Sabemos que la literatura no es solo contar cosas, sino contarlas de cierta manera: moldear el lenguaje de tal forma que este se eleve por encima de las propias palabras, de su significado, para ir más allá y producir un sentimiento superior, el placer que proporciona el arte.
Antonio José Rojo Sastre dice en la presentación del primer volúmen de sus memorias: «Si consigo alinear mi testimonio sobre el papel en un español cabal, me daré por satisfecho.» Quizá sea este uno de los principales valores del libro: esos posos del español cabal ribereño, que el autor no ha podido, ni probablemente ha querido, evitar: palabras, expresiones, refranes, un lenguaje que nos acerca aún más a aquella vida que fue, y que, afortunadamente en la mayoría de las ocasiones, ya pasó.
Por San Blas la cigüeña verás, y si no está en el nido, señal de que no ha venido
Adrada de Haza |
No hubiera llegado a este libro, y ¡ojalá hubiera llegado mucho antes, pues me habría servido para apuntalar alguna esquina de mi tesis!, de no haber visitado Adrada de Haza, esta vez de mano de las riberizadoras Guadalupe y Sátur, esta última ausente de cuerpo, pero muy presente de espíritu, porque es imposible visitar Adrada, sin contar con ella.
Un inciso, sigo recomendando a todos los que me lean que, si tienen ocasión, no dejen de hacer una o varias de las visitas del programa «¿Te enseño mi pueblo?», en el que voluntarios de las distintas localidades te enseñan esas cosas que no se ven a simple vista en los pueblos.
Pues bien, la visita a Adrada termina con un poema de Antonio José Rojo Sastre, del que se cuenta que pasó su adolescencia y juventud allí, desempeñando mil oficios para sacar adelante a su familia, ya que era el mayor de seis hermanos, y su madre se había quedado viuda prematuramente. Eran los duros años 40 en un pueblo de la Ribera del Duero burgalesa, rico, pero pobre, como pobre era aquella España en la que se carecía de todo.
Con esos antecedentes, no dudé en buscar en la biblioteca de Aranda un ejemplar del libro recomendado, La música la ponía el viento, y empezar a leerlo, provista de papel y boli para ir anotando lo que fuera surgiendo.
A nosotros nos gusta -me dijo Guadalupe- porque habla de personas y cosas que hemos conocido. No me podía imaginar, aunque algo sí, que yo también me iba a encontrar entre sus páginas a personas muy conocidas y muy queridas, y que iba a tener ocasión de compartir esos lejanos recuerdos con otras personas queridas, para las que solo Adrada y los adradeños eran tan solo un recuerdo borroso y alguna anécdota de bicicletas abandonas en la carretera. Aunque solo fuera por este personal y entrañable recuerdo hacia la maestra Mercedes Pardo Andrés, el libro me hubiera merecido la pena.
Y en cuanto a los otros personajes y las otras «cosas» ¿cómo no recordar a Nicomedes, a los Molinos, a los Maragatos... al coche de Navarro, que paraba en la acera de la calle Santísima Trinidad-en Chamberí, que añadía mi padre, cuando daba la dirección al taxista-, si forman parte de nuestra propia vida?
Me comentaba recientemente el maestro jubilado José Luis Maroto, que tiene una exposición itinerante de piezas de terracota sobre el lagareo, que son cosas que interesan sobre todo a los viejos, a los que lo han vivido. Pues bien, las cosas que hemos vivido, recordar, «vivir hacia atrás», como también se dice en el libro, nos atraen siempre. Y hablando de lagareos, el protagonista fue entre otras cosas, arromanador, oficio ya perdido pero de gran importancia en aquellos tiempos de vendimias y lagares. Dejemos este tema para mejor ocasión.
Además, es que al leer un libro, siempre hay sorpresas, como esa otra mirada sobre la torre de la iglesia de tu pueblo, que estás cansada de ver, pero que, por cotidiana, no te imaginas que pueda sorprender a otros:
Al pasar por Gumiel de Hizán, Esther notó que la torre de la iglesia era cuadrada. Yo asentí y añadí que la gente mayor a la de Cilleruelo la llamaban «la espadaña de la iglesia», pero como yo en esta ocasión no conocía las razones nos quedamos de momento jugando con la palabreja: la espadaña, la espadaña, la espadaña (pp. 104-105).
Este párrafo adquiere un significado especial para mí, no solo por la mención a mi pueblo, sino porque recientemente alguien me ha indicado la diferencia «social» entre espadañas y torres. Nada es fruto del capricho o del gusto, las espadañas son más baratas de construir que una torre.
El título del libro, La música la ponía el viento, es casi una anécdota, una anécdota que podría pasar desapercibida entre tantas del libro, si no fuera porque nos dice bastante de cómo han llegado algunas canciones a la Ribera, dato que no podemos obviar, aunque ya lo supiéramos, los que nos interesamos por estas cuestiones del folklore popular. El aspirante a maestro debe pasar un examen de música, pero cómo aprender música en aquel pueblo perdido:
Lo de la música tenía bastante gracia. Allí la música la ponían el viento y el trino de los pájaros. No había aparatos de radio, ni gramolas para discos de vinilo. El pianillo de manubrio del salón de baile del señor Juan «Calduchos» era el único artilugio que nos daba unos compases musicales para amenizar el baile del domingo por la noche. No había música pero la gente cantaba en los campos, en las bodegas y había chicos y chicas que, sin ninguna educación académica musical, tenían bellas voces que ejercitaban en el canto a dúo de jotas y folklore castellano y vasco-navarro. Los muchachos al volver de la mili de las ciudades del norte, traían canciones de pescadores, de grupo, de aldeas y caseríos de los sanfermines que transmitían oralmente a los demás (p. 253).
No se tienen conocimientos musicales, pero se canta sin parar, se canta y se importan canciones de otros lugares. Siempre hemos sido en eso una región abierta. ¡Y ay la mili! «De perdidos... al río de la mili», titula un capítulo de su vida. ¡Lo que ensañaba la mili! ¡Y qué desperdicio!, se viene a lamentar el autor.
En la historia negra de la guerra y de la posguerra, hay un capítulo que transcurre en Adrada, mejor dicho, en la crestería que se asoma al pueblo, el Torrejón (que el autor cambia a Torojón, no sé por qué), donde una serie de cuevas se cree que sirvieron de refugio a los hombres primitivos. Allí, en una de ellas se escondió Mariano, y allí, al pie lo mataron.
El Torrejón visto desde Adrada |
La historia de Mariano pocos se atreven a contarla, quizá pese demasiado sobre sus conciencias, se vela, se transforma, se alude, pero pocos son los que se refieren a ella de forma directa. «No hay que remover el pasado», es la consigna que con frecuencia recorre la Ribera. Rojo Sastre nos la cuenta con detalle, probablemente novelada, probablemente poniendo mucho de su cosecha, dejando hacer a su vena narrativa, o puede que tardíamente llegara a saber los detalles de aquella tragedia que se llevó la vida de un pobre hombre en los primeros días de la guerra in-civil, tal como la nombra siempre el autor.
El contraste de la provincia en los cultivos entre dos pueblos relativamente próximos, también está presente en el libro y no deja de ser curioso: En Cilleruelo de Abajo, que el autor transforma poéticamente en Cilleruelo del Henar, su pueblo de origen, abunda el cereal, el trigo y la cebada, incluso en los años de la intervención. En Adrada, por el contrario, donde cada vecino cuenta con una suerte en la vega para su uso y disfrute, abundan las patatas y los productos de la huerta. ¿Cómo equilibrar ese desajuste en un mercado intervenido? Don Leopoldo, el padre del autor, y luego él mismo, sabían cómo llevar el pan a las casas, o el pienso al ganado, a cambio de otros productos, en una economía de supervivencia y más de trueque que de comercio.
¿Los vehículos? La bicicleta, todo un lujo en aquellos años. Esforzados comerciantes que llevaban el pescado desde Aranda a los pueblos, pedaleando varios kilómetros, subiendo las cuestas a pie empujando las máquinas. Carros, tartanas, modestas camionetas...
Hay otra anécdota, anónima en este caso, en el libro que es pertinente traer a colación, por ser la coprotagonista una señorita de mi pueblo, que permanece en el anonimato, y porque esa «casualidad» cambiaría la vida del protagonista poco tiempo después. Sucedió en el desaparecido Frontón, que tantos recuerdos trae a los arandinos y ribereños.
En la vida hay que saber estar en el lugar adecuado en el momento oportuno. Una noche que fuimos a bailar al Frontón, me encontré con una joven maestra, natural de Gumiel de Hizán, muchacha atractiva, que estaba allí con otro muchacho. La chica, no recuerdo el nombre, me presentó al muchacho que le acompañaba, un chico alto con bigote, el pelo rizado, con cara de excelente persona. Se llamaba Ildefonso de las Heras, era maestro y estaba estudiando en la Universidad de Madrid.
Me parece injusto que Rojo Sastre, al escribir sus memorias, no hiciera lo posible por buscar el nombre de aquella maestra de Gumiel, no tanto por satisfacer mi curiosidad acerca de mi paisana, sino porque, en definitiva, fue quien cambió su vida. ¿Hubiera llegado a conocer a Ildefonso de las Heras de no ser por aquella señorita?
Este chico, que sería después su gran amigo, le abrió las puertas de Madrid, de la Universidad y de un mundo totalmente diferente. Adrada, aunque permaneció siempre en su corazón, quedó atrás en su vida.
Antiguo frontón en Aranda de Duero |
A Sátur, con todo el cariño
Nota: El nombre antiguo de la crestería es, efectivamente, el Torojón, de ahí que el autor lo utilice. El Torrejón fue la mala interpretación de una maestra, pero el cambio tuvo su éxito, y quizás por la facilidad, fue enseguida adoptado por los adradeños. En el pueblo hay dos asociaciones que llevan su nombre: la asociación cultural, y el grupo de danzas local.
Título: La música la ponía el viento
Autor: Antonio J. Rojo Sastre
Editorial: Tabla Rasa Libros y Ediciones.
Año: 2005
ISBN: 84-96320-14-6
3 comentarios:
Qué hermoso texto.
Me apunto el libro.
Eso de no remover las cosas me resulta familiar. Fue la consigna de las amedrentadas familias de la posguerra. Ahora removemos y es bueno y sano, afortunadamente. Comprendemos el pasado para comprender el presente.
Es una pena que la joven de Gumiel haya quedado en el anonimato.
Adrada merece una visita, mejor con riberizadora.
Besos
Carmen, cuando ya me faltan muy pocas páginas para terminar La música la ponía el viento he de escribir que estoy completamente de acuerdo con el primer párrafo de tu entrada, porque este libro tiene ese “placer que proporciona el arte”.
Para mí, el pueblo de Adrada (Burgos) son los días felices de mi infancia y adolescencia y al leer las páginas escritas por Antonio J. Rojo Sastre, me han llevado al arroyo cristalino que paseaba por sus calles, junto a algunos personajes que nos muestra como el médico don Dionisio casado con doña Aurelia, de Pardilla, pueblo al que dedica algún párrafo, así como a mis tíos Águeda o el famoso Ceferino Veros, conocido en toda la comarca por El Jotilla. Pero no solo por eso, me parece un buen libro y bien escrito, sino también por cómo nos cuenta su propia vida y todo lo que ocurrió en esos fatídicos años de la guerra y posguerra, con el hambre y la miseria, bajo el dominio del dictador, a quién nunca nombra por su verdadero nombre. El episodio de cómo matan a Mariano, es escalofriante.
Por supuesto también haré una entrada en mi blog dedicada, como también lo haces tú, a nuestra querida amiga Satur.
Besos
Publicar un comentario