, o al menos más cómodo, quedarse en el valle, y seguir la ribera del Duero, por su margen izquierda, hasta las chimeneas de las hadas, que en Zuzones llaman las Monjas o los Frailes, porque también tienen detrás su leyenda.

Con la parquedad a la que somos tan aficionados los castellanos, como me lo contaron os lo cuento:

Pues iban unas monjas de paseo por la senda, y detrás iba un frailecito cojo, y el pobre no podía seguirlas y las maldijo: «¡Ojalá os convirtáis en piedras!». Y en piedras se convirtieron.

Con un poco de atención puede verse también la torre del castillo de Langa, y más allá, porque miremos hacia donde miremos, el paisaje merece la pena.

La vida pública de Zuzones, como en tantos pueblos pequeños -apenas llega a los cincuenta habitantes en invierno, de ellos afortunadamente cuatro niños-gira en torno a la plaza, ni grande ni pequeña, suficiente, y cerca de ella el bar social, donde en otro tiempo se situó el frontón.

Porque en Zuzones son muy aficionados a la pelota a mano, tanto a practicarla como al espectáculo. Es por ello que pelotaris profesionales llegan para animar las fiestas al moderno frontón situado en la otra punta del pueblo, junto a un pequeño parque infantil.

Antes de llegar allí visitaremos la iglesia, situada en alto y sin otras características reseñables que la de presentar un sólida mole y unas escalinatas señoriales de acceso a ella.

A sus pies una placa recuerda a los tres sacerdotes hijos del pueblo que fueron asesinados durante la guerra civil: Juan Alcalde Alcalde (1911-1936), José Gutiérrez Arranz (1883-1936) y Gerardo Gil Leal (1871 –1936). En la iglesia destaca también su retablo, todo de madera presidido por la imagen de san Martín de Tours, patrono de la localidad, partiendo su capa con un pobre. 

Además de San Martín, los jitos, que así se denomina a sus habitantes, celebran a San Antonio de Padua, al que tienen gran devoción, y cuya imagen podemos ver en el dintel de algunas casas. 

Zuzones conserva aún algunas barderas, construcciones rústicas consistentes en un entramado de madera que sustenta un techo de bardas, ramas, principalmente de enebro, que van formando una cubierta impermeable. En las barderas se guardaba tanto la leña y los aperos, como los animales.

Bardera en la parte alta del pueblo
 

Pero sin duda, de lo que más orgullosos están ahora mismo los jitos es de su lagar recientemente restaurado con la ayuda y aportación, en todos los sentidos, de las asociaciones del pueblo. 

Al lagar, situado en la zona de lagares y bodegas, solo le falta hacer vino, pues cuenta con todos los elementos característicos: la gran viga, el husillo, la piedra, las pilas donde depositar las uvas y recoger el mosto. Por fuera el descargadero con el palo del que se colgaba la romana para ir pesando los cestos que los distintos aparceros aportaban. El mosto, ya se sabe, se repartía en proporción a la uva metida, y para ello era imprescindible la figura del arromanador, que había sido contratado por el aparcero principal, encargado de organizar toda la labor.

Pila del lagar y viga, al fondo un cesto de vendimia

 

Del lagar a la bodega, en pellejas. Situadas las bodegas en un cerrillo cercano, hoy,  por desgracia, la mayoría de ellas están arruinadas, en parte porque son varios los propietarios de ellas.

En la pequeña plaza donde se sitúa el edificio del ayuntamiento nos enteramos de la peculiar situación administrativa de esta localidad que no es ni pueblo, ni pedanía, ni barrio. «¿Qué somos», insiste Ana, la riberizadora que nos está enseñando su pueblo, empeñada en mostrarnos no solo lo que se ve, sino también lo que no se ve, al detallarnos las peculiaridades que les impiden muchas veces acceder a dineros para mantener sus infraestructuras en buen estado.

Seguimos nuestro camino deteniéndonos en la arquitectura tradicional, las antiguas escuelas, que guardan un pequeño museo etnográfico, cerrado ahora por imposibilidad de mantenerlo... 

Al otro lado de la carretera, por la que antes del desvío circulaba todo el tráfico de Valladolid a Soria, están las vías del tren y el Duero. 

Vía del tren. Han crecido árboles entre las traviesas.

 

Al transitar por la antigua vía del ferrocarril, hoy invadida por la naturaleza, y mantenida en sus orillas libre de zarzas por voluntarios, no podemos por menos que sentir algo de nostalgia, por aquel tren, el único de España en atravesarla de este a oeste, construido para sacar el cereal de Castilla hacia Aragón, y de allí a los puertos del Mediterráneo. En aquel tren, en el mítico Changái, marcharon los emigrantes, no solo castellanos, hacia Barcelona, y volvían los veranos al pueblo. El tren dio una cierta prosperidad al pueblo, pero lamentablemente la línea se cerró definitivamente en 1994; había estado activa 99 años.

Casi paralelo a la vía va el canal de riego que une Langa de Duero con San Juan del Monte, hoy en proceso de renovación, ya que pierde mucha agua. ¿Llegará a concluirse reparación tan necesaria o se dejará morir como tantas otras infraestructuras?

Paisaje: Mancha verde de árboles. En primer plano la carretera.eol.cn

 

Y más abajo el paseo del Duero. Una explosión de naturaleza al lado del río: fresnos, chopos, saúcos, sauces, enebros... forman, sin lugar a duda, un paseo envidiable, un sitio al que ir a relajarse, a leer o a estar tranquilos contemplando como el agua del Duero corre. 

Junto al antiguo abrevadero, cuyo manantial está allí mismo, hay una zona con mesas para reponer fuerzas con una sabrosa merienda, o para jugar, llegado el caso, alguna partida de cartas. Nada que ver con la actividad que llevaban a cabo las mujeres en otro tiempo parte abajo del pilón, porque allí, en el agua sobrante, en el arroyo que se forma, iban a lavar en otro tiempo la ropa de sus casa.

Casetaconinscripcion y abrevadero

 

Dejamos atrás Zuzones con otra lección de naturaleza, con las hierbas medicinales que crecen al lado de sus caminos poco transitados por tractores y que sirven para preparar buenos remedios, siempre que se tenga la paciencia y la curiosidad por aprender sus propiedades.

Zuzones, un pueblo para perderse en plena Ribera del Duero.

 



martes, 8 de noviembre de 2022

Núm. 276. Todo va a mejorar

Suena a lema, y lo es, el título de la obra póstuma de Almudena Grandes. 

 

Arcoriris por encima de unos tejados. Se ve una antena de telefoníai

Todo va a mejorar

Según cuenta su marido al final del libro, en el primer mes de pandemia -que en la novela será la Gran Pandemia- la escritora tomó un cuaderno y empezó a bosquejar lo que sería su siguiente novela, suspendiendo, por las circunstancias, la finalización de la serie sobre las secuelas de la guerra civil en la sociedad española.

De la mano de una colmena de personajes, tal como nos tiene acostumbrada la autora, nos adentramos en un futuro próximo. A la Gran Pandemia sucedieron otras, pero lo que cambió la vida de todos los españoles fue el Apagón un día a principios del mes de agosto, en que media España estaba de vacaciones. De pronto todo dejó de funcionar. Bueno, dejaron de funcionar las comunicaciones: Internet, los móviles...

¿Dónde se quedó aquella estrategia de los que diseñaron la red de redes de tal forma de que era capaz de buscar su camino alternativo ante posibles «atentados»? 

Aquello era al principio, pero desde hace tiempo sabemos que las operadoras, y por encima de ellas los gobiernos, hacen y deshacen, te dan acceso o te capan aquellos contenidos a los que no quieren que accedas. 

La distopía a la que nos lleva Grandes es tan plausible, es tan actual, diríamos, que solo tenemos que pararnos un momento a pensar para darnos cuenta de que ya vivimos en ella. De ahí que no solo la acción nos atrape, nos emociona también ver descrita la vida misma desde un observatorio elevado, que bien puede ser un dron. Un dron omnipresente y amenazante con su sola presencia, aunque en el fondo sea inocuo.

He leído tres veces la descripción, la presentación, de una de sus protagonistas. Megan García tiene de raro únicamente el nombre de pila. No llama la atención, nada que ver con esas antiheroínas, siempre del lado de los malos, que salen en algunas películas: rubias, esbeltas, vistiendo faldas tubo con aberturas laterales y subidas en tacones de aguja de esos imposibles. Nada de eso:

Su físico a cambio era intercambiable con el de cualquier chica insignificante, más baja que alta, más gorda que delgada, gafas redondas de montura fina, media melena de pelo castaño, ni ondulado ni absolutamente liso, y ningún atractivo particular. 

Megan García la segunda vez que aparezca en escena será ya una oficinista pija, conjuntada de pies a cabeza, y embarazada, aunque esta circunstancia ya la sabíamos desde el principio. 

Por el contrario, Paula, la hacker -escrito así, en redonda y sin tilde, al contrario de software, que aparece siempre escrito en cursiva- no presenta ninguna característica especial, salvo una gran sensibilidad ante los estímulos físicos. Al avanzar la novela, sabremos que tiene unas tetas generosas, que a su debido tiempo cumplirán su misión.

Las concesiones al erotismo son escasas, y Grandes es directa, no se recrea en este aspecto, va al grano, anclada en aquellas Edades de Lulú, que revolucionaron la novela española de la transición.

La acción sigue enmarañada, nos adelantamos y nos atrasamos, volvemos para atrás, como para coger impulso, y seguimos bordeando los límites del negacionismo. ¿Es todo mentira? 

¿Vivimos una gran mentira? ¿Fue mentira la pandemia, los apagones, los atentados que vemos por la televisión...? «No te creas todo lo que te muestren las cámaras -me dijeron una vez en un simposio sobre cine documental-. No lo estás viendo "con tus propios ojos", sino con los ojos del cámara». Y detrás del cámara hay demasiado como para lo que sale en la pantalla sea objetivo. 

«Todo va a mejorar», repiten incansables los servidores del nuevo régimen. Un régimen que empezó democráticamente, ganando unas elecciones a fuerza de talonario y desencanto, pero que los ciudadanos votaron porque estaban «hartos de estar hartos». Lo que no podían adivinar es que después de unos cuantos años de vivir una felicidad fingida, alguno de los personajes secundarios estallaría:  «Me largo porque estoy hasta los cojones. No aguanto aquí ni un minuto más.»

Grandes parece advertirnos contra los nuevos partidos, las nuevas promesas y los cantos de sirena. ¿Ha deslizado un mensaje subliminal a favor de los viejos partidos en decadencia?

Vamos con los eslóganes. Un eslogan se combate con otro, pero ¿puede un simple eslogan abrir una brecha en el sólido muro tan bien y pacientemente construido?

Escaparate de farmacia durante la pandemia lleno de dibujos infantiles con multitud de arcoiris.

El último capítulo lleva un título que no puede dejarnos indiferentes: «La transición». Por muy atados y bien atados que se tengan todos los cabos, parece que el tiempo también tiene un papel en la historia, un papel con el que puede que no contaran sus protagonistas. 

Más allá de estar ante una novela más de Grandes, con sus personajes, sus intrigas y sus esperanzas, más allá de la supuesta genialidad de unos háckers que manejan máquinas virtuales escondidas en memorias USB, más allá de juegos de manos y de villanos, de verdades descubiertas por casualidad, más allá de crímenes cuasi perfectos, más allá de buenos y malos, Almudena Grandes nos ha dejado una novela para pensar un rato, para levantar la vista de nuestras pantallas y mirar a nuestro alrededor, para ver la distopía en la que ya vivimos con otros ojos. 

Todo ello sin olvidar la humanidad de esta autora, que mantuvo la esperanza hasta el último momento de terminar su novela. No pudo ser, y muchas más reflexiones se habrán quedado en el tintero, en su tintero. Los pequeños fallos de esta novela quedarán pronto en el olvido. 

Gracias, Almudena, por esta y por todas tus otras novelas. Descansa en paz.

miércoles, 19 de octubre de 2022

Núm. 275. Del otro lado, una vuelta por Ugarte y Obaba

Hacía tiempo que no leía nada de Bernardo Atxaga. En otras vidas no me perdía ninguna obra de él, así que, cuando vi Del otro lado en el estante de novedades de la biblioteca, tampoco me pude resistir.

¿Os imagináis una conferencia sobre la muerte, impartida por una pareja que se asemeja al dúo clásico de payaso listo - payaso tonto, en el escenario de un cementerio y a la tarde-noche?

Cementerio viejo de Ayllón

 

Pues eso es lo que ocurre en el cementerio de Obaba-Ugarte, relato por el que empecé a leer, por aquello de empezar por lo más cercano. El título es más que descriptivo, Conferencia sobre la vida y la muerte en el cementerio de Obaba-Ugarte. El relato hace honor a su título, pero confieso que me costó más de un intento hacerme con él; no conseguía avanzar, hasta que de pronto la lectura fluyó por sí sola. 

Dicen las contrapáginas de la publicación que la naturaleza en estos relatos es la que ha puesto las voces. Así es, los animales han tomado la palabra al narrador para irnos contando lo que va pasando. No estamos ante animales domésticos, mascotas que diríamos ahora, son animales libres, aunque alguna vez aparezcan en jaulas, silvestres y hasta salvajes. Así es posible encontrarnos ante malvadas serpientes, pero que entran en el río «despacio y con elegancia, cumpliendo a la perfección las reglas de las serpientes», en busca de una trucha para solucionar su almuerzo, la cadena trófica presente también en estos relatos.

Impulsados por una voz, esa voz siempre presente a la que no pueden resistirse, los animales cumplen puntualmente su papel en la narración, aunque no terminemos de explicarnos en algunas de ellas por qué aparecen y desaparecen. 

El papel del búho, auténtico protagonista del último relato, parece estar claro desde el principio: un búho sabio, cuya objetividad no puede ser más esclarecedora: 

-Búho solitario, búho que gracias a la suavidad de tus plumas te mueves sin hacer el menor ruido, [...] dime, ¿qué viste en la noche de ayer [...]?

-Hablando sin mayor precisión, te diré que vi unos cien gansos, esos que con sus continuas deposiciones [...]

Volver a Obaba, volver a Ugarte, volver a Atxaga, volver a leer la historia de los Dos hermanos, como si fuera la primera vez;  y gracias al poder de las palabras, volver a esa tierra mítica, de la que una vez nuestros antepasados dejaron atrás los montes.

 

Rapaz con las alas desplegadas cerca de tierra buscando una presa

La fotografía de la rapaz es de Antonio Ortiz Mateos.

 

 

lunes, 17 de octubre de 2022

Núm. 274. Brazacorta, por donde las dueñas paseaban

Algunos pueblos tienen nombres curiosos, y este podría ser uno de ellos. Hay varias teorías acerca del origen de su nombre, desde las más simples, que hablan de pobres hombres a los que les cortaban el brazo, hasta complicadas etimologías que tienen que ver con las corrientes de agua que pasan por su término, el río Pilde.

Antiguo indicativo de población colocado en la pared de un almacén como recuerdo a

¡Qué importa! Nada más llegar a su plaza mayor, a la que se accede por una calle en cuesta, nos recibe una electrolinera, de la que no nos atrevemos a mostrar una foto, pues no tiene nada de estética, pero que nos indica que no es un pueblo dormido en el pasado.

A los habitantes de Brazacorta los llaman en la zona pijanos, no se sabe muy bien la razón, pero aunque el seudogentilicio se haya ido perdiendo, todavía lo detentan algunos con orgullo, y así la ruta del programa «¿Te enseño mi pueblo?» lleva por título o gancho: «Historia e historias de pijanos en Ribera del Pilde». 

Brazacorta es uno de esos pueblos en los límites de la provincia. A tiro de piedra queda Alcoba de la Torre, ya en la provincia de Soria, pero ya sabemos que eso de Soria o Burgos son meras rayas en los mapas. Más de una vez saldrá en la explicación el nombre de los vecinos sorianos, como cuando se habla de las piedras del viejo castillo, ahora haciendo pared en alguna construcción moderna.

Vista de la vega en la que destaca la torre de ladrillo

Brazacorta cuenta hoy tan solo con 55 habitantes en invierno, puede que alguno menos ya, aunque en verano la población sube y como en el momento de nuestra visita ya es agosto y sábado, podemos apreciar algo de vidilla en sus calles, sobre todo en la zona polideportiva y de recreo. 

Placita con la maqueta de la ermita en medio

La villa, creo que obtuvo este título, tuvo su importancia en la Edad Media. Allí se estableció un importante convento de monjas, pero la dependencia de otros conventos masculinos y el poco respeto que infundían las tocas a la hora de cobrar los derechos que les correspondían por el tránsito de rebaños -una oveja y diez maravedíes por rebaño- hicieron que el convento cayera en decadencia. Las monjas con sus yugueros y paniaguados abandonaron el convento a finales del siglo XIV, pero su recuerdo y espíritu está todavía muy presente en el pueblo.

No lo digo solo por la reciente visita,  sino porque la primera vez que aterricé por allí, unas amables señoras, que estaban adecentando la iglesia, ya me indicaron esa circunstancia, aparte de que se acababa de restaurar el lavadero, y que si, como parecía, me gustaban las cosas populares, no me lo perdiera.

 Zona del pilón y el pequeño edificio de la fragua en blanco

Confieso que me acordaba del lavadero, pero muy poco de la iglesia, que guarda auténticas joyas y alguna historia curiosa de un obispo enfadado.

No obstante, estoy corriendo mucho y antes de llegar al lavadero y la iglesia, es preciso hacer mención a otras cuestiones, que Domi, la riberizadora, va desgranando con profusión. 

Por ejemplo, nuestra documentada guía nos da los curiosos datos de Cuzcurrita, localidad cercana, que perteneció a Brazacorta, ya desaparecida. Cuzcurrita la poblaban 17 familias, un pastor y un maestro, y de ella solo quedan hoy unas cuantas piedras de la iglesia, bodegas y lagares.

Muy cerca de la plaza mayor, en cuyo centro hubo una picota, de la que hoy solo queda el recuerdo, hay otra pequeña plaza, donde en 1937 se construyó un frontón por el sistema de regaderas, porque ir de regaderas es como se denomina en el pueblo a los trabajos comunitarios hechos mediante aportación personal. Del frontón ya no queda nada, y en esa plaza hubo también una ermita, pero hoy solo queda el recuerdo de una maqueta que un pijano mañoso hizo para la posteridad, la maqueta ocupa y adorna el centro de la plaza.

El paisaje de la vega desde la parte del pueblo que se asoma a la carretera es reconfortante. Hasta llegar al sendero verde que marcan los árboles de ribera que bordean el Pilde, se extienden los campos de la Dehesa, terreno comunal que cultivan los labradores por turnos, aunque estos cada vez sean menos. También está la que era huerta del cura, que sigue perteneciendo a la Iglesia. Y presidiendo esa parte de la vega, la iglesia y los pocos restos de lo que fue el convento. Por cierto, en el convento vivían también algunas mujeres emancipadas que recibían el nombre de dueñas, y hasta el arroyo de las Dueñas, otra pequeña corriente de agua, llegaban en sus paseos, de ahí el nombre del arroyo.

De espaldas a ese paisaje, Domi nos lleva a fijarnos en uno de esos baldosines que nos recuerdan los antiguos medios de transporte y que se nos presentan con rimas tendientes a ripios, pero que nos sacan una sonrisa a todos:


Medita con humildad
cuando aquí aparques tu coche,
si en destreza haces derroche
y alarde de velocidad,
modera tu vanidad.
Sírvate de consuelo
que sobre este mismo suelo,
cuando llegaba a esta villa,
con el cordel a esta anilla
ataba el burro tu abuelo.

Parece que el burro era burra-nos dice Domi-, pero la verdad es que ese detalle poco importa.

En la vega, y antes de llegar a la zona del lavadero, que allí siempre fue el pilón, se siguen realizando campeonatos de tuta, tradicional juego que en otros sitios recibe nombres como tanguilla o tarusa. Ocasión habrá de hablar de estos juegos, ahora prosigamos el camino.

Domi lava una ropa blanca arrodillada en una banquilla

La fuente y el pilón-abrevadero están restaurados, al lado espera su turno el edificio de la fragua, que quieren convertir en un museo vivo, aunque quizá lo más interesante sea pasar al lavadero, perdón al otro pilón, y asistir a la demo que hace Domi, provista de banquilla y una sábana, de cómo se lavaba antiguamente. Todo un homenaje al pasado a aquellas mujeres que empleaban los lunes en lavar la ropa de la semana y ponerse al día. ¡Ah! Detalle importante: los hombres no podían acercarse por el pilón, porque se les caería la pilila; no sabemos si por alguna causa sobrenatural al haber transgredido algún tabú, por otras causas, o era solo una metáfora. Dejémoslo ahí.

Llegamos al recinto que fue convento, del que solo queda una puerta que da a poniente y que comunicaba directamente con la iglesia. Antes de entrar en ella, visitamos el camposanto y el exterior del ábside, donde se puede apreciar sus orígenes románicos en aceptable estado de conservación.

Del interior podrían destacarse los retablos, entre ellos el magnífico altar mayor, las imágenes, las pinturas que decoran el ábside, y que representan ocho santos y ocho santas reconocibles por sus símbolos-,  el artesonado de madera, el santito feo, del que los expertos no terminan de ponerse de acuerdo sobre su identidad, mil y un detalles en los que poder detenerse a gozarlos en silencio. 

Altar mayor barroco

 Y la pila bautismal, fruto de la visita de Pedro de Osma, para que los niños de Brazacorta pudieran recibir las aguas bautismales sin tener que desplazarse a otras localidades; pero sobre todo, para que las autoridades religiosas tuvieran a bien recibirle como su reverendísima se merecía. Una más de esas anécdotas incluidas en la visita.

Otra vez en el exterior, es obligatorio mirar hacia la torre, de ladrillo y objeto de múltiples restauraciones, la última de 1908, año que todavía puede apreciarse en ella. La campana mayor, que pesa alrededor de 300 kilos, tiene la melena de hierro, y se cuenta que hubo un obispo que en el siglo XIX llegó a prohibir el volteo de campanas, porque los jóvenes las impulsaban con tanta fuerza que sufrían continuas roturas, con el consiguiente gasto para las arcas parroquiales. Ya sabemos que antiguamente las campanas en los pueblos eran imprescindibles para todo tipo de llamadas, tanto de gloria como de rebato. 

En la parte alta del pueblo quedaban las eras, allí hoy se alternan las naves agrícolas y las pistas deportivas, y a lo lejos, en el horizonte se divisa el Alto Pico, con una cruz hasta donde se subía en el mes de mayo para bendecir los campos, y pedir el agua tan necesaria. Hoy los pocos agricultores que quedan ensayan nuevos cultivos: pistachos, lavanda y trufa negra.

Despedimos la visita en la ermita del Cristo del Humilladero a la entrada del pueblo. Construcción sencilla, pero de gran atracción en la comarca, a donde acudían para acogerse a los beneficios de la imagen.

Cristo del Humilladero,
escucha nuestra oración,
...

Sencillo altar con la imagen del Cristo


Brazacorta, agosto del 2022

Foto del altar mayor facilitada por Domi Parra


 

martes, 4 de octubre de 2022

Núm. 273. Otras miradas: La música la ponía el viento

Sabemos que la literatura no es solo contar cosas, sino contarlas de cierta manera: moldear el lenguaje de tal forma que este se eleve por encima de las propias palabras, de su significado, para ir más allá y producir un sentimiento superior, el placer que proporciona el arte.

Antonio José Rojo Sastre dice en la presentación del primer volúmen de sus memorias: «Si consigo alinear mi testimonio sobre el papel en un español cabal, me daré por satisfecho.» Quizá sea este uno de los principales valores del libro: esos posos del español cabal ribereño, que el autor no ha podido, ni probablemente ha querido, evitar: palabras, expresiones, refranes, un lenguaje que nos acerca aún más a aquella vida que fue, y que, afortunadamente en la mayoría de las ocasiones, ya pasó.

Por San Blas la cigüeña verás, y si no está en el nido, señal de que no ha venido

Casa típica de Adrada de Haza, característica por su forma redondeada
Adrada de Haza

No hubiera llegado a este libro, y ¡ojalá hubiera llegado mucho antes, pues me habría servido para apuntalar alguna esquina de mi tesis!, de no haber visitado Adrada de Haza, esta vez de mano de las riberizadoras Guadalupe y Sátur, esta última ausente de cuerpo, pero muy presente de espíritu, porque es imposible visitar Adrada, sin contar con ella. 

Un inciso, sigo recomendando a todos los que me lean que, si tienen ocasión, no dejen de hacer una o varias de las visitas del programa «¿Te enseño mi pueblo?», en el que voluntarios de las distintas localidades te enseñan esas cosas que no se ven a simple vista en los pueblos.

Pues bien, la visita a Adrada termina con un poema de Antonio José Rojo Sastre, del que se cuenta que pasó su adolescencia y juventud allí, desempeñando mil oficios para sacar adelante a su familia, ya que era el mayor de seis hermanos, y su madre se había quedado viuda prematuramente. Eran los duros años 40 en un pueblo de la Ribera del Duero burgalesa, rico, pero pobre, como pobre era aquella España en la que se carecía de todo. 

Con esos antecedentes, no dudé en buscar en la biblioteca de Aranda un ejemplar del libro recomendado, La música la ponía el viento, y empezar a leerlo, provista de papel y boli para ir anotando lo que fuera surgiendo.  

A nosotros nos gusta -me dijo Guadalupe- porque habla de personas y cosas que hemos conocido. No me podía imaginar, aunque algo sí, que yo también me iba a encontrar entre sus páginas a personas muy conocidas y muy queridas, y que iba a tener ocasión de compartir esos lejanos recuerdos con otras personas queridas, para las que solo Adrada y los adradeños eran tan solo un recuerdo borroso y alguna anécdota de bicicletas abandonas en la carretera. Aunque solo fuera por este personal y entrañable recuerdo hacia la maestra Mercedes Pardo Andrés, el libro me hubiera merecido la pena. 

Y en cuanto a los otros personajes y las otras «cosas» ¿cómo no recordar a Nicomedes, a los Molinos, a los Maragatos... al coche de Navarro, que paraba en la acera de la calle Santísima Trinidaden Chamberí, que añadía mi padre, cuando daba la dirección al taxista-, si forman parte de nuestra propia vida?

Me comentaba recientemente el maestro jubilado José Luis Maroto, que tiene una exposición itinerante de piezas de terracota sobre el lagareo, que son cosas que interesan sobre todo a los viejos, a los que lo han vivido. Pues bien, las cosas que hemos vivido, recordar, «vivir hacia atrás», como también se dice en el libro, nos atraen siempre. Y hablando de lagareos, el protagonista fue entre otras cosas, arromanador, oficio ya perdido pero de gran importancia en aquellos tiempos de vendimias y lagares. Dejemos este tema para mejor ocasión.

Además, es que al leer un libro, siempre hay sorpresas, como esa otra mirada sobre la torre de la iglesia de tu pueblo, que estás cansada de ver, pero que, por cotidiana, no te imaginas que pueda sorprender a otros:

Al pasar por Gumiel de Hizán, Esther notó que la torre de la iglesia era cuadrada. Yo asentí y añadí que la gente mayor a la de Cilleruelo la llamaban «la espadaña de la iglesia», pero como yo en esta ocasión no conocía las razones nos quedamos de momento jugando con la palabreja: la espadaña, la espadaña, la espadaña (pp. 104-105).

Torre de la iglesia de Gumiel de Izán vista desde abajo

Este párrafo adquiere un significado especial para mí, no solo por la mención a mi pueblo, sino porque recientemente alguien me ha indicado la diferencia «social» entre espadañas y torres. Nada es fruto del capricho o del gusto, las espadañas son más baratas de construir que una torre. 

El título del libro, La música la ponía el viento, es casi una anécdota, una anécdota que podría pasar desapercibida entre tantas del libro, si no fuera porque nos dice bastante de cómo han llegado algunas canciones a la Ribera, dato que no podemos obviar, aunque ya lo supiéramos, los que nos interesamos por estas cuestiones del folklore popular. El aspirante a maestro debe pasar un examen de música, pero cómo aprender música en aquel pueblo perdido:

Lo de la música tenía bastante gracia. Allí la música la ponían el viento y el trino de los pájaros. No había aparatos de radio, ni gramolas para discos de vinilo. El pianillo de manubrio del salón de baile del señor Juan «Calduchos» era el único artilugio que nos daba unos compases musicales para amenizar el baile del domingo por la noche. No había música pero la gente cantaba en los campos, en las bodegas y había chicos y chicas que, sin ninguna educación académica musical, tenían bellas voces que ejercitaban en el canto a dúo de jotas y folklore castellano y vasco-navarro. Los muchachos al volver de la mili de las ciudades del norte, traían canciones de pescadores, de grupo, de aldeas y caseríos de los sanfermines que transmitían oralmente a los demás (p. 253).

No se tienen conocimientos musicales, pero se canta sin parar, se canta y se importan canciones de otros lugares. Siempre hemos sido en eso una región abierta. ¡Y ay la mili! «De perdidos... al río de la mili», titula un capítulo de su vida. ¡Lo que ensañaba la mili! ¡Y qué desperdicio!, se viene a lamentar el autor.

En la historia negra de la guerra y de la posguerra, hay un capítulo que transcurre en Adrada, mejor dicho, en la crestería que se asoma al pueblo, el Torrejón (que el autor cambia a Torojón, no sé por qué), donde una serie de cuevas se cree que sirvieron de refugio a los hombres primitivos. Allí, en una de ellas se escondió Mariano, y allí, al pie lo mataron.

El Torrejón visto desde un mirador de Adrada
El Torrejón visto desde Adrada

La historia de Mariano pocos se atreven a contarla, quizá pese demasiado sobre sus conciencias, se vela, se transforma, se alude, pero pocos son los que se refieren a ella de forma directa. «No hay que remover el pasado», es la consigna que con frecuencia recorre la Ribera. Rojo Sastre nos la cuenta con detalle, probablemente novelada, probablemente poniendo mucho de su cosecha, dejando hacer a su vena narrativa, o puede que tardíamente llegara a saber los detalles de aquella tragedia que se llevó la vida de un pobre hombre en los primeros días de la guerra in-civil, tal como la nombra siempre el autor. 

El contraste de la provincia en los cultivos entre dos pueblos relativamente próximos, también está presente en el libro y no deja de ser curioso: En Cilleruelo de Abajo, que el autor transforma poéticamente en Cilleruelo del Henar, su pueblo de origen, abunda el cereal, el trigo y la cebada, incluso en los años de la intervención. En Adrada, por el contrario, donde cada vecino cuenta con una suerte en la vega para su uso y disfrute, abundan las patatas y los productos de la huerta. ¿Cómo equilibrar ese desajuste en un mercado intervenido? Don Leopoldo, el padre del autor, y luego él mismo, sabían cómo llevar el pan a las casas, o el pienso al ganado, a cambio de otros productos, en una economía de supervivencia y más de trueque que de comercio.

¿Los vehículos? La bicicleta, todo un lujo en aquellos años. Esforzados comerciantes que llevaban el pescado desde Aranda a los pueblos, pedaleando varios kilómetros, subiendo las cuestas a pie empujando las máquinas. Carros, tartanas, modestas camionetas...

Hay otra anécdota, anónima en este caso, en el libro que es pertinente traer a colación, por ser la coprotagonista una señorita de mi pueblo, que permanece en el anonimato, y porque esa «casualidad» cambiaría la vida del protagonista poco tiempo después. Sucedió en el desaparecido Frontón, que tantos recuerdos trae a los arandinos y ribereños.

En la vida hay que saber estar en el lugar adecuado en el momento oportuno. Una noche que fuimos a bailar al Frontón, me encontré con una joven maestra, natural de Gumiel de Hizán, muchacha atractiva, que estaba allí con otro muchacho. La chica, no recuerdo el nombre, me presentó al muchacho que le acompañaba, un chico alto con bigote, el pelo rizado, con cara de excelente persona. Se llamaba Ildefonso de las Heras, era maestro y estaba estudiando en la Universidad de Madrid. 

Me parece injusto que Rojo Sastre, al escribir sus memorias, no hiciera lo posible por buscar el nombre de aquella maestra de Gumiel, no tanto por satisfacer mi curiosidad acerca de mi paisana, sino porque, en definitiva, fue quien cambió su vida. ¿Hubiera llegado a conocer a Ildefonso de las Heras de no ser por aquella señorita? 

Este chico, que sería después su gran amigo, le abrió las puertas de Madrid, de la Universidad y de un mundo totalmente diferente. Adrada, aunque permaneció siempre en su corazón, quedó atrás en su vida.

 

Explanada, pista de baile con algunos árboles desnudos (invierno)
Antiguo frontón en Aranda de Duero

 

 

A Sátur, con todo el cariño 

Nota: El nombre antiguo de la crestería es, efectivamente, el Torojón, de ahí que el autor lo utilice. El Torrejón fue la mala interpretación de una maestra, pero el cambio tuvo su éxito, y quizás por la facilidad, fue enseguida adoptado por los adradeños. En el pueblo hay dos asociaciones que llevan su nombre: la asociación cultural, y el grupo de danzas local.


Título: La música la ponía el viento

Autor: Antonio J. Rojo Sastre

Editorial: Tabla Rasa Libros y Ediciones.

Año: 2005

ISBN: 84-96320-14-6