jueves, 23 de febrero de 2023

Núm. 281. ¡Fuego al fielato!

Todavía recuerdo cuando de pequeña volvíamos del pueblo que mi madre escondía manzanas y garbanzos en el fondo de la gran maleta donde en una capa superior iría perfectamente colocada nuestra ropa. Si algo de ropa no cabía, esa iba en una caja cualquiera. La razón no era otra que antes de entrar en Madrid, el coche de línea paraba ante una caseta que había a un lado, el cobrador decía aquello de «Si alguien tiene algo que declarar...». Normalmente no bajaba nadie, y tampoco subía nadie a preguntar, ni pedían al cobrador que se bajaran bultos sospechosos de la baca. Rara vez te hacían abrir las maletas, aunque las cajas, pero sobre todo las cestas, se convertían en objetivos casi seguros. No pasaba nada, pero había un sentimiento de miedo, de contener la respiración hasta que el coche arrancaba de nuevo. Eran los años cincuenta y todavía había que pagar por introducir en Madrid productos de consumo. 


 

No veo a mis mayores con ganas de evadir impuestos, sino más bien con ganas de arrimar algo a la economía familiar, lo poco que podía caber en el fondo de una maleta. Eran tiempos difíciles en los que poco era mucho. 

Por ello, me puedo imaginar muy bien el sentimiento de opresión y abuso que debían sentir los habitantes de los suburbios madrileños cuando a diario debían declarar lo que llevaban en sus tarteras camino del tajo. 

¡Fuego al fielato! es un librito pequeño, pero grande. En sus pocas páginas, tres historiadores, que han tomado como seudónimo el nombre de un antihéroe, Ciriaco Bartolí, describen el día a día de los últimos años del siglo XIX y primeros del XX de los habitantes de Cuatro Caminos: el único camino hacia el centro de Madrid pasaba necesariamente por la caseta del fielato instalada en la plaza. 

Las cercas que con fines igualmente impositivos habían circundado la ciudad en otros tiempos habían desparecido, pero en su lugar fosos de gran anchura se abrían en lo que hoy es el paseo de la Reina Victoria, y la calle Raimundo Fernández Villaverde. La entrada a Madrid desde el norte, desde la llamada carretera de Francia, hoy calle de Bravo Murillo, debía hacerse necesariamente por ese punto. No había otro. 

El malestar de los habitantes de la periférica, obligados a pagar a diario impuestos sobre sus escasos bienes, y la poca atención a sus necesidades que recibían de las autoridades municipales en contrapartida a esos impuestos, era grande. Se sumaba a la presión monetaria la violencia física que sobre ellos ejercían con frecuencia los funcionarios del fielato, violencia agravada cuando el servicio fue subcontratado: el afán recaudatorio no se veía saciado con nada.

Ciriaco Bartolí fue una de esas víctimas, quizás una más de tantas, pero la que colmó el vaso de la indignación. Tras sufrir detención y golpes, de los que tuvo que ser atendido en la casa de socorro, se corrió la voz de que había muerto, y la reacción no tardó en presentarse: «¡Fuego al fielato!» fue el grito de guerra, que solo la dura intervención y el empleo a fondo de las fuerzas del orden consiguió restablecer este.


 

Varios años llevaba fraguándose la rebelión en esos barrios abandonados del otro lado. En el libro se cuentan otras de esas revoluciones, en las que las mujeres tenían un papel importante. Alguien dijo recientemente que «las mujeres están siempre en primera línea de las revoluciones, aunque no estén presentes en la primera línea de las guerras»; quizá sea así, las revoluciones son más cosa de mujeres porque tocan el día a día, la subsistencia de las familias, el salir adelante en tiempos difíciles. Las guerras son más de los grandes dirigentes, donde los hombres, al menos hasta ahora, son obligados a dejar su vida sabe Dios en favor de qué intereses.

¡Fuego al fielato! es una viva descripción del día a día de la vida en Madrid en aquellos años en los que la ciudad crecía con importantes edificios de ladrillo visto, que luego denominaríamos neomudejar, y los obreros que los construían se apiñaban en la periferia en casuchas, o los más afortunados en casas modestas, pero sólidas, hechas a imitación de los grandes. La vida en la calle era continua, se compartían patios y fogones. Los comerciantes de la periferia, que se hacían llamar industriales, representaban un cierto equilibrio entre las capas sociales, entre los de dentro y los de fuera, pero ese equilibrio se rompía a menudo en favor de los de dentro, es decir en detrimento de las clases menos favorecidas, sus propios vecinos.

En las caminatas de madrugada hacia el tajo, los hombres compartían los pesares de afuera, las injusticias del barrio; de vuelta al barrio, cuando caía la tarde, y donde en casa les esperaba una frugal cena y un modesto jergón donde reposar sus huesos, compartían los infortunios e injusticias del trabajo. 

Poco a poco, paso a paso, requisa a requisa...

¡Fuego al fielato!

Editorial: Decordel.

ISBN: 978-84-948594-7-2