miércoles, 25 de abril de 2018

Número 186. Los pacientes del doctor García


Recuerda Luis de la Cruz en uno de sus artículos recientes, que las mujeres madrileñas somos las que más leemos en el metro, que solo hay que vernos con esos tochos que no nos caben en el bolso y tenemos que llevar en una bolsita auxiliar, colgada junto a la neverita, y así entretenemos nuestros trayectos interminables hacia el trabajo.

En nosotras, las mujeres que leemos en el metro, han debido pensar los editores de Almudena Grandes cuando nos han dedicado un nada despreciable volumen de setecientas y pico páginas, de buena letra, eso sí, algo que siempre se agradece. Y allí, en el metro, entre episodio bélico y fantasía con espías en blanco y negro, van cayendo los trayectos. Alguna vez incluso lamentamos que se haya acabado el viaje y tengamos que esperar hasta la vuelta a casa para saber qué va a ocurrir a la vuelta de la página. 

En Los pacientes del doctor García, más que un retrato galdosiano del Madrid  escarceos internacionales incluidosde la guerra y de la posguerra, lo que nos encontramos es una historia de amigos: dos hombres que se conocen en trágicas circunstancias —lo peor de las guerras se ha cebado en ellos—, se salvan la vida mutuamente en circunstancias aún más límites, y finalmente tras una larga separación con el charco por medio, vuelven a juntarse en Madrid con las nieves del tiempo plateando sus respectivas sienes, y tomándose las suficientes copas en un clásico madrileño que los lleva calle Alcalá arriba a perderse en el incipiente Madrid democrático. 
Vista de Madrid desde el Círculo de Bellas Artes 02


Los hombres son los protagonistas, pero las mujeres ocupan papeles relevantes, sobresaliendo sin lugar a dudas la muy real Clarita Stauffer, de la que Grandes hace un ajustado retrato y hasta se permite colocarle una frustrada aventura amorosa impropia de su condición. 


Novela con distintos registros y distintos narradores, la voz de la autora se deja oír claramente en algunos pasajes tomando partido, o quizá sea una mera traición del subconsciente o un homenaje a la actualidad: «Pero como ya se sabe que las mujeres somos capaces de hacer varias cosas  a la vez...», incluso follar.

Porque e esta novela también se folla, de una forma directa, casi sin prolegómenos, como corresponde a la autora de Las edades de Lulú. Poco se ha refinado y avanzado la autora en esto de las escenas de cama, y suelen ser ellas las que de una forma decidida toman la iniciativa. Las apetencias eróticas cumplen por igual a azules que rojas, y solo ya, cuando el declive y las fogosidades de la juventud han quedado atrás, aparece el amor para consolidar relaciones sólidas y convencionales. A un lado y al otro del charco, los incondicionales amigos separados por la propia vida siguen trayectorias paralelas. 

Entre medias numerosos hechos históricos, prolijamente narrados las más de las veces, que más allá del amplio marco en el que pudiera haberse desarrollado la ficción, poco aportan a la esencia de la novela. Más estorban que añaden, aunque hay que reconocer que la autora se ha debido documentar en libros de divulgación y algún que otro especializado. No obstante, tanto detalle sobre unos hechos que por lo general no se buscan en una novela distrae y hace que el lector se esfuerce en seguir el hilo y poner nombre y circunstancias de cada uno.

Novela de espías, dicen, en estos intríngulis de andar jugando a buenos y malos, la autora se deja algún cabo suelto o introduce anécdotas o datos que no llevan a ninguna parte. ¿Es importante que un pobre enterrador le quite el abrigo a un muerto anónimo, se lo lleve puesto —él ya no lo necesita— y tenga la precaución en casa de quitarle la etiqueta? A todo esto, el pobre abrigo, casi tanto como el muerto, ha sufrido todos los avatares de su dueño antes de cambiar de manos: sangre, intemperie y un hacer la croqueta en una vaguada de la Casa de Campo un día de invierno, probablemente embarrado, pero oye, si al enterrador le quitó el frío, no vamos a poner pegas ahora al muy probable estado del abrigo. 

Demasiados personajes, y no estamos ante una novela coral. Ni siquiera ante una novela que presente distintos estratos, distintas facetas de la vida madrileña de la posguerra, el enterrador y su abrigo no deja de ser una anécdota sin importancia. 

En definitiva, novela con  luces y sombras, bien contada a pesar de la complejidad, pero que no deja ganas de volver, cuando se ha llegado al último capítulo, a ninguno de los pasajes anteriores, ni tan siquiera para comprobar que aquel personaje que apareció en tal o cual capítulo... 

Buenos viajes en metro, amigos.

Almudena GRANDES: Los pacientes del doctor García. Tusquets, 2017

2 comentarios:

Abejita de la Vega dijo...

Leí la novela a principios de año, pues me la regalé para Reyes. Varias historias cruzadas en el Madrid de la guerra y de la postguerra, más de esta última. También la Segunda Guerra Mundial. Disfruté con las aventuras y desventuras del doctor García y de los demás personajes, muchos, tal vez demasiados. Una novela abigarrada y contundente. Tal vez se podría repartir en novelas más cortas y quedaría más centrado, no sé.


Mujeres que leen en el metro, vi muchas en Madrid. Las novelas de la Grandes dan de sí para las líneas más largas. Un poco pesadas para llevar en el bolso. Sí, das en el clavo con ese perfil que describes. Yo leía en la Continental Auto. Antaño leí en los trenes.

Almudena Grandes estuvo en Burgos en el MEH, presentando su novela. Tres cuartos de hora antes del comienzo del acto, ya estaba cubierto el aforo. En Burgos no hay metro, pero te cuento el perfil: mujer, entre los cincuenta y los setenta años, con estudios medios o universitarios, docente o funcionaria muchas veces, habitual en los actos culturales de las ocho de la tarde. En los transportes no las he visto leer, tal vez porque los trayectos son demasiado cortos. Tampoco en las cafeterías o en los paseos, eso es una rareza de la que escribe. Pero leen, eso seguro. Las mujeres que leen son peligrosas, dicen.

Un placer leer tu entrada. Besos, Carmen.

Ele Bergón dijo...

Ya me quedan algo menos de 300 páginas y nada que añadir ni quitar a lo que indicas en esta reseña que haces.

También yo hubiese suprimido unas cuantas descripciones o más bien explicaciones superfluas como lo que cuentas del abrigo que me parece que nada aporta al resto de la novela. Creo que ha querido abarcar demasiado y aunque la intriga está asegurada por esto de los espías que van y vienen, con tanto cambio de nombre, te puedes perder. Efectivamente la novela tiene sus luces pero también sus sombras.

Se lee bien, pero creo que no es de las mejores de esta autora. "El lector de Julio Verne" tiene menos páginas, trata de la posguerra española y creo que al centrarse más en este tema, la novela tiene más fuerza y al menos a mí, me gustó bastante más.

Mira por donde nunca me la he llevado al metro o al autobús, la miraba y me apetecía, pero es tan grande y pesa tanto que siempre he desistido de hacerlo. A cambio unos cuentos de Borges me han servido en los largos trayectos hasta Madrid. Sin embargo, sí llevas razón que las mujeres leemos mucho en los transportes.Me he leído unos cuantos libros en ellos. Ahora con los móviles, creo que no se ve tanto esa imagen de hace ya unas cuántas décadas.

Besos