miércoles, 21 de septiembre de 2016

Número 132. Cartas marruecas (III). La hermosa mitad del género humano

Al curioso lector de hoy el principio del capítulo X le debe resultar sorprendente:
La poligamia entre nosotros está no sólo autorizada por el gobierno, sino mandada expresamente por la religión. 
¡Toma del frasco! ¡Tópico musulmán donde los haya! Los moros tienen muchas mujeres no solo por gusto, sino por mandato de su religión.

No sé qué cara pondrán Samir y Fátima, cuando lean esto, o Mohamed, el aplicado alumno marroquí de nuestra María Ángeles, pero yo no he podido por menos que recordar lo divertido que le resultó a nuestra amiga y compañera de carrera, Amani, cuando allá por los años 70 del siglo XX le planteamos la cuestión: «¿Dos mujeres? ¿Sabéis lo que decís? ¡Ni los ricos pueden mantenerlas ya! ¿Sabéis lo que manda el Profeta al respecto? No le puedes regalar a la una un alfiler más que a la otra. ¡Una mujer!, ¡una sola!».

Dos mujeres musulmanas, de espaldas, caminando por una calle


Amani era egipcia y estaba entonces completamente occidentalizada. Su padre trabajaba en la embajada y fuimos algunas veces a su casa a estudiar, nos invitó a merendar dulces egipcios y aquel día le preguntamos por el cuscús. Cuando volvía de vacaciones de su tierra nos hablaba con entusiasmo de las nuevas discotecas que estaban abriendo en El Cairo, tenía ilusión por volver en cuanto terminara la carrera y pudiera independizarse. A su madre nunca la llegamos a conocer, porque aunque vivía en casa, no hablaba español y además era muy religiosa, lo que le hacía moverse en un ambiente recogido. La cara visible por el lado femenino en aquella familia era Amani, de la que no he vuelto a saber, aunque me acuerdo a menudo de ella.

Poco después de que Amani nos contara aquello de que la poligamia ya no existía entre los musulmanes, leí un artículo de un misionero en tierras de África donde contaba sus experiencias tratando de traer fieles al cristianismo: «Mire, padre, ya me gustaría, pero soy hijo de jefe, mi padre tiene muchas tierras y yo necesito varias esposas para poder mantener esas tierras. Si me hiciera cristiano ¿a cuál de ellas repudiaría? Yo las quiero a todas por igual. ¿Qué sería además de ellas? Nada, padre, nada, que no me puedo hacer cristiano».
Dos emigrantes negras, tocadas con pañuelos, sentadas en un banco


Volvamos a las Cartas marruecas y sigamos leyendo:
Entre estos europeos, la religión la prohíbe y la tolera la pública costumbre. Esto te parecerá extraño; no me lo pareció menos, pero me confirma en que es verdad, no sólo la vista, pues ésta suele engañarnos por la apariencia de las cosas, sino la conversación de una noble cristiana, con quien concurrí el otro día a una casa.
Al seguir leyendo nos damos cuenta de que tan sorprendente declaración de principios, puesta en labios de Gazel, es solo el pretexto para poner de chupa de dómine a los pisaverdes que se empeñan en presumir de lo fáciles que les resultan las conquistas femeninas. No tardará Gazel en hacer las cuentas a semejantes fanfarrones:
Ahora, amigo Ben-Beley, 18 mujeres por día en los 365 del año de estos cristianos, son 6.570 conquistas las de este Hernán Cortés del género femenino; y contando con que este héroe gaste solamente desde los 17 años de su edad hasta los 33 en semejantes hazañas, tenemos que asciende el total de sus prisioneras en los 17 años útiles de su vida a la suma y cantidad de 111.690, salvo yerro de cuenta; y echando un cálculo prudencial de las que podrá encadenar en lo restante de su vida con menos osadía que en los años de armas tomar, añadiendo las que corresponden a los días que hay de pico sobre los 365 de los años regulares en los que ellos llaman bisiestos, puedo decir que resulta que la suma total llega al pie de 150.000, número pasmoso de que no puede jactarse ninguna serie entera de emperadores turcos o persas. 
En la Castilla profunda la potencia sexual de estos varones se resolvería en coplas:
Echa la cuenta, si sabes,
pero Cadalso no entra en valorar cómo de profundas son las conquistas, solo sugiere, pero para que no haya dudas da las cuentas hechas.

Sobre la composición de su serrallo, Gazel pasa casi de puntillas, aunque deja buena cuenta, igual que el hijo del jefe del cuento del misionero, de su condición noble, medida, entre otras cosas, por el número de mujeres a su alrededor:
Preguntome cuántas mujeres componían mi serrallo. Respondíle que en vista de la tal cual altura en que me veo, y atendida mi decencia precisa, había procurado siempre mantenerme con alguna ostentación; y que así, entre muchas cuyos nombres apenas sé, tengo doce blancas y seis negras. 
Sin comentarios. Si he de creer a mi amiga Amani, Gazel no llegaría a gozar del cielo de las huríes nunca, ya que era incapaz de recordar algo tan básico, como el nombre de sus mujeres —no me atrevo a llamarlas a todas esposas—, ni de las blancas, ni de las negras, que la distinción ya tiene su aquel, aunque estemos en el siglo XVIII, y haya por medio tantos supuestos autores que ya no sabemos a estas alturas a quién aplicar la afirmación.

Por otro lado, en su ir y venir por los salones, hay dos cosas que le llaman la atención, que dominen las mujeres y que «los maridos vivan naturalmente en barrio distinto de las mujeres, porque en las casas de éstos no hallé más hombres que los criados y otros como yo, que iban de visita»,  curiosa forma de presentar el cortejo, que tanto juego ha dado en la literatura, y que por lo que se desprende de la visión de Gazel, Cadalso no debía ver con buenos ojos.

Por lo demás, la lectura de los capítulos X y XI nos deja algunas perlas disimuladas de que lo bueno para la mujer, era estar con la pata quebrada y en casa. La primera consideración nos la da la noble cristiana interlocutora de Gazel en uno de esos salones, a donde llegan los calaveras sin escrúpulos, causa de todos los males: 

Hasta entonces las mujeres, un poco más sujetas en el trato, estaban colocadas más altas en la estimación; viejos, mozos y niños nos miraban con respeto; ahora nos tratan con despejo. Éramos entonces como los dioses Penates que los gentiles guardaban encerrados dentro de sus casas, pero con suma veneración; ahora somos como el dios Término, que no se guardaba con puertas ni cerrojos, pero quedaba expuesto a la irreverencia de los hombres, y aun de los brutos.
Gazel va sacando sus propias conclusiones:
Según lo que te digo, y otro tanto que te callo me dijo la cristiana, podrás inferir que los musulmanes no tratamos peor a la hermosa mitad del género humano.
¿Qué prejuicio se esconde en estas palabras? ¿Qué corría por aquella sociedad respecto al comportamiento de los moros con sus mujeres?

Gazel nos sigue dando pistas acerca no solo de cómo ha de tratárselas, «guardadas bajo muchas llaves», sino también de cómo debe entenderse la hospitalidad, siempre manteniendo las distancias. Nótese también la intención de aproximar las dos sociedades, y la tan repetida idea de que los siglos de presencia musulmana en la península dejaron su huella no solo en los edificios y en las huertas, también en el modo de ser:  

Las noticias que hemos tenido hasta ahora en Marruecos de la sociedad o vida social de los españoles nos parecía muy buena, por ser muy semejante aquélla a la nuestra, y ser natural en un hombre graduar por esta regla el mérito de los otros. Las mujeres guardadas bajo muchas llaves, las conversaciones de los hombres entre sí muy reservadas, el porte muy serio, las concurrencias pocas, y ésas sujetas a una etiqueta forzosa, y otras costumbres de este tenor no eran tanto efecto de su clima, religión y gobierno, según quieren algunos, como monumentos de nuestro antiguo dominio. En ellas se ven permanecer reliquias de nuestro señorío, aun más que en los edificios que subsisten en Córdoba, Granada, Toledo y otras partes. Pero la franqueza en el trato de estos alegres nietos de aquellos graves abuelos han introducido cierta amistad universal entre todos los ciudadanos de un pueblo, y para los forasteros cierta hospitalidad tan generosa que, en comparación de la antigua España, la moderna es una familia común en que son parientes no sólo todos los españoles, sino todos los hombres.
¿Añora el moderno y europeizado Cadalso el modo de vivir antiguo? ¿No le parecen bien esa apertura que parece acercarnos a Europa? ¿Quiere recluir a las mujeres en sus aposentos dándoles única salida al estrado? ¿Qué pensarán los musulmanes para los que la hospitalidad es amplia y sagrada? En fin, contradicciones dentro del propio texto, en ese afán de objetividad y modernidad de los que tanto quiso presumir Cadalso.

Continuaremos...

Comentarios para el club de lectura La Acequia.

4 comentarios:

Ele Bergón dijo...

Querida Carmen, no he leído esta carta, voy muy despacio en esta lectura, pero parece, según cuentas, que Cadalso también se las trae en esto de las mujeres y eso aunque fuera en el siglo XVIII. Muy muy buenas las preguntas que te haces en tu parte final. No recuerdo ahora una frase del gran Rousseau, sobre las mujeres que leí en un libro, cuando no existía Internet, y quedé muy sorprendida por lo machista que es. Tendremos que ser las mujeres las que vayamos descubriendo su forma de pensar en estos autores que pueden ser modernos en sus planteamientos sobre la sociedad, pero que en su fuero interno, siguen considerando a las mujeres como seres inferiore. También recuerdo una de John Stuart Mill que me alegró. Lo tengo escrito en una conferencia que di, hace ya tiempo, te las buscaré con calma y ya te las mandaré.

Besos

Pedro Ojeda Escudero dijo...

¿O una forma de hacer ver lo contradictorio de las ideas de la modernidad con la situación real de la mujer? Lo pone en boca de un musulmán y, sobre todo, extrema la situación -como la del cortejo-. Quizá haya más retranca en Cadalso de la que parece...
Excelente entrada.

Abejita de la Vega dijo...

Me sorprendió Cadalso con esas palabras de Gazel que relaciona dos cosas que no tienen nada que ver. La poligamia musulmana con las múltiples querindongas de los cristianos. El culo con las témporas. Lo del cortejo me trajo a la memoria la lectura de Usos amorosos...de Carmen Martín Gaite. A don José no le gustaba y tenía razón, era un juego peligroso.

La hermosa mitad lo tenía muy crudo en el XVIII...en todas partes. Lo sigue teniendo en el XXI. Mi aplicado Mohamed...se calla cuando los viejos de la Plaza Mayor le tiran indirectas respecto a como tratan en su tierra a las mujeres.

No pidamos a Cadalso que sea feminista. Amó mucho a su María Ignacia, un tanto a su favor. Machista como todos.

Un abrazo Carmen.

La seña Carmen dijo...

No pidamos feminismos a Cadalso, que no ha lugar, pero el montaje del serrallo de Gazel para criticar a los fanfarrones, y de paso el cortejo y sus efectos colaterales previsibles es totalmente sorprendente.

He metido un enlace a los comentarios a Usos amorosos... porque sin duda es pertinente recordar el excelente estudio de Martín Gaite.