miércoles, 22 de junio de 2016

Número 124. El doncel de don Enrique el Doliente. El bondadoso lector

Numerosas son las apelaciones que a lo largo de la novela encontramos al lector o a los lectores, según lo mande el estilo. En ningún momento parece perderse la perspectiva de que un alguien está contando algo a un otro alguien que necesita o bien algunas explicaciones, o bien una especial llamada de atención sobre lo que va a ocurrir o bien alguien al que solicitar un merecido descanso en la narración.

Estamos lejos de los tiempos en los que la mayor parte de la literatura se escribía para ser leída en voz alta, el que buena parte de los destinatarios no supiera leer o que los libros resultaran caros parecía imponer esta «oralidad» superpuesta.

El que cada capítulo venga encabezado por un fragmento de un romance tradicional, que introduce de alguna forma lo que va a ocurrir en él, sirve también de conexión a esa literatura tradicional que Larra, como el resto de los románticos, reivindicaron a su modo. No olvidemos que el gran impulso que los estudios de folklore tuvieron en el siglo XIX, y de los que somos herederos, fue impulsado por los movimientos románticos europeos. La literatura romántica nace con vocación de hacerse popular, de llegar al lector, al pueblo en definitiva, y por ello no duda en recurrir a ciertos trucos, como ese suspense al final de ciertos episodios, para tratar de retener al lector, truco que sería explotado hasta la saciedad por la literatura folletinesca, los seriales radiofónicos y las series televisivas.


castillo de Cuéllar


La captatio benevolentiae aparece de forma expresa en el primer párrafo:
Antes de enseñar el primer cabo de nuestra narración fidedigna, no nos parece inútil advertir a aquellas personas en demasía bondadosas que nos quieran prestar su atención, que si han de seguirnos...
Los receptores de la obra son personas en extremo bondadadosas que van a concederle su tiempo y atención al autor durante los próximos días, quizá semanas. 

Ahora bien, el autor sabe que aun encontrándose ante personas bondadosas ha de guardar ciertas formas, y por ello trata de justificar y pedir perdón por dilatar la narración de lo acontecido y detenerse quizá en demasía en detalles de poco interés, aunque necesarios:
Tal era también el estado político de Castilla en la época de nuestra historia caballeresca, a que daremos principio desde luego sin detenernos más tiempo en digresiones preparatorias, de poco interés para el lector, si bien hasta cierto punto necesarias para la particular inteligencia de los hechos que a su vista tratamos de exponer sencilla y brevemente. 
La prolija descripción de la estancia de don Enrique de Villena también está pensada para ambientar al lector:  
La cámara de don Enrique de Villena, adonde vamos a trasladar a nuestro lector, era una rareza en el siglo XV.
Ya hemos comentado el paralelismo cinematográfico que vemos en la descripción de estas escenas, cómo la cámara se mueve para mostrar al lector todos los rincones hasta el más mínimo de los detalles.

Esa misma cámara que mostrándonos el rostro de los personajes nos hace reconocerlos:
En la noche a que nos referimos, y a una hora medianamente avanzada, consideradas las costumbres del siglo, se hallaba en aquella pieza un hombre solo, en quien el lector reconocerá al momento a Ferrus con sólo notar su sonrisa maligna y el aire de importancia y franqueza con que paseaba a lo largo y a lo ancho en una habitación de que ciertamente no era él el dueño.
La cámara no entrará en el interior de los personajes, el lector deberá inferir su naturaleza moral a través de los rasgos externos y sobre todo de sus acciones. No estamos ante un narrador omnisciente hasta ese preciso punto, sino ante otro espectador más: 
Difícil nos sería decir si era o no religioso; nos contentaremos con exponer a la vista del lector varios rasgos que pueden caracterizarle cumplidamente bajo este dudoso punto de vista, y él más que nadie podrá juzgar si era la religión para él un instrumento o una preocupación.
A medida que avanza la narración, narrador y lectores aprenden a reconocer los distintos caracteres: 
Fácilmente comprenderá el lector, impuesto ya en los diversos caracteres sobre que gira nuestra narración, que necesitando los dos autores de esta intriga el mayor secreto, sólo podían fiar tan importante comisión al que ya estaba forzosamente en él.
Volvemos a hablar de literatura popular, de leyendas, de cronistas que puntualmente cuentan aquello de lo que han sido testigos, pero difícilmente aquello que no han podido observar y por lo tanto no pueden trasladárselo al lector. El novelista se identifica con ellos:
Nuestras leyendas, empero, tan prolijas por lo regular en todos los pormenores de sus relatos, parecen haberse descuidado sobremanera en esta ocasión; pues ni una sola palabra dicen por la cual podamos inferir, sospechar o barruntar siquiera, si cuando se dio esta alarma en el castillo habían salido ya al campo los fugitivos o si fue ocasión de que su intento se malograse. Lo cual prueba, además de otras muchas cosas que no son de este lugar, que no es tan fácil el oficio de historiador y cronista como generalmente se cree, sobre todo si no ha de dejarse olvidada ninguna de las circunstancias que puede anhelar saber el impaciente lector.
El bondadoso lector del principio empieza a impacientarse, la narración se detiene en demasía, el narrador sabe dosificar su conocimiento, sabe jugar con ese lector al que con tanta frecuencia interpela:
Curiosos estarán nuestros lectores, si es que hemos sabido hacerles interesantes los personajes de nuestra desaliñada narración, de saber el estado de la desdichada Elvira, a quien dejamos con la reja de su cámara abierta.
El lector llega así, de la mano de ese narrador que no quiere ser omnisciente, a la escena final, una escena que nos recuerda demasiado a aquel loco de Tediato que quería desenterrar a su amada un noche lúgubre.
Dábale con el pie, pero el bulto no se movía. Acercóse el sacristán y vio que la loca tenía un hierro en la mano, con el cual había medio escrito sobre la piedra ¡Es tarde!, ¡es tarde! Pero ella estaba muerta. Sus labios fríos oprimían la fría piedra del sepulcro. Un epitafio decía en letras gordas sobre la losa:
AQUÍ YACE MACÍAS EL ENAMORADO
Finales románticos, tan ligados a la muerte y al recuerdo. 


Comentario para el club de lectura La Acequia.

3 comentarios:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Me gusta mucho esta entada tuya que desmenuza sabiamente algunas de las características de este tipo de narraciones históricas: en efecto, nacieron desde el principio con el objeto de llegar a un público popular y de ahí todo lo que señalas tan acertadamente. Así, la profusión de datos, el manejo de la narración y su velocidad y el uso de la narración como un cuento oral. En efecto, como si alguien nos contara la historia sin buscarnos muchas complicaciones. También hay un cierto ingenuismo -a partir del maniqueísmo, de las historias que casi no han sido contadas antes en prosa-. Excelente tu entrada y tu forma de enfocar esta lectura.

La seña Carmen dijo...

Gracias, Pedro. Fue un aspecto que me fue ganando a medida que avanzaba, aunque el tema de lo popular --las cabras siempre tiramos al monte-- lo vi desde el principio. Una vez terminada la obra decidí volver atrás y ver la novela desde ese punto de vista, de las interpelaciones al lector. El manejar una versión electrónica me ha facilitado mucho esta relectura.

Abejita de la Vega dijo...

Larra se dirige a nosotros, los lectores, como "personas demasiado bondadosas", una cortesía propia de un humilde juglar que quiere ganar el favor de un público oidor, que no lector. Un guiño a la oralidad, a la literatura popular, en una obra donde hay juglar y hay trovador. A veces, nos da la impresión de que Larra nos tutoriza demasiado, está demasiado encima. Por si fuera poco, nos coloca un romance en cada capítulo, para abrir boca. Y,
al final, nos deja en suspense para que no cerremos el libro. Y si lo cerramos, dejar señal. Busca un público popular, aunque yo no me creo que fuera tan popular...

Una entrada muy interesante, es bueno repasar. La versión electrónica ayuda, ya lo creo.

Un abrazo, Carmen.