miércoles, 28 de septiembre de 2016

Número 133. Cartas marruecas (y IV). Los proverbios

Tras el fructífero Barroco en el que las obras literarias están plagadas de refranes, las muestras más conocidas de la sabiduría popular, llega el siglo XVIII, el siglo de las luces y de aliviar los excesos pasados, donde es difícil encontrar estas formas populares en literatura.


Escudo nobiliario


Los refranes son denostados como forma del pasado, propios de gente vulgar, así que se rechazan, parodiándolos en obras como en el Fray Gerundio, o lo que es más común desechándolos, ignorándolos conscientemente de las plumas de los escritores.

Sin embargo, no todas las frases sapienciales fueron eliminadas de los escritos. Siempre quedan rescoldos que con la pátina de las nuevos tiempos pueden pasar muy bien los exámenes de los críticos más exigentes.

A priori no es previsible que en las cartas escritas presuntamente por un culto moro aljamiado del siglo XVIII podamos encontrar demasiadas paremias, ya no vulgares, sino incluso cultas, ya que el uso airoso de ellas supone un gran dominio de la lengua, pero las apariencias engañan y escondidas entre esas cartas podemos encontrar alguna frase sentenciosa de interés.

Bien es verdad que no aparecen como vulgares refranes, porque en el siglo XVIII aquellos devinieron en formas más cultas tales como proverbios, máximas o adagios, pero existir existen y he aquí los que podemos encontrar en estas Cartas marruecas, que estamos analizando.

El primero de ellos lo encontramos, como no podía ser menos, en la pluma del noble castellano Nuño, en la carta número XXI que le escribe a Ben-Beley:
Cada nación es como cada hombre, que tiene sus buenas y malas propiedades peculiares a su alma y cuerpo. Es muy justo trabajar a disminuir éstas y aumentar aquéllas; pero es imposible aniquilar lo que es parte de su constitución. El proverbio que dice «Genio y figura hasta la sepultura», sin duda se entiende de los hombres; mucho más de las naciones, que no son otra cosa más que una junta de hombres, en cuyo número se ven las cualidades de cada individuo. No obstante, soy de parecer que se deben distinguir las verdaderas prendas nacionales de las que no lo son sino por abuso o preocupación de algunos, a quienes guía la ignorancia o pereza. Ejemplares de esto abundan, y su examen me ha hecho ver con mucha frialdad cosas que otros paisanos míos no saben mirar sin enardecerse. Daréte algún ejemplo de los muchos que pudiera.
Genio y figura hasta la sepultura, es sin duda hoy uno de los refranes más conocidos y bastante usado por escritores del XIX y del XX. Sin duda andaría ya en circulación en el siglo XVIII ente el pueblo llano, pero sorprende saber que no había sido recogido en los refraneros habituales, y que es Cadalso uno de los primeros escritores en utilizarlo, al menos si nos atenemos a los testimonios que podemos encontrar en el CORDE. Nótese lo que hemos dicho arriba, Cadalso no lo presenta como un refrán, sino como un proverbio, sin duda algo más culto.

No obstante, donde Cadalso parece encontrarse más a gusto es recogiendo y utilizando refranes extranjeros, posiblemente fruto de sus lecturas y su educación europea, en la que hace siempre un hueco para homenajear a nuestros escritores del Siglo de Oro. Gazel su alter ego le pone esta vez la voz (carta LXXX):
A esto añadió Nuño otras mil reflexiones chistosas, y acabó levantándose con los demás para dar un paseo, diciendo: -Señores, ¿qué le hemos de hacer? Esto prueba lo que mucho tiempo se ha demostrado, a saber, que los hombres corrompen todo lo bueno. Yo lo confieso en este particular, y digo lisa y llanamente que hay tantos dones superfluos en España como marqueses en Francia, barones en Alemania y príncipes en Italia; esto es, que en todas partes hay hombres que toman posesión de lo que no es suyo, y lo ostentan con más pompa que aquellos a quienes toca legítimamente; y si en francés hay un adagio que dice, aludiendo a esto mismo, Baron allemand, marquis français et prince d'Italie, mauvaise compagnie, así también ha pasado a proverbio castellano el dicho de Quevedo:
Don Turulaque me llaman
pero pienso que es adrede,
porque no sienta muy bien
el don con el Turuleque.
Del adagio francés al dicho español en pluma prestigiosa. Nótese con qué desenvoltura utiliza este dictado tópico que hoy caería en la categoría de los no decibles, y menos escribibles. Ni nos imaginamos la que podría provocar si alguien se decidiera a tuitearlo, pero Cadalso no parece plantearse esas pegas políticamente incorrectas.

Las comparaciones entre naciones, como en los chistes, habían aparecido en una carta anterior, la XXXVIII, en la que Gazel se sumerge en los tipos clásicos que han transitado por nuestras mejores obras del Siglo de Oro. Los personajes del pícaro, pero sobre todo del altivo hidalgo, atraen la atención de Gazel/Cadalso:
Todo lo dicho es poco en comparación de la vanidad de un hidalgo de aldea. Éste se pasea majestuosamente en la triste plaza de su pobre lugar, embozado en su mala capa, contemplando el escudo de armas que cubre la puerta de su casa medio caída, y dando gracias a la providencia divina de haberle hecho don Fulano de Tal. No se quitará el sombrero, aunque lo pudiera hacer sin embarazarse; no saludará al forastero que llega al mesón, aunque sea el general de la provincia o el presidente del primer tribunal de ella. Lo más que se digna hacer es preguntar si el forastero es de casa solar conocida al fuero de Castilla, qué escudo es el de sus armas, y si tiene parientes conocidos en aquellas cercanías. Pero lo que te ha de pasmar es el grado en que se halla este vicio en los pobres mendigos. Piden limosna; si se les niega con alguna aspereza, insultan al mismo a quien poco ha suplicaban. Hay un proverbio por acá que dice: «El alemán pide limosna cantando, el francés llorando y el español regañando».
Finalizamos con otro proverbio de corte europeo y de nuevo los políticos a la palestra, que sueñan y solo piensan en hacer fortuna. ¡Qué novedad en esta España nuestra! (carta LI):
Políticos de esta segunda especie son unos hombres que de noche no sueñan y de día no piensan sino en hacer fortuna por cuantos medios se ofrezcan.  [...] Desprecian al hombre sencillo, aborrecen al discreto, parecen oráculos al público, pero son tan ineptos que un criado inferior sabe todas sus flaquezas, ridiculeces, vicios y tal vez delitos, según el muy verdadero proverbio francés, que ninguno es héroe con su ayuda de cámara. De aquí nace revelarse tantos secretos, descubrirse tantas maquinaciones y, en sustancia, mostrarse los hombres ser defectuosos, por más que quieran parecer semidioses. 


Colaboración para el club de lectura La Acequia

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Número 132. Cartas marruecas (III). La hermosa mitad del género humano

Al curioso lector de hoy el principio del capítulo X le debe resultar sorprendente:
La poligamia entre nosotros está no sólo autorizada por el gobierno, sino mandada expresamente por la religión. 
¡Toma del frasco! ¡Tópico musulmán donde los haya! Los moros tienen muchas mujeres no solo por gusto, sino por mandato de su religión.

No sé qué cara pondrán Samir y Fátima, cuando lean esto, o Mohamed, el aplicado alumno marroquí de nuestra María Ángeles, pero yo no he podido por menos que recordar lo divertido que le resultó a nuestra amiga y compañera de carrera, Amani, cuando allá por los años 70 del siglo XX le planteamos la cuestión: «¿Dos mujeres? ¿Sabéis lo que decís? ¡Ni los ricos pueden mantenerlas ya! ¿Sabéis lo que manda el Profeta al respecto? No le puedes regalar a la una un alfiler más que a la otra. ¡Una mujer!, ¡una sola!».

Dos mujeres musulmanas, de espaldas, caminando por una calle


Amani era egipcia y estaba entonces completamente occidentalizada. Su padre trabajaba en la embajada y fuimos algunas veces a su casa a estudiar, nos invitó a merendar dulces egipcios y aquel día le preguntamos por el cuscús. Cuando volvía de vacaciones de su tierra nos hablaba con entusiasmo de las nuevas discotecas que estaban abriendo en El Cairo, tenía ilusión por volver en cuanto terminara la carrera y pudiera independizarse. A su madre nunca la llegamos a conocer, porque aunque vivía en casa, no hablaba español y además era muy religiosa, lo que le hacía moverse en un ambiente recogido. La cara visible por el lado femenino en aquella familia era Amani, de la que no he vuelto a saber, aunque me acuerdo a menudo de ella.

Poco después de que Amani nos contara aquello de que la poligamia ya no existía entre los musulmanes, leí un artículo de un misionero en tierras de África donde contaba sus experiencias tratando de traer fieles al cristianismo: «Mire, padre, ya me gustaría, pero soy hijo de jefe, mi padre tiene muchas tierras y yo necesito varias esposas para poder mantener esas tierras. Si me hiciera cristiano ¿a cuál de ellas repudiaría? Yo las quiero a todas por igual. ¿Qué sería además de ellas? Nada, padre, nada, que no me puedo hacer cristiano».
Dos emigrantes negras, tocadas con pañuelos, sentadas en un banco


Volvamos a las Cartas marruecas y sigamos leyendo:
Entre estos europeos, la religión la prohíbe y la tolera la pública costumbre. Esto te parecerá extraño; no me lo pareció menos, pero me confirma en que es verdad, no sólo la vista, pues ésta suele engañarnos por la apariencia de las cosas, sino la conversación de una noble cristiana, con quien concurrí el otro día a una casa.
Al seguir leyendo nos damos cuenta de que tan sorprendente declaración de principios, puesta en labios de Gazel, es solo el pretexto para poner de chupa de dómine a los pisaverdes que se empeñan en presumir de lo fáciles que les resultan las conquistas femeninas. No tardará Gazel en hacer las cuentas a semejantes fanfarrones:
Ahora, amigo Ben-Beley, 18 mujeres por día en los 365 del año de estos cristianos, son 6.570 conquistas las de este Hernán Cortés del género femenino; y contando con que este héroe gaste solamente desde los 17 años de su edad hasta los 33 en semejantes hazañas, tenemos que asciende el total de sus prisioneras en los 17 años útiles de su vida a la suma y cantidad de 111.690, salvo yerro de cuenta; y echando un cálculo prudencial de las que podrá encadenar en lo restante de su vida con menos osadía que en los años de armas tomar, añadiendo las que corresponden a los días que hay de pico sobre los 365 de los años regulares en los que ellos llaman bisiestos, puedo decir que resulta que la suma total llega al pie de 150.000, número pasmoso de que no puede jactarse ninguna serie entera de emperadores turcos o persas. 
En la Castilla profunda la potencia sexual de estos varones se resolvería en coplas:
Echa la cuenta, si sabes,
pero Cadalso no entra en valorar cómo de profundas son las conquistas, solo sugiere, pero para que no haya dudas da las cuentas hechas.

Sobre la composición de su serrallo, Gazel pasa casi de puntillas, aunque deja buena cuenta, igual que el hijo del jefe del cuento del misionero, de su condición noble, medida, entre otras cosas, por el número de mujeres a su alrededor:
Preguntome cuántas mujeres componían mi serrallo. Respondíle que en vista de la tal cual altura en que me veo, y atendida mi decencia precisa, había procurado siempre mantenerme con alguna ostentación; y que así, entre muchas cuyos nombres apenas sé, tengo doce blancas y seis negras. 
Sin comentarios. Si he de creer a mi amiga Amani, Gazel no llegaría a gozar del cielo de las huríes nunca, ya que era incapaz de recordar algo tan básico, como el nombre de sus mujeres —no me atrevo a llamarlas a todas esposas—, ni de las blancas, ni de las negras, que la distinción ya tiene su aquel, aunque estemos en el siglo XVIII, y haya por medio tantos supuestos autores que ya no sabemos a estas alturas a quién aplicar la afirmación.

Por otro lado, en su ir y venir por los salones, hay dos cosas que le llaman la atención, que dominen las mujeres y que «los maridos vivan naturalmente en barrio distinto de las mujeres, porque en las casas de éstos no hallé más hombres que los criados y otros como yo, que iban de visita»,  curiosa forma de presentar el cortejo, que tanto juego ha dado en la literatura, y que por lo que se desprende de la visión de Gazel, Cadalso no debía ver con buenos ojos.

Por lo demás, la lectura de los capítulos X y XI nos deja algunas perlas disimuladas de que lo bueno para la mujer, era estar con la pata quebrada y en casa. La primera consideración nos la da la noble cristiana interlocutora de Gazel en uno de esos salones, a donde llegan los calaveras sin escrúpulos, causa de todos los males: 

Hasta entonces las mujeres, un poco más sujetas en el trato, estaban colocadas más altas en la estimación; viejos, mozos y niños nos miraban con respeto; ahora nos tratan con despejo. Éramos entonces como los dioses Penates que los gentiles guardaban encerrados dentro de sus casas, pero con suma veneración; ahora somos como el dios Término, que no se guardaba con puertas ni cerrojos, pero quedaba expuesto a la irreverencia de los hombres, y aun de los brutos.
Gazel va sacando sus propias conclusiones:
Según lo que te digo, y otro tanto que te callo me dijo la cristiana, podrás inferir que los musulmanes no tratamos peor a la hermosa mitad del género humano.
¿Qué prejuicio se esconde en estas palabras? ¿Qué corría por aquella sociedad respecto al comportamiento de los moros con sus mujeres?

Gazel nos sigue dando pistas acerca no solo de cómo ha de tratárselas, «guardadas bajo muchas llaves», sino también de cómo debe entenderse la hospitalidad, siempre manteniendo las distancias. Nótese también la intención de aproximar las dos sociedades, y la tan repetida idea de que los siglos de presencia musulmana en la península dejaron su huella no solo en los edificios y en las huertas, también en el modo de ser:  

Las noticias que hemos tenido hasta ahora en Marruecos de la sociedad o vida social de los españoles nos parecía muy buena, por ser muy semejante aquélla a la nuestra, y ser natural en un hombre graduar por esta regla el mérito de los otros. Las mujeres guardadas bajo muchas llaves, las conversaciones de los hombres entre sí muy reservadas, el porte muy serio, las concurrencias pocas, y ésas sujetas a una etiqueta forzosa, y otras costumbres de este tenor no eran tanto efecto de su clima, religión y gobierno, según quieren algunos, como monumentos de nuestro antiguo dominio. En ellas se ven permanecer reliquias de nuestro señorío, aun más que en los edificios que subsisten en Córdoba, Granada, Toledo y otras partes. Pero la franqueza en el trato de estos alegres nietos de aquellos graves abuelos han introducido cierta amistad universal entre todos los ciudadanos de un pueblo, y para los forasteros cierta hospitalidad tan generosa que, en comparación de la antigua España, la moderna es una familia común en que son parientes no sólo todos los españoles, sino todos los hombres.
¿Añora el moderno y europeizado Cadalso el modo de vivir antiguo? ¿No le parecen bien esa apertura que parece acercarnos a Europa? ¿Quiere recluir a las mujeres en sus aposentos dándoles única salida al estrado? ¿Qué pensarán los musulmanes para los que la hospitalidad es amplia y sagrada? En fin, contradicciones dentro del propio texto, en ese afán de objetividad y modernidad de los que tanto quiso presumir Cadalso.

Continuaremos...

Comentarios para el club de lectura La Acequia.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Número 131. Cartas marruecas (II). La política

Homenaje a Quevedo en las Cortes


Iba a comentar el poco espacio que las mujeres —sí, la mitad de la humanidad también en el siglo XVIII— ocupaban en estas cartas, aunque no estén del todo ausentes, pero buscando materia con qué ilustrar he dado —como Sancho y don Quijote dieron con el bulto de la iglesia— con un capítulo donde se habla de políticos, y tal como está el solar patrio, no me he podido resistir, y ahí va, enterito el capítulo tal como lo escribió Cadalso en el siglo XVIII:
Arreglado a la definición de la voz política y su derivado político, según la entiende mi amigo Nuño, veo un número de hombres que desean merecer este nombre. Son tales, que con el mismo tono dicen la verdad y la mentira; no dan sentido alguno a las palabras Dios, padre, madre, hijo, hermano, amigo, verdad, obligación, deber, justicia; y otras muchas que miramos con tanto respeto y pronunciamos con tanto cuidado los que no nos tenemos por dignos de aspirar a tan alto timbre con tan elevados competidores. Mudan de rostro mil veces más a menudo que de vestido. Tienen provisión hecha de cumplidos, de enhorabuenas y de pésame. Poseen gran caudal de voces equívocas; saben mil frases de mucho boato y ningún sentido. Han adquirido a costa de inmenso trabajo cantidades innumerables de ceños, sonrisas, carcajadas, lágrimas, sollozos, suspiros y (para que se vea lo que puede el entendimiento humano) hasta desmayos y accidentes. Viven sus almas en unos cuerpos flexibles y manejables que tienen varias docenas de posturas para hablar, escuchar, admirar, despreciar, aprobar y reprobar, extendiéndose esta profunda ciencia teórico-práctica desde la acción más importante hasta el gesto más frívolo. Son, en fin, veletas que siempre señalan el viento que hace, relojes que notan la hora del sol, piedras que manifiestan la ley del metal y una especie de índice general del gran libro de las cortes. ¿Pues cómo estos hombres no hacen fortuna? Porque gastan su vida en ejercicios inútiles y vagos ensayos de su ciencia. ¿De dónde viene que no sacan el fruto de su trabajo? Les falta, dice Nuño, una cosa. ¿Cuál es la cosa que les falta?, pregunto yo. ¡Friolera!, dice Nuño: no les falta más que entendimiento.
Sin lugar a dudas hoy a la mayoría lo que les falta es vergüenza, y mienten una y otra vez para salvar sus traseros.  

Hatajo de estómagos agradecidos, sentados cómodamente en sus poltronas, sin importarles lo más mínimo que fuera haga frío, que se siga echando a la gente a la calle con lo puesto, que se cierren consultorios, que se vayan los médicos... A ellos ¿qué más les da? Su única preocupación es coger buen puesto en la lista de las próximas elecciones, para no tener que mendigar ellos mismos una puerta giratoria, o un puestecillo técnico en cualquier banco, mundial o local. 

Comentario de para el club de lectura La Acequia.

martes, 6 de septiembre de 2016

Número 130. Cartas marruecas (I)

A principios de verano me encontré con un conocido en la calle, él no tenía prisa y a mí me sobraban cinco minutos, a él le gusta hablar y a mí también, así que buscamos el arrimo de una sombra.

Hablamos de los hijos, tema recurrente, y a la segunda frase salió España. 
—Como en España no se vive en ningún sitio —dijo mi interlocutor con suficiencia, y yo no le interrumpí—. Yo que he viajado por todo el mundo lo puedo decir alto y claro. Una vez en el aeropuerto de... 
Es verdad, mi conocido viaja por todo el mundo. Junta días y ahorros y se hace unos viajes que para mí quisiera, así que sí, le di la oportunidad de contarme alguno o varios de sus viajes y de que me mostrara por qué España era el mejor país del mundo, pero a la tercera frase me di cuenta de que lo que mi interlocutor realmente conocía eran los aeropuertos, y sus experiencias en otros países se limitaban a las contrariedades sufridas por los retrasos en los vuelos y o rácanas que suelen ser las compañías aéreas a la hora de darte el mal bocadillo al que tienen obligación. Y como un aeropuerto se parece bastante a otro y una compañía aérea es calcada de la otra, la desventaja de los otros países sobre España se resumió en que si te quedas varado en un aeropuerto ruso, pongamos por caso, no pienses que te van a obsequiar con caviar para entretener la espera...
—Y otra vez en...
De pronto recordé que tenía prisa, que me estaban esperando y me disculpé hasta la próxima.

Sirva esta anécdota personal para enfrentarnos a la lectura y reseña de las Cartas marruecas, la obra más conocida del escritor José Cadalso, un español del siglo XVIII al que la vida y la posición social le permitió viajar, estudiar en el extranjero y aprender idiomas sin que se le ladearan los tufos de la peluca, eso en ese siglo, porque en este, según leo en Twitter, el que no sabe inglés es porque no quiere y no sabe invertir en su futuro. 

Si me dieran a leer hoy Cartas marruecas, sin contextualizarla en su época y sin saber nada de su autor, creería estar en el mejor de los casos ante la obra estacional de uno de esos todólogos que pueblan nuestras tertulias y que cuando cogen la pluma saltan directamente a las mesas de «Novedades» y «Más vendidos» de las mejores librerías. 
Bien es verdad que habiendo hecho varios viajes por Europa, me hallo más capaz, o por mejor decir, con menos obstáculos que otros africanos; pero aun así he encontrado tanta diferencia entre los europeos que no basta el conocimiento de uno de estos países de esta parte del mundo, para juzgar de otros estados de la misma. Los europeos no parecen vecinos, etc.
En el peor el libro podría haberlo escrito cualquier cuñado, de esos que saben juntar dos fraes, al que además su trabajo lleva por distintos puntos de España, lo que le da pie para pontificar ante un gin tónic y otro:
Aun dentro de la española hay variedad increíble en el carácter de sus provincias. Un andaluz en nada se parece a un vizcaíno; un catalán es totalmente distinto de un gallego; y lo mismo sucede entre un valenciano y un montañés.
¡Caray! Esto corre por las redes sociales y se creen que lo ha dicho Rajoy. En cualquier caso el corolario es el mismo: como en España en ninguna parte, aunque yo me permita criticar todo lo que me apetezca porque de mí oirás, pero no dirás. 

Lo bueno o lo malo es que cada español ve España de una determinada manera, y es que España es plural y cada español, tiene un culo y una opinión, ya se sabe:

Mapa mostrado por el diputado de ERC, Gabriel Rufián, en su intervención en la sesión de investidura (02-09-2016)
Pero volvamos al siglo XVIII, en el que se nos simula que un marroquí, también culto y viajado —no vayamos a pensar cualquier cosa— tiene la suficiente distancia como para hablar con pretendida objetividad de lo bueno y de lo malo que hay en esta España nuestra.

Al marroquí culto, que no todo va a ser agudeza visual y ciencia infusa, le acompaña en la sombra, con alguna intervención en el proscenio, un castellano viejo, antiguo capitán de infantería, con un nombre que ya lo dice todo, Nuño Núñez, dedicado ahora a estudiar la historia de España en su sentido amplio.

Todo ello viene envuelto en el viejo recurso literario de las cartas escritas por otros y los manuscritos encontrados por casualidad, pero que vienen que ni pintados a los propósitos del autor. Reverencia a los clásicos, a Cervantes en concreto, desde las primeras líneas y vamos allá. 

¿Por qué una visión marrueca? Quizás ahora, aunque ya tengamos olvidado el bachiller, no nos sorprenda esta palabra, marrueca, asociada a la obra de Cadalso, pero era una palabra nada común en sus tiempos que probablemente Cadalso eligió para aumentar la distancia objetiva que culturalmente nos separa de África, aunque sea de esa África tan próxima desde la que algunos se aventuran en patera para llegar a Europa, que a pesar de sus defectos sigue siendo atractiva. Cartas marruecas y no marroquíes, decíamos, la Academia introdujo esta palabra en su diccionario de 1884 y la marca de su poco uso está presente en casi todas las ediciones. Exotismo y distanciamiento ya desde el título y la introducción. Cartas marruecas, sí de ese país tan cercano geográficamente pero tan alejado a los ojos de los españoles de antes y de ahora, y una marca de continente muy presente desde las primeras líneas: África, pero no olvidemos que para muchos África empieza en los Pirineos.

Cadalso dice preferir el género epistolar, aparte de por ser más ameno y de fácil lectura, por tener toda una tradición europea detrás a la que él se quiere sumar, una tradición que se distancia de «la religión, el clima y el gobierno» para conseguir la pretendida objetividad. 

Está cerca, pero todavía quedan algunas décadas, para que otro escritor, también culto y viajado, Larra, escriba desde la primera persona y sin intermediarios ni licencias literarias lo mucho que le duelen su país y sus paisanos. 

Comentario de Cartas marruecas para el club de lectura La Acequia.