martes, 12 de junio de 2018

Número 189. El pisito (I)

Cuando llegamos a Madrid, en el otoño del 53, el ajuar de mis padres era un colchón de lana, mi cuna, una radio y dos maletas. Alquilaron una habitación con derecho a cocina cerca de Cuatro Caminos, y mi madre compró un infiernillo pequeño para cocer la leche en la propia habitación y no tener que hacer mucha cola en la cocina común. El cueceleches provocó algún pequeño accidente sobre mi persona, pero no es que yo lo recuerde, es que mi padre me entretuvo muchos años contándome historias de aquel piso, los cuentos de cuando yo era pequeñita, cuentos ingenuos aptos para menores, que nadie vaya a pensar otra cosa:
Mamá había ido a la cocina a preparar la cena, y yo estaba jugando contigo en la habitación, y había atado una cuerda a la silla y empujaba la silla hasta el otro extremo de la habitación y luego la recogía con la cuerda, y así una y otra vez, y tú palmoteabas y te reías, hasta que agachaste la cabeza, tropezaste con la mesita, se cayó la leche encima de tu cabeza y te pusiste a llorar que no había forma de callarte, y mamá llegó alarmada de la cocina porque tus chillidos se oían en toda la casa, y no hubo forma de calmarte, ni asomándote al espejo para ver que seguías viva, ni...Y encima mamá me riñó porque a ver qué desayunábamos al día siguiente con toda la leche por el suelo... ¡Y con el olor que deja!... (fragmento recreado desde mi memoria).
Aunque allí estuvimos poco, pues mi padre tuvo suerte y le asignaron pronto un piso en alquiler en otro barrio de Madrid, mis padres recibieron un día el aviso de que iban a recibir visita, y ni cortos ni perezosos fueron a comprar un juego de café a la cercana glorieta para obsequiar a las visitas. El café sería de puchero, pero fue servido en buenas y elegantes tazas recién adquiridas. Las visitas se sentarían donde pudieran, es decir en la única silla de la habitación, y los demás sobre la cama; la mesa en la que reposar las tazas del café, se improvisaría, como hacía la familia de Petrita a la hora de las comidas:
La mesa era una puerta de madera colocada sobre la cama matrimonial; como los tres chicos mayores estaban de campo con un cura empeñado en descubrirles la vocación, los comensales pudieron liquidar los filetes con patatas y la ensalada de lechuga, tomate y cebolla, sin despellejarse los codos (p. 149).
La casa todavía existe y cuando pasó por ella miro hacia los balcones con una cierta nostalgia recordando aquella noche que no paré de llorar porque me había caído encima de la leche, o aquella otra en que mi madre se alarmó porque según ella me había tragado un pendiente, o aquellas visitas a las que les devolveríamos la atención en breve, porque el mejor entretenimiento de las tardes de los domingos de las familias con niños, eran visitar a los paisanos que iban llegando poco a poco a instalarse en Madrid. 

Aunque, como decía, nosotros tuvimos suerte y conseguimos enseguida el pisito deseado sin necesidad de grandes vericuetos, las visitas a los paisanos y amigos del pueblo las tardes de los domingos fueron una buena lección de costumbrismo y hasta de urbanismo para mí:
El tranvía se había detenido en un paisaje lunar: no se entendía bien qué buscaba allí un rebaño de ovejas, si no se veía ni una brizna de hierba (p. 151).
En aquellos años se vivía donde se podía, la habitación con derecho a cocina era lo habitual, y cuando la familia conseguía un piso en propiedad o en alquiler, para pagar uno y otro, lo más normal era alquilar una habitación a algún paisano recién llegado del pueblo a buscar trabajo, o, si la vivienda estaba céntrica, a estudiantes. La vivienda en Madrid nunca fue cosa fácil,  ni ayer ni hoy

La casa es la que vivimos cerca de Cuatro Caminos era una casa normal, sólida, pero sin pretensiones, y hoy pasa por ser un edificio gris entre dos más altos, distintas épocas, distintos estilos. La casa donde Rafael Azcona tenía alquilada una habitación, en el número 135 de la calle de Fuencarral, era entonces, y lo es hoy, aún más, una casa con prestancia, pero el realquiler llegaba a todas las capas sociales. Situada en una zona comercial y muy cerca de los cines de estreno, albergó en sus bajos una cafetería de renombre, hoy cerrada, y en esa especie de zaguán hoy mismo, una indigente guarda sus cosas —un colchón, un carro de la compra, una silla...— y se cobija ella misma de las inclemencias del tiempo. Vivir en la calle en Madrid es hoy una triste realidad. 

Fachada de Fuencarral 135, a la izquierda la cafetería Somosierra, cerrada, y una indigente cobijándose. Cierres de tiendas.

Haber descubierto a Rafael Azcona como escritor, no solo como guionista de una España muy real, se lo debemos a Pedro Ojeda y a su club de lectura La Acequia. Más allá de la nostalgia que pueda suscitar en algunos de nosotros, su lectura puede ser muy bien una obligación y un acierto para las generaciones venideras que tienen de primera mano una descripción de aquella España en blanco y negro, pero sin embargo, fructífera en valores artísticos y literarios: las películas en las que participó Azcona serán igualmente imprescindibles. 

Título: El pisito. Novela de amor e inquilinato
Autor: Rafael Azcona
Edición de: Juan A. Ríos Carratalá
Editorial: Cátedra
Año: 2005, edición realizada para la nueva versión (1999), basada en la película homónima (1959) sobre la primera novela (1957). 

4 comentarios:

Abejita de la Vega dijo...

De primer viaje a Madrid recuerdo los tranvías, el elefante de la Casa de Fieras y que había una plaza de la Cebada. De los dos primeros habla Azcona. No eran ya los cincuenta sino los sesenta.
La casa donde vivía el escritor guionista no estaba tan mal.Has conjugado muy bien tus recuerdos con El pisito. Un acierto enlazar con tu entrada de los problemas de vivienda ahora, distintos pero igual de duros.
Un abrazo Carmen.

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Una obligación de las buenas, desde luego, de las que hacen espejo con el presente, para que no se nos olvide.
Mis padres, al casarse, también vivieron en una habitación con derecho a cocina. Mi madre (es curioso, jamás mi padre) contaba historias de la vida que llevaron allí, de las peleas de las mujeres por hacerse un hueco en la chapa de la cocina para hacer la comida...
Qué textura la de la memoria, ¿verdad?

Ele Bergón dijo...

Tiene muchas cosas buenas esta novela y una de ellas es que te lleva a recordar ese Madrid, que de alguna forma u otra, hemos vivido en nuestra niñez y deseamos escribirlo .

Besos


Myriam dijo...

¡Qué relato autobiográfico tan lleno de reminiscencias
y añoranzas! Me ha encantado conocer esta parte de
tu historia vital

Besos