Detrás del mostrador de la pastelería hay una banqueta para descanso de las empleadas; pero no es prudente ocuparla demasiado tiempo o repetidas veces; la encargada vigila desde el mostrador de enfrente, tiesa frente a la caja registradora.No está bien visto que las empleadas estén ociosas, porque siempre hay tareas pendientes: «Aunque parezca que todo está hecho, siempre queda algo por hacer» y «el papel cortado nunca está demás». Frases entrecomilladas en las novela que nos hablan de una repetición machacona, por parte de la encargada,
«vigía y capitán» de ese establecimiento selecto en el centro de Madrid de clientela variada.
Si el salario es escaso, 21 pesetas la semanada pagada puntualmente los sábados, las condiciones higiénicas no son mejores, un cuartucho maloliente sin ventilación, antigua cabina telefónica, les sirve de vestuario para cambiar el traje de calle por la bata negra del uniforme. Hace calor, pero eso no impide que las muchachas den rienda suelta a sus pensamientos, que de momento no puede ninguna empleada controlar.
Luisa Carnés se funde con su protagonista, son una, y ambas miran a su alrededor y reflexionan:
La obrera española, salvo contadas desviaciones plausibles hacia la emancipación y hacia la cultura, sigue deleitándose con los versos de Campoamor, la religión y soñando con lo que ella llama su «carrera»: el marido probable.Matilde-Luisa, Luisa-Matilde son claras excepciones, desentonan en aquel ambiente de locas.
Carnés describe a su protagonista como circunspecta, seria, firme frente a la encargada —«¿tiene usted alguna queja de mi trabajo?»—, pero depositaria de la confianza de la empleada mayor, que ha mostrado hacia ella una gran ternura: «solo a ti se te pueden contar estas cosas».
Un salón selecto donde no se permiten ni confianzas con los clientes ni malas conductas entre los empleados, donde las mujeres deben ser solteras y sin cargas familiares, donde...
¡Un ratón!
La empleada que no ha sabido reprimir su grito es despedida sin conmiseración. No ha lugar para lástimas, porque en la calle hay cola para coger el puesto para entrar a ganar esas míseras 21 pesetas a la semana, que no dan para casi nada, pero que sirven para llevar un arrimo a casa.
El personal se renueva, entra la ahijada del dueño, al que se refieren como el ogro, a ver si sienta un poco la cabeza. Laurita es pizpireta y se mueve entre ser una más y sus privilegios como ahijada, como ese tomar posesión de la única silla en cuanto se monta la tertulia de los actores y no separarse de ella ni para despachar. Desde esa silla, desde ese pedestal, «Laurita no deja de lucir sus piernas, y en concreto, sus gracias visibles».
Un día y otro pasan en el salón sin que realmente pase nada, solo de vez en cuando la presencia desgarrada en él de la mujer de uno de los camareros, del que dice estar liado con la encargada. A esta le da un soponcio, pero luego todo vuelve a la normalidad.
No obstante, en la calle se nota el ambiente tenso, se anuncia huelga, Matilde se muestra claramente partidaria de la solidaridad, esa solidaridad que por unas razones o por otras no han podido mostrar con la compañera despedida.
2 comentarios:
Si la anterior entrada me ha gustado, está más. Una delicia leerte.
Besos
Vieja ley vigente que se ignora. No hay silla en las tiendas donde hago la compra. "El jefe quiere que esté colocando fruta... o lo que sea Ignoro si la hay en las trastiendas.
En el tea room había chicas que soñaban con el mundo del cine. Ahora querrían ser" influencers".
Seguimos con la Carnés, de tumano.
Besos
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