martes, 24 de febrero de 2015

Número 66. Entre visillos: De Madrid al cielo

Hablaron de Madrid. Ellos iban a ir a Madrid y después de las fiestas. Toñuca sabía algunas palabras en francés y servía de intérprete en los momentos de mucho lío. Se reía, se reían todos menos Goyita, que estaba a disgusto. La de Madrid dijo que de Madrid al cielo, que ella les acompañaría cuando fueran allí. 
Madrid, Torres Blancas

La de Madrid es esa chica sin nombre que hemos visto llegar en un tren para las ferias, vestida de forma distinta, con un traje de rayas de espectacular escote, y que congenia enseguida con Goyita, chica discreta, que desde el principio sí tiene nombre. Goyita no duda en enseñarle a su nueva amiga esas cosas que no hay en Madrid, como la Catedral, así, en mayúscula, que parece más catedral, y de presentarle a otras amigas, y a algún amigo, aunque a la de Madrid le parece que hay demasiadas mujeres, y que así es «imposible ligar un plan divertido».

La de Madrid presume de conocer Madrid y de conocer a los extranjeros, por lo menos a los franceses:
—¿Tú qué prefieres, el ambiente bohemio o los sitios finos? Porque a los franceses a cada cual le da por una cosa. 
Madrid es la meta, el espejo donde se miran las chicas de provincias, es el sitio donde viven esos novios que no aspiran a ser notarios, sino a dedicarse al mundo del cine, y no precisamente como artistas. 
—Él ¿qué hace?, ¿cosas de cine, no?
—Sí.
—Es director.
—No, director no. Ha estudiado en un Instituto de Cine, que le dan el título y tiene mucho porvenir, una cosa nueva. Él escribe guiones, los argumentos, ¿sabes?, o por ejemplo para adaptar una novela al cine. Porque tienen que cambiar cosas de la novela. No es lo mismo. Cambiar los diálogos y eso. Pero también hace él argumentos que se le ocurren.
¡Qué actual suena este pasaje de Carmen Martín Gaite! Dedicarse al cine en los cincuenta, aunque fuera haciendo guiones, era entrar en un mundo pecaminoso, casi prohibido, por más que hasta el dictador hiciera también sus pinitos en ese arte, que tanta distracción producía. 

Las chicas de provincias ven Madrid a través de la pantalla del cine, ilusiones de sábana blanca, aunque sean bajo la forma inocente de Marcelino, pan y vino. Sueños de gran ciudad, y Julia tiene un novio, aunque sea un novio por carta, trabajando en ese mundo que tantas expectativas abre.

Reconozco que me gusta la escena de Elvira en el balcón de su casa, ese paisaje compuesto por «la masa oscura de los árboles a los dos lados de la calle estrecha, iluminados de trecho en trecho por una luz pequeña y oscilante que quedaba debajo de las copas. [...] Enfrente estaba la tapia del jardín de las clarisas, alta y larga, perdiéndose de vista hacia la izquierda: un poco más allá blanqueaba el puesto de los melones.»

Momento retrospectivo, vuelta a la niñez, al ansia y al deseo de perderse más allá de donde la vista alcanzaba... Vuelta a la realidad, y vuelta al balcón, a escapar por ese hueco de libertad abierto llevada en volandas hacia arriba quizá por una cámara que se aleja en peligroso picado:



Le hubiera gustado ver de pronto a sus pies una gran avenida con tranvías y anuncios de colores, y los transeúntes muy pequeños, muy abajo, que el balcón se fuera elevando como un ascensor sobre los ruidos de la ciudad hormigueante y difícil, Y muchas chicas venderían flores, serían camareros, mecanógrafas, serían médicos, maniquíes, periodistas, se pararían a mirar tiendas y a tomar una naranjada, se perderían sus compañeros de trabajo entre los transeúntes, irían a tomar un tranvía para llegar a su barrio que estaba muy lejos.

¿Serían camareros? ¿Serían médicos? ¿Errata o ambigüedad intencionada?




Contribución para la lectura de Entre visillos de Carmen Martín Gaite en La Acequia.


3 comentarios:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Eso es, en efecto, Madrid, para muchos jóvenes de provincias: la promesa de que hay algo más allá aunque solo sea como sueño en una sala de cine.

Abejita de la Vega dijo...

La chica de provincias tenía en la cabeza el mito de Madrid. Y la chica del Madrid rural también. Te lo digo porque viví en Campo Real, a pocos kilómetros de la capital, y algunas de mis alumnas de la escuela de adultos, más jóvenes que yo, me pintaban el ambiente de su juventud más cerrado que el provinciano burgalés setentero que me tocó en suerte. Todo el mundo sabía de todo el mundo, por supuesto. Mucha iglesia, hacerse el ajuar e ir al baile con las madres. Y de ir a la capital, ni hablar. Los padres no las dejaban, ni siquiera para aprender algo tan inofensivo como el corte y confección. Si iban a Madrid era a servir en una casa, controladas a tope. ¡Y mira qué cerca estaba Madrid!
Entre visillos, o entre olivos, la mujer española ha vivido en un ambiente opresivo y cerrado.
Una entrada muy acertada, le has dado la vuelta al texto de Martín Gaite. Hoy entre uno del cine y un opositor a Notarías...elegirían al opositor.
Un abrazo, Carmen.

La seña Carmen dijo...

Evidentemente la diferencia entre un pueblo de Madrid, un pueblo de Burgos o un pueblo de Córdoba eran pocas.

Es más, yo diría que en aquella época, y según en qué clase social te movieras, ese Madrid mítico seguía siendo el del cine.