domingo, 21 de abril de 2019

Número 207. Releyendo Tea Rooms (II). La ley de la Silla

En 1912 se promulgó la llamada ley de la Silla, aún vigente, por la que los empleadores debían proporcionar una silla a sus empleados a fin de que pudieran descansar en periodos de inactividad.
Detrás del mostrador de la pastelería hay una banqueta para descanso de las empleadas; pero no es prudente ocuparla demasiado tiempo o repetidas veces; la encargada vigila desde el mostrador de enfrente, tiesa frente a la caja registradora.
No está bien visto que las empleadas estén ociosas, porque siempre hay tareas pendientes: «Aunque parezca que todo está hecho, siempre queda algo por hacer» y «el papel cortado nunca está demás». Frases entrecomilladas en las novela que nos hablan de una repetición machacona, por parte de la encargada,
«vigía y capitán» de ese establecimiento selecto en el centro de Madrid de clientela variada.

silla de formica vacía en medio del campo


Si el salario es escaso, 21 pesetas la semanada pagada puntualmente los sábados, las condiciones higiénicas no son mejores, un cuartucho maloliente  sin ventilación, antigua cabina telefónica, les sirve de vestuario para cambiar el traje de calle por la bata negra del uniforme. Hace calor, pero eso no impide que las muchachas den rienda suelta a sus pensamientos, que de momento no puede ninguna empleada controlar. 

Luisa Carnés se funde con su protagonista, son una, y ambas miran a su alrededor y reflexionan: 
La obrera española, salvo contadas desviaciones plausibles hacia la emancipación y hacia la cultura, sigue deleitándose con los versos de Campoamor, la religión y soñando con lo que ella llama su «carrera»: el marido probable.
Matilde-Luisa, Luisa-Matilde son claras excepciones, desentonan en aquel ambiente de locas. 

Carnés describe a su protagonista como circunspecta, seria, firme frente a la encargada —«¿tiene usted alguna queja de mi trabajo?»—, pero depositaria de la confianza de la empleada mayor, que ha mostrado hacia ella una gran ternura:  «solo a ti se te pueden contar estas cosas». 

Un salón selecto donde no se permiten ni confianzas con los clientes  ni malas conductas entre los empleados, donde las mujeres deben ser solteras y sin cargas familiares, donde... 
¡Un ratón!

La empleada que no ha sabido reprimir su grito es despedida sin conmiseración. No ha lugar para lástimas, porque en la calle hay cola para coger el puesto para entrar a ganar esas míseras 21 pesetas a la semana, que no dan para casi nada, pero que sirven para llevar un arrimo a casa.  

El personal se renueva, entra la ahijada del dueño, al que se refieren como el ogro,  a ver si sienta un poco la cabeza. Laurita es pizpireta y se mueve entre ser una más y sus privilegios como ahijada, como ese tomar posesión de la única silla en cuanto se monta la tertulia de los  actores y no separarse de ella ni para despachar. Desde esa silla, desde ese pedestal, «Laurita no deja de lucir sus piernas, y en concreto, sus gracias visibles».

Un día y otro pasan en el salón sin que realmente pase nada, solo de vez en cuando la presencia desgarrada en él de la mujer de uno de los camareros, del que dice estar liado con la encargada. A esta le da un soponcio, pero luego todo vuelve a la normalidad. 

No obstante, en la calle se nota el ambiente tenso, se anuncia huelga, Matilde se muestra claramente partidaria de la solidaridad, esa solidaridad que por unas razones o por otras no han podido mostrar con la compañera despedida.

Diez horas, cansancio, tres pesetas.

Comentario para el club de lectura La Acequia




lunes, 15 de abril de 2019

Número 206. Releyendo Tea Rooms (I)

En alguna parte, cuando estudiábamos los principios de la literatura, alguien nos dijo muy convencido que en las novelas tenía que pasar algo, eso que llaman trama, y que algunos, queriendo sacar nota, dividen en planteamiento, nudo y desenlace: don Quijote deja su aldea y se va por esos mundos dispuesto a remediar a los más necesitados.

Supone la mayoría más ortodoxa que en ese llamado nudo han de ocurrir cosas extraordinarias, cosas que se salgan de lo común: don Quijote lucha contra molinos de viento, por ejemplo; pero el análisis se hace más arduo, cuando en esa llamada trama no pasa nada.

—Resúmeme el argumento.
—Pues va de una chica que trabaja en un salón de té.
—¿Y?
—Pues eso, lo normal, que va y trabaja y...
—¿Y nada más?

Lo que más llama la atención en Tea Rooms, ya se vea como un todo o a medida que se avanzan páginas, es que en ella realmente no pasa nada; nada, salvo la vida y los detalles del afán diario de una humilde trabajadora que Luisa Carnés describe con todo detalle, hasta los más mínimos, porque para eso ella era una de ellas y conocía bien ese mundo.

El planteamiento, el arranque de la novela, no puede ser más sencillo: una chica se examina como mecanógrafa para un trabajo, y ni tan siquiera, como ocurre en otras novelas, lo consigue, debe buscar otro y otro, y echar a la basura las proposiciones insidiosas, porque el acoso sexual en el trabajo existe desde que las mujeres tuvieron que salir a ganarse las lentejas.

¿Crees que una mujer independiente está más capacitada para resolver un problema aritmético que una hija de familia?

Las lentejas o tan solo un pedazo de queso a repartir con la numerosa familia por toda cena, es lo que aspira a ganar esta hija de familia. Con el estómago vacío ¿quién no sucumbe a la tentación de comprarse un buñuelo calentito, azucarado, con su punto de canela, con los 10 céntimos reservados para el billete de metro? 

El vestíbulo de la estación completamente vacío
Vestíbulo de la estación de Cuatro Caminos en 1921
La protagonista, Matilde, vive más allá de Cuatro Caminos, en una de esas casas de ladrillo que los albañiles y maestros de obras construyeron a principios de siglo para alojarse mientras el vecino barrio de Chamberí y el Ensanche crecían y se poblaban de vistosos edificios de estilo neomudejar.

Viviendas colectivas humildes, que compartían patio, fuente y canalillo central para el desagüe, y donde según alguna crónica benigna, las vecinas compartían el puchero, pero esto no es lo que se refleja en esta descripción de la vida en aquellas calles sin empedrar, no, allí si se cenaba era porque en el colmado de la esquina, aun a regañadientes, te fiaban el mísero trozo de queso. 

Peral cuajado de flores blancas sobre cielo azul



Incluso la llegada de la primavera es una mala noticia para las chicas pobres, las pobres chicas que con la primavera no ven posibilidad de disimular los zapatos informes y el deterioro del atavío. 

La primavera llega a pesar de todo, y Carnés la resume en una frase que se atreve a repetir:

Diez horas, cansancio, tres pesetas.

Comentario para el club de lectura La Acequia





sábado, 6 de abril de 2019

Número 205. 142 Revista Cultural

A través del amigo de una amiga, alguien de quien sé que se dedica a las letras y poco más, me llega la recomendación de una nueva revista, 142 Revista Cultural, y un impulso, un fiarme de alguien a quien apenas conozco, me lleva a suscribirme sin más a una revista en papel.

No hace tanto que ordenando y desprendiéndome de esos papales «que ya no voy a necesitar» di con un par de revistas de literatura y culturales de las que ya no me acordaba. Revistas de cuando compraba revistas en los quioscos o en las librerías especializadas, revistas cuya relectura me ha proporcionado unos conocimientos que realmente nunca llegué a asimilar. Así que ¿por qué no tentar a la suerte y esperar a que a la vuelta de veinte años esta revista me produzca un efecto parecido?

No hace tanto también que compré, esta vez en un quiosco del centro, otra nueva revista en la que escribían conocidos y algún amigo, revista que se me quedó corta, y ahora, con una mínima recomendación, sin pensármelo dos veces me suscribo por todo un año y por adelantado a una revista de la que nada sé. 

portada de la revista, en la que una chica joven, tocada con un sombrerito y vistiendo unas botas juveniles monta en bicicleta. Se la ve de espaldas.

Aquí está y el primer vistazo me resulta reconfortante, tiene un poco de todo: análisis, relatos, poemas, gente conocida, perfectos desconocidos....

En días sucesivos voy leyendo despacio y por puro placer uno a uno los artículos, uno a uno los relatos.

Me llama la atención la primera de las entrevistas, realmente extraordinaria. ¿Quién es Teresa Hidalgo? Una chica de melena lacia y negra que sonríe francamente y me recuerda a alguna artista de televisión. El entrevistador nos la presenta: 

No es escritora, música, cineasta.

Seguramente esa primera frase yo la habría redactado de otra manera, pero me agrada ver esa flexión de música, femenino al que no pocos se resisten, y ese principio me parece un buen principio. 

Teresa Hidalgo no es nada de eso, a pesar de un amplio currículo administrativo que se nos detalla de pe a pa, pero nada más empezar a leer preguntas y respuestas, me doy cuenta de que Teresa Hidalgo está en la revista porque tiene algo que contar, su vida, que puede ser la de tantas y tantas lectoras que nos refugiamos en los libros como asidero que nos arranque de la monotonía del día a día. Sin embargo, Teresa no es una lectora más, que descansa con los ojos metidos en el negro sobre blanco, Teresa es madre de una hija con síndrome de Down y la mitad de la entrevista va a girar en torno al día a día de Alicia, esa hija que se va superando con la ayuda y el esfuerzo de todos.  

¿Qué hace una entrevista así en una revista cultural? Me lo pregunto y no termino de encontrar la respuesta, pero sin duda me ha gustado leer a esa madre, saber que en el mundo existen mujeres corrientes, o no tanto, como Teresa Hidalgo. 

Encuentro la recomendación de lecturas pertinente, pero quizás un poco añeja, incluso algún libro ya me he leído... yo, que siempre llego tarde a estas cosas de las novedades.

Me gusta la sección de relatos, con plumas de aquí y de allá. Me gusta la sección de poemas, aunque un verso por el que sin duda no han pasados los ojos del corrector, me haga sonreír y me recuerde una vieja historia de braceros y braseros: 

                                                      Estupores
Malditos estupores que rosaban con las ropas
Como púas sanguinarias.

Rosaban, rosaban... Te enviaré una rosa cada día, que cantaba Alberto Cortez, que se nos ha ido sin sentir... 
No, la revista no vaticina la muerte prematura del cantante, simplemente es que me rondan sus canciones, pero sí trae otra interesante entrevista con un músico desconocido que vive en Sitges en una autocaravana. También un artículo cuyo título es tan sugestivo como el contenido: «La literatura de la crueldad en la música rock».

Más y más cosas, pero no quiero despedirme sin mencionar una mención a Arturo Barea, ese escritor desconocido del que solo nos suena el nombre, el título de sus obras y sobre el que nada sabemos. El artículo se titula «El hijo de la lavandera» y en él se habla del clasismo económico, pero también de ese clasismo de la izquierda intelectual, aquellos jóvenes que se educaron en la Institución Libre de Enesñanza que tanto admiramos desde la distancia. Esas líneas me recuerdan una vieja discusión de mis tiempos de estudiante acerca de si la hija del catedrático, compañera nuestra, tenía algún tipo de ventaja respecto a nosotros más allá del enchufe. Alguien apuntó acertadamente:
«Ella tendrá todo tipo de libros y apoyos en casa mientras que los demás debemos ir a la biblioteca y ponernos muchas veces a la cola para conseguir un libro». De algo así se habla también en «La hija del camionero», una reflexión que no pertenece a la revista, pero que viene muy muy al caso.