martes, 27 de junio de 2017

Número 163. Tengo, tengo, tengo. Los ritmos de la lengua

portada del libro


José Antonio Millán suele sorprendernos con sus obras, y sin duda con esta lo hace. Habiéndole conocido entre bitios, habiendo leído después una novela deliciosa protagonizada por una base de datos, habiendo asistido a más de un seminario en torno a Avellaneda y el Quijote, habiéndome él enseñado a fijarme en pintadas y farolas, y mil proyectos más, la aparición de este libro no dejó de ser una sorpresa. Pocos son los palos del lenguaje que le quedan por tocar, y además con maestría.

Él dice modestamente en la Introducción que «no es un libro para especialistas». No sé en qué especialistas está pensando, pero yo me atrevo a decir que es un libro imprescindible para todos los que de una forma o de otra nos dedicamos a la tradición oral. 

Obviamente no tiene la profundidad ni en el análisis minucioso de una tesis doctoral, pero abarca y resume muy bien esos ritmos de la lengua, como reza el subtítulo, que surcan desde las composiciones poéticas a ciertas muletillas jocosas que invaden el habla coloquial. 

Quizá a los «especialistas» no nos enseñe nada que no supiéramos,  incluso en alguna esquina con más datos y mayor análisis, pero sin duda es todo un acierto recoger en un solo libro las razones que llevan a explicar los inexplicable. 

Ritmo y rima están presentes en los sucesivos capítulos, en los sucesivos ejemplos sacados de todo el amplio ámbito de nuestra literatura más popular, o más culta. 

En el capítulo final recapitulatorio, Millán apuesta por que la mayoría de las manifestaciones que han encontrado su lugar en las páginas del libro están aún presente, quizá los cantos de trabajo, los que marcaban el ritmo de cómo bogar, de cómo cardar el lino, de cómo cribar los garbanzos hayan desaparecido de nuestras vidas, porque para teclear razones en un ordenador o para llevar una moderna cosechadora o para servir copas en la terraza de un bar, quizá no se necesite otra música que la del ambiente, pero pensemos en esas músicas ambientales, a veces excesivamente machaconas, en los hilos musicales de las fábricas, de los comercios, de... 

Por supuesto siguen presentes las retahílas de los niños, y a mí me viene a la mente esta, que oí a mis hijos, y sí, un poco guarrilla, porque hay cosas que no cambian: 
Debajo de un puente
hay un moco verde,
quien diga siete,
se lo comerá.
El siete, uno de esos números mágicos de nuestra lengua, porque como bien nos recuerda Millán, hay una parte mágica, encantatoria, en las palabras que salen de nuestra boca, con las que pretendemos hipnotizar o quizás conjurar algún peligro: Lagarto, lagarto.

Repeticiones de palabras, de sílabas, de sonidos, todo para crear un ritmo, un ritmo que puede ayudarnos a recordar las lecciones, el DNI o los números de teléfono. 

Aquellos tiempos en los que a contar se aprendía jugando:
A la una cantaba la mula;
a las dos, la coz;
a las tres, los tres brinquitos de san Andrés,
que son uno, dos y tres;
a las cuatro, que te aplasto;
a las cinco que te pingo;
a las seis, catatés;
a las siete, cachete;
a las ocho, un bizcocho;
a las nueve, canene;
a las diez cananés;
y vuelve otra vez.

2 comentarios:

Pilar Abalorios dijo...

Para los profanos como yo, has sembrado una semilla de curiosidad.
Un saludo

Abejita de la Vega dijo...

Tengo, tengo, tengo, tú no tienes nada, tengo tres ovejas en una cabaña, una me da leche, otra me da lana, otra me mantequilla para toda la semana (o me mantiene para toda la semana).
Las retahílas eran normales en la escuela de los sesenta, en los juegos o en los contenidos que habíamos de memorizar. Ahora se asombran de que nosotros memorizáramos con soniquete cosas como los ríos de España, la tabla de multiplicar, la lista de la preposiciones o los hijos de Jacob que doce fueron.

Ese del moco es gorrino pero me gusta. A los críos el elemento escatológico les divierte mucho.

Interesante libro.

Besos, Carmen.