martes, 30 de julio de 2019

Núm.211. Grazia Deledda y sus Cuentos de Cerdeña

No conocía la existencia de Grazia Deledda, premio Nobel de Literatura en 1926. Fue mi descubrimiento de la última Feria del Libro de Madrid y no me pesa en absoluto.

Reeditados ahora por Bercimuel, me llevé a casa un ejemplar de Cuentos de Cerdeña, y desde las primeras páginas vi lo merecido de un premio tan prestigioso, pero sobre todo comprendí que hay autores que no deberíamos perdernos nunca. 

Deledda narra lo que conoce, su pueblo, su tierra, Cerdeña, tierra y dialecto que abandonó al casarse para instalarse en Roma. Los relatos que se incluyen en el volumen corresponden al primer periodo, antes de su marcha a la Ciudad Eterna, es decir se quedan en los últimos años del siglo XIX.

Deledda nos transporta a una Cerdaña rural, primitiva, donde la naturaleza se nos muestra a veces sin mácula y otras doblegada por la mano del hombre, pero solo lo imprescindible para sacar de la tierra el fruto que alimentará a hombres y animales. 

Los personajes, sus habitantes, también se nos presentan en estado puro, con sus ropas imposibles y con abundantes detalles sobre el traje femenino, especialmente los justillos, que dan información acerca de las que los llevan. Leyendo estas descripciones, nos encontramos ante estampas pintorescas de un cuadro de costumbres, porque en todos los relatos hay un fondo folklórico, muy del gusto de la época, por otro lado.

Más allá de lo pintoresco, Deledda es una excelente narradora, el pulso en sus historias es el justo, y sorprende, casi siempre nos sorprende, con los finales, incluso cuando son previsibles. 

Me quedo con las descripciones de los paisajes, unos paisajes en los que se recrea jugando con las palabras, sin ahorrar adjetivos y rozando peligrosamente el límite de lo tópico, pero a mi juicio sin rebasarlo. Aquí dos muestras casi elegidas al azar:

En el tibio mediodía de abril, las frescas hojas de los alcornocales tranquilos y silenciosos que cubrían la salvaje llanura, cuajada de jaras, madroños y espinos, parecían reflejar el cielo, de un azul perla. Los bosques se extendían hasta donde alcanzaba la vista, hasta las brumas del horizonte, delimitado por las montañas lejanas, de un azul más oscuro, pero más vaporoso (pág. 215).

paisaje de riber con cereal en primer plano, árboles de ribera en segundo y recortando el paisaje alcores blanquecinos bajo nubes


Empezaba a refrescar.  Una noche llovió, y el río creció , turbio, lívido. Pero, cuando volvió a salir el sol, una indecible dulzura se extendió por la tanca. El cielo apareció sereno, de un tierno azul perlado. El río adquirió una transparencia glauca de velo, de cristal; y sopló una brisa inefable, de fragancias y de cosas lejanas, anunciando las dulzuras otoñales. La adelfa había dejado caer todos sus pétalos sobre las aguas claras y se erguía con sus alargadas hojas lavadas por la lluvia brillando al sol; pero la hierbabuena seguía floreciendo, desprendiendo un fuerte olor a menta (pág. 435).
No quiero olvidarme en esta reseña de la labor de la traductora, Mercedes Corral, ni de la revisora Antonina Pobo. Dejando a salvo mi ignorancia absoluta acerca del original,  y con ello la posibilidad de equivocarme, creo que han hecho una buena labor y solo las palabras en sardo, salpicadas aquí y allá, nos recuerda que estos cuentos no han sido originalmente escritos en castellano.

DELEDDA, Grazia: Cuentos de Cerdeña y otros cuentos. Edición de Giovanna Cerina. Editorial Bercimuel, 2018.

domingo, 28 de julio de 2019

Núm. 210. Cajón de sastre burgalés


En el cuarto de estar de casa de mis padres en Madrid estuvo colgada desde siempre una estampa con una vista de Burgos. Enmarcada en blanco y negro, hacía juego con el sencillo mueble bar de formica y los sillones de mimbre. Mi madre me explicaba que las casas del otro lado del río eran las de La Isla, hermoso y señorial paseo arbolado por el que sí que pasaban coches, al contrario que por El Espolón, mejor paseo aún de tupido techo vegetal que en verano protegía a los burgaleses de las inclemencias del sol. Mi padre siempre estuvo enamorado de aquel paseo, para él el mejor paseo de España, y yo me conformaba con mirar el cuadro con aquella vista que tanto difería de las que yo estaba acostumbrada a ver en Madrid. A pesar de que mi padre era muy aficionado también al Paseo del Prado, nada tenían que ver aquellas dos lugares de recreo, Burgos era otra cosa.

Vista coloreada de Burgos, el paseo de La Isla, la catedral y al fondo el castillo Isa, la e
 

En un capítulo de sus Memorias, María Cruz Ebro (1881-1967) recuerda, con cierta humildad, que su madre decía que lo que escribía su hija era «un cajón de sastre». No le faltaba razón a la madre de María Cruz, a pesar de ello las Memorias de una burgalesa resultan una lectura obligada para los que de una forma o de otra nos interesamos por la llamada Cabeza de Castilla.

Memorias imprescindibles pobladas de gente bien en un batiburrillo de condeses, marqueses, militares con graduación, militares con altísima graduación, señoritas que se casan con los anteriores después de haber pasado por las Francesas, prelados purpurados, algún seminarista que alcanzaría fama después, la infanta Isabel, los reyes de España, el zar de todas las Rusias y hasta el archipámpano de las Indias parecen darse cita en El Espolón bajo el conjuro de esta burgalesa de pura cepa que quiso dejar constancia por escrito de una época. ¿Lo consiguió?

Vista la obra desde el siglo XXI, sin lugar a dudas se nos muestra como una obra podada, porque en ella falta una parte importante del Burgos de la primera mitad del siglo XX, falta el pueblo llano que solo se asoma con timidez a alguna que otra fiesta popular o para vender cualquier cosilla sin importancia. Los artesanos, los comerciantes, la gente del pueblo, incluso los oficinistas aparecen en la obra solo de forma excepcional. Tras la lectura nos queda la sensación de estar ante el viejo Burgos de curas y militares que nos han querido mostrar toda la vida 

Puede que lo mejor del libro sea la figura de su autora, una chica que quiso ser revolucionaria sin serlo, que quiso salirse del guión, que se mantuvo soltera, que ganó un campeonato local de tenis ataviada con una vestimenta que casi nos hace sudar al leer su descripción. Una chica que hizo alguna colaboración en el Diario de Burgos donde al parecer compartió pupitre con María Teresa León, sin embargo, esta solo aparece mencionada una vez y completamente disimulada en el reparto de una función patriótica, ni media línea personal dedicada a ella. 

La memoria de Ebro llega hasta 1931, aunque mejor sería decir que se detiene en ese momento. Es de suponer que no quiso trasponer esa fecha crucial para la vida española del siglo XX, mejor pararse justo a tiempo, coincidiendo con la salida de Alfonso XIII de España que no meterse en jardines, sobre todo si se tiene en cuenta que el libro se va a publicar en 1952, en pleno régimen franquista. 

Bastante antes, en 1931, precisamente cuando terminan sus memorias, la señorita Ebro había dado a la estampa una novela que fue recibida con discreción pero con ciertos elogios por parte de la crítica. La desconocida escribía bien. De ella decía un crítico en 1932:  

Un pecadillo de amor tiene capítulos muy bellos, llenos de colorido y aroma a provincianos, tan bien escritos, tan logrados que otorgan categoría a la pluma que los escribió.
Los personajes secundarios están sobriamente trazados y son quizás lo mejor de la novela (Luz, Diario de la República, 28 de marzo de 1932).
La desconocida escritora prometía, a pesar de los defectos —exceso de accesorios y de datos históricos—, pero la historia contada, los amores entre una joven y un sacerdote eran impensables en una sociedad cerrada como la burgalesa, así que la novela fue censurada y retirada de las librerías. Hoy es dificilísimo conseguir un ejemplar. 

Años después, en una España diferente, pero posiblemente en un Burgos muy similar, la señorita Ebro, con ya suficiente edad para tener memoria, metía en una serie de capítulos aquellos datos que guardaba en alguna parte de su archivo, y publicó con todos los parabienes Memorias de una burgalesa (1881-1931), libro de obligada lectura, pero de poco provecho para conocer aquel Burgos que fue. 

María Cruz Ebro ha pasado a la historia como una mujer avanzada y feminista. Desconozco si creó escuela en Burgos o simplemente fue una mera anécdota, pero sí que pasó a la memoria colectiva rodeada de su punto de leyenda como mujer rebelde y nada convencional.