martes, 18 de diciembre de 2018

Número 202. Los cuatro jinetes del Apocalipsis (y II): así es la guerra

No, la Bestia no muere. Es la eterna compañera de los hombres. Se oculta chorreando sangre cuarenta años..., sesenta..., un siglo, pero reaparece. Todo lo que podemos desear es que su herida sea larga, que se esconda por mucho tiempo y no la vean nunca las generaciones que guardarán todavía nuestro recuerdo.
Tschernoff, el anarquista ruso que pone contrapunto teórico a la justificación germánica de la guerra, nos deja este pesimista futuro al final de unos de los últimos capítulos. 

Sabemos, porque lo cuentan los libros de historia, que cuando Blasco Ibáñez escribía estas palabras quedaban todavía dos años de guerra, y que luego vendrían otra y otras y a así, para entrar en el siglo XXI también en guerra, con multitud de refugiados que huyen del peligro cotidiano para caer en otros peligros aún mayores.

El telediario nos sirve a diario imágenes de cuerpos sangrantes y destrozados, hombres que corren portando camillas, caritas asustadas, mujeres horrorizadas, ancianos impotentes... 

Blasco Ibáñez incrusta a Marcel Desnoyers en el corazón de la batalla del Marne, aquella que milagrosamente frenó la marcha implacable hacia París del ejército del Káiser, y lo hace sin ahorrar efectos especiales, como si estuviéramos ante una gran superproducción de un Hollywood. Por encima de nuestras cabezas vuelan los proyectiles, mientras a ras de suelo se dispara sin piedad sobre todo lo que se mueve y se asesina a inocentes por el mero hecho de existir o de tener veinte años.  


El autor, que ya se ha situado desde el principio en el lado de los aliados, no duda en desplegar ahora toda la artillería visual y directa para justificar el enfrentamiento: «Los franceses deben defenderse», dicen los de un lado. «Los belgas nunca debieron resistirse», dicen los del otro. 

«Así es la guerra», dicen unos y otros por toda justificación.

Monolito de piedra en primer plano, en segundo un campo de trigo. En el monolito se lee: Voie Sacrée. Bar le Duc
Foto de Gvdvor (dominio público)

La guerra es cosa de hombres —«las mujeres damos paz», volví a oír ayer mismo— y aquí el autor no pretende desmentir nada. Dentro de los perfiles humanos de la novela —y no estamos ante una novela de personajes sino de acción—, los hombres hacen la guerra y las mujeres la sufren. La sufren sobre todo las mujeres del pueblo, que en la novela aparecen sin nombre  —«las criadas cobrizas»—, mientras que la clase acomodada oscila entre la frivolidad, los rezos y una tardía redención. 

Sin embargo, al final de la novela las mujeres toman un protagonismo, incluso involuntario por parte de su autor, al darles el papel de madres, de portadoras de vida frente a la muerte. 

La cámara nos lleva en la escena final a campos de labor sembrados de tumbas, muchas de ellas anónimas, por los que el arado abre nuevos surcos para recibir la nueva semilla, la vida sigue. Chichí, y hasta el nombre que ha elegido el autor para esta mujer suena ridículo, toma la iniciativa ante ese futuro que se aproxima y en el que las mujeres no pueden ser sujetos pasivos. 
Nota final: sobre lo que supuso el papel de la mujer en la I Guerra Mundial y lo que esta supuso en su papel posterior en la sociedad hay suficiente bibliografía, pero se queda fuera del ámbito del comentario a la novela.

Para el club de lectura La Acequia.

viernes, 14 de diciembre de 2018

Número 201. Las modernas de Madrid o las maridas de los maridos

Hay ensayos que se leen de corrido y mejor que si fueran novelas. Tal es el caso de Las modernas de Madrid.Las grandes intelectuales españolas de la vanguardia, de la hispanista estadounidense Shirley Mangini. El libro tiene ya casi veinte años y la recomendación vino de la mano de Luz del Olmo.

portada de Las modernas de Madrid en la que se ve a un grupo de mujeres posando


¿Cómo nos habíamos perdido este libro? Una vez más tienen que ser los extranjeros los que vengan a abrir las ventanas de casa y dejar que entre la luz que irradian los propios españoles, en este caso las españolas.

Bien es verdad que muchas de las cosas que leemos en el libro sobre estas mujeres que ocuparon buena parte del siglo XX ya las sabíamos, ya habíamos  leído sobre ellas, incluso alguna de sus obras, en otros libros más o menos enjundiosos, pero leer sobre ellas así en caleidoscopio proporciona un extraño placer al comprobar, una vez más, cuánto y cuánto bueno tuvimos, y cuánto nos perdimos por culpa de una guerra que nunca debió suceder.

Muy documentado, es un libro que hay que leer primero de corrido, ya digo que se lee mejor que muchas novelas, y luego habrá que volver a él más despacio, con lápiz y papel para ir tomando alguna nota que nos sirvan para profundizar, para seguir avanzando en alguno de los aspectos que más nos hayan llamado la atención sobre lo que fue la actividad cultural de finales del siglo XIX y primer tercio del siglo XX sobre el que los libros han corrido siempre un velo.

Aparte de datos siempre pertinentes, el libro ahonda en la personalidad de estas mujeres, tan distintas entre ellas, algo que le da otra dimensión a su obra. Por ejemplo, no deja de sorprenderme que Rosa Chacel, a la que ahora vemos por encima del bien y del mal, confesara en una entrevista a la autora del libro:
Mis dificultades para desenvolverme no han sido nunca literarias. Han sido, en realidad, dificultades sociales: la dificultad por no haber tenido nunca una peseta. Si buscamos algo que se pueda llamar culpa, tengo que reconocer que toda es mía: una especie de torpeza que puede parecer vanidad y que ¡tal vez lo sea!, pero que yo viví como consustancial estética. Eso es todo, no supe desenvolverme como mujer sin una peseta, cosa que tanto he visto realizar gloriosamente a mujeres llenas de espíritu, de arte de todo lo que quieras [...]; ante el mundo era una paletilla castellana. Para remate, a esa edad ya empecé a ser gordita —siempre fui pequeña—, nunca pude alcanzar la elegancia de la sencillez. Eso ha sido uno de los grandes tormentos de mi vida (p. 149).
Me duele pensar en una afirmación así, alguien tan inteligente y limitada en sus relaciones sociales por cuestiones de «estética» o sencillamente de pobreza, de
no poder disponer de ropa «adecuada» para ir a los lugares frecuentados por los intelectuales. No podemos por menos que recordar a Antonio Machado y «su torpe aliño indumentario» y Pilar de Valderrama reconviniéndolo precisamente por ese desaliño. Por cierto, Pilar de Valderrama está ausente de este libro.
No es la única, porque también podríamos echar en falta a María Moliner, pero sabemos que Moliner, que siempre llevó una vida discreta, volvió tarde a Madrid, aunque hubiera podido coincidir con más de una de estas señoras que se educaron en el Instituto Escuela o en la Institución Libre de Enseñanza.

No todas las modernas eran chicas de posibles, pero sí todas tuvieron tarde o temprano un cierto éxito en el mundo de las artes, ya fuera la escritura, la pintura, el periodismo o en la vida pública dedicadas a la política. Todas tuvieron un cierto éxito, aunque los libros oficiales las hayan ninguneado, reduciéndolas a meras comparsas de sus maridos o de sus jefes, como fue el caso de Irene Falcón a la que conocemos como la «secretaria» de la Pasionaria cuando tuvo una vida intelectual mucho más amplia. 

Digo que aquellas que aparecen en el libro cosecharon un relativo éxito profesional, o al menos intelectual, pero ¿cuántas no se quedarían por el camino? ¿Cuántas ni aparecieron ni aparecerán nunca en los libros porque no tuvieron la fortuna de que nadie les publicara un artículo ni pudieron recitar sus versos en público ni exponer sus cuadros o sus dibujos?

No todas eran niñas bien, y alguna pasó apuros económicos y hasta se pluriempleó para salir adelante, como fue el caso de la admirada Clara Campoamor. Unas llevaron una vida más libre y otras más recatadas, las hubo casadas, solteras, divorciadas y viviendo en pareja, y por encima de todas ellas dos instituciones que dieron mucho que hablar la Residencia de Señoritas y el Lyceum Club, donde según Margarita Nelken, probablemente la más libre y moderna de las modernas, mandaban las maridas, es decir las esposas de los hombres importantes de la época, que no querían quedarse atrás, pero que tampoco comulgaban con los modos de vivir y de pensar de las modernas. 

Con una cita de Margarita Nelken, recogida en el libro termino este comentario con la intención de volver más despacio sobre esta interesante obra que sigue manteniendo fresco su interés a pesar de los años transcurridos:
Ya sabe usted que me tachan de antifeminista. No escribo en un sitio sin que, a los dos días, el director no reciba unos cuantos anónimos en que se me pone como no digan dueñas, y esto, como usted comprenderá, me es muy desagradable (pág. 211).
Mangini, Shirley: Las modernas de Madrid. Las grandes intelectuales españolas de la vanguardia. Barcelona: Ediciones Península, 2001.

lunes, 10 de diciembre de 2018

Número 200. Los cuatro jinetes del Apocalipis (I): two to tango

También podríamos decir que dos no riñen si uno no quiere, pues estamos ante una novela en la que la guerra, la Gran Guerra, tiene papel de protagonista, pero quedémonos en uno de los personajes de carne y hueso, que como buen argentino baila el tango en los salones parisinos. 

Pius X Tangobild 1914 (2)

Julio Desnoyers se nos presenta en las primera páginas como el prototipo de un antihéroe. Niño rico y caprichoso, criado en las extensas planicies argentinas donde el ganado se multiplica casi solo, vuelto a Europa con su familia, lleva una vida de regalo en París, esa ciudad que atrae nada más poner el pie en ella. Precisamente en los salones ha conquistado a lo que podría ser el prototipo de la mujer aburrida, la esposa de un ingeniero industrioso centrado en sus motores y en su vida familiar. ¡Ay!, pero la dama, tras los primeros lances se muestra recatada, celosa de su fama y hasta los encuentros triviales con su amante en los jardines públicos le resultan peligrosos.

Para darnos el perfil de Desnoyers, Blasco Ibáñez se remonta, en una amplia retrospectiva narrativa, a la llegada de su abuelo a la Argentina, a cómo hizo fortuna hasta lograr ser un rico estanciero, cómo se casó con una joven mestiza con tierras, la china, cómo dejó su semilla esparcida en numerosos hijos bastardos, y luego decíamos de los Buendía, de cómo casó a sus hijas con dos europeos diferentes, de cómo sus yernos se repartieron la fortuna e hicieron la propia a la sombra del patriarca, y de cómo unos y otros volvieron a Europa tras la muerte de don Madariaga, dejando las tierras americanas al cuidado de aquellos medio hermanos nativos. 

Blasco Ibáñez se deja llevar por los tópicos y traza la figura del español, su mujer mestiza y sus hijas educadas en colegios de Buenos Aires, con arreglo a lo esperado. Lo único que parece ser diferente son esos yernos, uno de origen francés y otro de origen alemán, tan diferentes entre sí. 

El francés sabe seguirle los pasos al suegro y lleva, junto a su mujer, la hija mayor, una vida más o menos pacífica en la estancia, sus hijos, los protagonistas, serán ya harina de otro costal. El yerno alemán responde a otro perfil, más vividor, más romántico, con pasado noble postizo, sabe enamorar a la hija pequeña, que pasa sus días entre el piano y las novelas. El amor todo lo puede y se casan y son felices y tienen hijos y al final comen perdices gracias a la herencia del viejo.

Ese viejo que vivía tranquilo en su estancia y que razonaba así con su yerno el francés a cuenta de las guerras:

—Fíjate, gabacho —decía, espantando con los chorros de humo de su cigarro a los mosquitos que volteaban en torno de él—. Yo soy español, tú francés, Karl es alemán, mis niñas argentinas, el cocinero ruso, su ayudante griego, el peón de cuadra inglés, las chinas de la cocina, unas son del país, otras gallegas o italianas, y entre los peones los hay de todas castas y leyes... ¡Y todos vivimos en paz! En Europa tal vez nos habríamos golpeado a estas horas, pero aquí todos amigos.
Sorprende, a medida que avanzamos en la lectura de la novela, que fuera escrita en 1916, en plena Gran Guerra, con todo el siglo XX por dejar amarga huella en la historia, aún con otra gran guerra y numerosos conflictos bélicos. Parce como si Blasco Ibáñez hubiera tenido un catalejo que le trajera el futuro al presente: las guerras, los conflictos raciales, la pretendida supremacía de unas razas sobre otras, y todo ello sobre el escenario de la vieja Europa, porque allá, en la Argentina, donde el único rey es la propia Naturaleza, las cosas ocurren diferentes:
—Yo creo  —continuó— que vivimos así porque en esta parte del mundo no hay reyes y los ejércitos son pocos, y los hombres solo piensan en pasarlo bien lo mejor posible gracias a su trabajo. Pero también creo que vivimos en paz porque hay abundancia y a todos llega su parte... ¡La que se armaría si las raciones fueran menos que las personas!
Tras ese largo preámbulo en la Argentina volvemos a Europa y a sus calles parisinas, donde coincidirán tipos diferentes, que irán exponiendo sus ideas hasta que les vaya llegando la hora de empuñar las armas, porque . 

no todos los que van a la guerra son soldados.


vista dentral de los Jardines de Luxemburgo (París)



Comentario para el club de lectura La Acequia de la novela de Vicente Blasco Ibáñez Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916).