Ha muerto al amanecer, porque como bien saben las personas que cuidan enfermos y parturientas, para morir y nacer, el amanecer.
Seguramente habrá una razón para ello, puede que sea solo casualidad o mera creencia, pero lo cierto es que si bien es verdad que ahora somos capaces de regular los nacimientos y casi podemos elegir el día y hora en que han de nacer nuestros hijos, o elige el tocólogo que tanto da, la muerte nos sigue sorprendiendo, viene cuando se la espara y cuando no se la espera, y gusta de esas horas en las que el sol lucha por llevarse las sombras y el mundo se despereza. Buen momento para reencarnarse, sin duda.
Ha muerto rodeado de los suyos, de muerte natural, de viejo si se quiere, aunque como él mismo nos recordaba en La guerra de nuestros antepasados: «Vivir para morir, esa es la ley, doctor, el modo poco importa.»
Durante mucho tiempo llevé anotada en mi cuaderno una larga cita, que se me había quedado grabada casi a fuego. Con todo el respeto para el maestro que fue y que seguirá siendo mientras podamos seguirle leyendo, la recupero aquí y ahora a manera de modesto homenaje:
Y empecé a darme cuenta, entonces, de que ser de pueblo era un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero y que los tesos y el nido de la cigüeña y los chopos y el riachuelo y el soto eran siempre los mismos, mientras las pilas de ladrillo y los bloques de cemento y las montañas de piedra de la ciudad cambiaban cada día y con los años no restaba allí un solo testigo del nacimiento de uno, porque mientras el pueblo permanecía, la ciudad se desintegraba por aquello del progreso y las perspectivas de futuro.
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