lunes, 17 de octubre de 2016

Número 134. Nosotros, los evacuados. Sarna con Franco no pica

La suerte y el contar con buenos amigos, que se acuerdan de mí cuando no saben qué hacer con algún que otro libro, me han hecho conocer a una gran escritora, Josefina de Silva, que todavía no tiene entrada en la Wikipedia, algo a lo que habrá que poner remedio.

De entre toda su variada producción, que no fue escasa, destaca un libro: Nosotros, los evacuados, en el que narra la vida de una familia evacuada durante la guerra civil a Murcia, para huir la guerra y los bombardeos de Madrid, ciudad donde hasta entonces habían tenido su hogar.

Narrada en el tono sencillo en el que podría escribir la niña protagonista, de Silva no nos ahorra detalle de aquellos días, siempre desde la óptica de la pequeña, que presenta grandes dotes de observación y análisis, para hacernos llegar de primera mano unos hechos poco conocidos de los muchos que nos dejó la guerra: ¿Cómo vivían?, ¿qué comían?, ¿cómo era la escuela?, ¿en qué trabajaban?, ¿cómo se organizaban? La intrahistoria de la historia, la paz en la guerra, esta vez una guerra mucho más cercana y de la que fue preciso huir, si tal cosa era posible, para poner a salvo los cuerpos y también las almas.

Familia pequeño burguesa, de la que los hombres, por la guerra o por otras circunstancias, están ausentes. Las mujeres resueltamente toman el mando, y van acogiendo en el hogar a otros familiares que lo habían abandonado para seguir la vocación religiosa. 

Son una familia de derechas, pero con matices, la abuela es firme partidaria de Gil Robles, al que lee con devoción, mientras que la madre es más de Franco. En cualquier caso todos sin excepción tratan de disimular sus ideas y creencias, de pasar desapercibidos, porque a fin de cuentas son gente normal, gente del montón y no han podido elegir ni bando ni lugar. 

Las penurias e intrigas de la guerra en aquel Madrid desquiciado acaba pronto con los más vulnerables, y el resto de la familia, mujeres y niños, emprende la huida hacia Murcia, ciudad en la que según los periódicos caen menos bombas en aquel momento y por lo tanto es una ciudad segura. 

El lento viaje en tren constituye la primera aventura para los más pequeños, que descubren nuevos mundos y horizontes.

Los primeros meses no son nada fáciles en la ciudad de acogida: hacinamiento, hambre, enfermedad..., una ciudad donde no es fácil encontrar agua y jabón con los que lavar el jergón que les ha sido asignado, pero donde funciona una curiosa solidaridad a veces impuesta por la fuerza, que ayuda a encontrar soluciones drásticas cuando ya casi se ha perdido la esperanza.

El ingenio, el trabajo y el tesón de las mujeres de la familia hacen el resto, procurando una vida mejor para aquellos evacuados. Los días van pasando pero empieza a no haber nada, ni en las huertas, ni en los escaparates de las tiendas, ni papel en las oficinas, ni lápices con los que escribir. Se rumorea que en los sótanos y bodegas se guardan algunos bienes en espera de mejores oportunidades comerciales. Solo queda dinero en los bolsillos, un dinero que no puede comprar nada, porque nada hay, pero que da una cierta seguridad a los que lo tienen en su poder.

Foto antigua en la que se ve un niño agachado bebiendo de una fuente pública


La guerra avanza, los republicanos van perdiendo posiciones, y entre medias de la desinformación, se va abriendo paso la noticia de que el final de la guerra se acerca, y la gente se prepara en secreto para ello, para retomar su vida normal.

Los evacuados deberán volver a sus lugares de origen, y allí en el capítulo final, en un capítulo ampliamente citado en distintos trabajos, se produce el choque con la realidad de «la paz», aun más dura que la propia guerra: la vuelta a casa donde no queda nada.  ¿Estará aún la casa en pie?

Dice el profesor Ojeda por algún lado que un buen libro es aquel que entre otras cosas te abre las puertas a otros libros, sin duda este abre nuevas inquietudes, entre ellas la de seguir profundizando en lo que ocurrió a la vuelta, a la llegada a Madrid. De Silva no nos lo ha contado, pero son tantas y tantas veces las que se lo hemos oído a nuestros padres, a nuestros abuelos, a esa vecina que pasó toda la guerra en Madrid, o a aquella otra, a la que el 18 de julio la pilló con sus hijos en La Granja, y tuvo que ingeniárselas para vestir durante los duros inviernos a tres niños pequeños, pero, en cualquier caso la vuelta a la normalidad siempre fue dura, con muchas carencias en el día a día.

A pesar de aquellos tiempos inciertos que los esperaban en la vuelta al hogar, la paz siempre se veía con esperanza, y más si se había ganado la guerra y por el entonces ya admirado Franco empezaba a organizar la nueva vida de los españoles. «Contra Franco vivíamos mejor», dijimos muchos años después, una vez superado el subidón de la transición, y de algún modo en ese frente se alinea la madre de la protagonista: todo lo que venía de Franco era bueno.
Yo estuve a punto de rebelarme, de decir que no entraba en aquellos vagones; pero comprendí que no había más remedio. Los rojos nos habían llevado en vagones normales, apretujados, pero era un medio para personas, con asientos, ventanillas y techo a una altura que permitiese respirar. ¡Y estábamos en guerra!
Mi madre argumentó que aquellos tiempos eran peores todavía que la guerra, que la nación estaba más agotada y existían menos medios, que los pocos trenes que habían los necesitaban para reincorporar a los soldados... En resumen, que sarna con Franco no pica.