martes, 4 de septiembre de 2018

Número 196. Una bala para el recuerdo

Hay novelas, como esta de Maite Carranza,  que se leen de un tirón y luego se vuelven a leer para tomar nota de algunos detalles o recrearse en algunos de sus pasajes. 

Encuadrada bajo la etiqueta de literatura juvenil, es sin duda una novela que tiene también en cuenta a los lectores adultos.  Novela de aprendizaje, de camino, de viaje iniciático de tránsito hacia la edad adulta, encuadrado en este caso en la España trágica de la retaguardia durante la Guerra Civil.

Una mañana de junio de 1938, Miguel Serna, a punto de cumplir los 14 años, vaquerillo en su pueblo de la montaña palentina, lo abandona para ir en busca de su padre, del que les han llegado noticia que está vivo en un campo de prisioneros de Asturias. Por única compañía lleva a Greta, una perra de esas con conocimiento, a la que bautizaron con ese nombre en honor de la actriz Greta Garbo, después de haber visto una película suya en la cercana Cervera.


tapia de piedra y árboles y vegetación detrás

En las noches del norte de Palencia, allá por 1938, abundaban los lobos, lobos de verdad, de los que atacan a ganados y a personas, lobos de los que meten miedo, sin dar lugar a que llegue el invierno. No obstante, no es ese el único peligro, al que se tiene que enfrentar Miguel en su viaje, porque hay también hambre, y piedras en el camino que destrozan los pies y fatiga, pero sobre todo hay miedo y desconfianza: los humanos se temen los unos a los otros, y solo la mirada limpia de una pelirroja adolescente con largas pestañas que mueve en una décima de segundo hasta cinco veces, «que las conté», es capaz de salvar la situación y poner alegría, y sobre todo esperanza, en aquella España rota. 

Carranza ha elegido la primera persona para la narración, se ha metido en las alpargatas, destrozadas al final del camino, del héroe para llegar a otros chicos como él, para los que ya en la segunda década del siglo XXI, la Guerra Civil no es tan siquiera un cuento de abuelos. Estamos ante un libro ágil, que mantiene la tensión dramática en todo momento, que a veces te encoge el corazón y respiras hondo cuando el niño logar escapar a los numerosos peligros. Quizá a los adolescentes del siglo XXI les parezca un poco ingenuo suspirar por el beso de una chica, pero hay temas eternos, que con las correspondientes actualizaciones vuelven a aparecer en todas las generaciones: el amor, el odio, el sueño, la necesidad... y hasta puede que alguna vez también aparezca el hambre y la sed.
Me gustaría creer que nunca ningún niño vuelve a vivir una guerra. 
 Con esta frase cierra la autora el libro, y una historia de guerra es la que nos encontramos, una historia de la vida cotidiana, de la gente corriente, de la gente que la sufrió en primera persona, que fueron todos los españoles. Basada en una historia real, Carranza ha recreado los detalles, bajando a los mínimos, incluso a esos que se olvidan a menudo en las novelas: ¿cómo comen?, ¿dónde se alivian? —la novela recupera alguna palabra ya poco usada— ¿cómo se curan?, pero sin entrar en detalles morbosos, aunque más de una vez llegue a nuestra nariz el hedor de la putrefacción. Todo ello con el ánimo de llegar al joven lector, de contarles una verdad histórica sin paños calientes, y con el ánimo —lo he leído por algún lado— de que los alumnos de escuelas e institutos se sirvan de ella, de esta narración para sus propios talleres.

Hay algún fallo de documentación en la novela, que quizá debería haberse cuidado: la penicilina no podía estar al alcance de ningún maquis en 1938, porque la penicilina se comercializó después de la II Guerra Mundial y el primer tratamiento en humanos se aplicó en 1941, por cierto que el paciente murió por no poder completar dicho tratamiento, así que díficilmente una sola dosis, aunque hubiera sido de caballo, podría haber cortado de raíz una infección provocada por metralla. No es la primera vez que me encuentro este anacronismo respecto a la penicilina —su uso en la clandestinidad durante la Guerra Civil— en una novela, y me pregunto si no estará corriendo algún tipo de leyenda urbana al respecto, como pasó con aquella de mi infancia, de que a Manolete le habría salvado la vida la penicilina. 

Tampoco podía en 1938 haberse aprendido un prisionero en un campo de Asturias Paquito el Chocolatero, porque en ese año, su popularidad no había rebasado los límites de su lugar de nacimiento, y si lo hubiera hecho, es de suponer que el boca a boca no habría sido suficiente para llevarla hasta unos hombres que carecían de lo más elemental.

También se le ha deslizado a la autora alguna expresión muy de hoy en día: Sí o sí, ¿Eres tonto o te entrenas?... que casi nos devuelven al siglo XXI, pero estos y los otros son pecadillos muy veniales, que igual hasta tienen su razón de ser. A cambio, desliza algún refrán o frase proverbial de mucho uso, para que no se olviden, para que los chicos se los vayan aprendiendo: La esperanza es lo último que se pierde, Afortunado en el juego, desafortunado en amores...

La novela se estructura en tres grandes capítulos, al principio de cada uno la autora ha colocado un poema, un poema de tres grandes poetas del siglo XX: Salvat-Papasseit, Antonio Machdo y Miguel Hernández. Releer alguno de sus versos es un plus de esta novela.

Nota adicional: En muchas de las narraciones orales que nos han llegado sobre las últimas horas de los paseados hay un detalle que se repite, y que la autora introduce al menos dos veces en la novela: él ya no lo va a necesitar, a donde vas no las necesitas... Unas veces son las botas, otras son las livianas alpargatas, en otros casos son objetos más personales, pero casi siempre aparece este detalle.