(Vetusta Morla sobre un proyecto colectivo)
Las malas hadas, que haberlas haylas, hicieron que se me borrara, sin posibilidad de recuperarla, la entrada ya completa que tenía, a falta de algunos retoques, en borrador. ¡Quién me mandaría enredar!
Así que aquí estoy de nuevo, esperando recuperar memoria, y poder dedicarle unas líneas a mi relectura de Trafalgar, de Benito Pérez Galdós, una novela, a mi modo de ver, profundamente pacifista desde su génesis.
Los combates navales que Gabriel Araceli y sus colegas -palabra utilizada por Galdós- se montan en La Caleta son ya un anticipo de que en las páginas siguientes nos vamos a encontrar una mirada ácida, auténtico humor negro, sobre las glorias de nuestra armada. Viene a completar ese cuadro paródico la figura de Medio-Hombre, del que no se sabe el apellido, pero que recuerda demasiado al héroe de algunos años atrás, Blas de Lezo; y, aunque un poco dulcificada, don Alonso, ese anciano mutilado, retirado a la fuerza, que se conforma malamente con llevar una vida casera y rememorar una y otra vez esos combates en los que él hubiera actuado de otra forma, y entonces otro gallo hubiera cantado.
Demasiados hombres apagaron fuegos -bella imagen la que nos brinda el autor- en esos combates que ahora algunos quieren actualizar, siempre desde los despachos, siempre sin tener en cuenta a los de abajo, a los que sufren las consecuencias de todas las guerras. Pocas líneas les dedica Galdós a Churruca, Gravina, Alcalá Galiano y Nelson, porque si ellos sufrieron, el pueblo no sufrió menos sin que la historia, siempre fijándose en los de arriba, le dedicara una mala línea.
Bien lo sabe ver ese personaje de doña Francisca -Paca, Paquita para la familia-, aunque su pacifismo sea totalmente práctico, muy de andar por casa, muy de mujer de marino que pena y sufre desde lejos, y rehusando, con muy buen criterio, asistir a ese malhadado espectáculo desde un balcón, porque la guerra, señores, no es ninguna broma, ni ningún espectáculo, por más que su marido siga empeñado en las viejas glorias, ayudado por el inconsciente Medio-Hombre. Medio-Hombre, que bien podría contentarse con hablarles de la mar -porque las gentes del mar siempre hablan de ella en femenino- a sus nietos; pero no, tiene que unirse a su marido y en virtud de no se sabe qué deberes poner en riesgo sus vidas y las de los demás.
A doña Francisca, mujer práctica además de piadosa y temerosa de Dios, al que no para de encomendar su desesperanza, le sobran todas las glorias y no duda en aconsejar a su futuro yerno que renuncie a ellas, porque el que busca el peligro, en él perece, repite hasta dos veces sin que los varones de la casa le hagan caso, ni a ella, ni al refrán.
Nada que ver con la actitud de su prima, doña Flora, la dama gaditana empeñada en no aparentar la edad que tiene, propietaria del mirador desde el que se puede asistir a las refriegas navales, como si de un palco de la ópera se tratase, y de claro carácter militarista, aunque tampoco se deje engañar por las mañas de los mandamases franceses.
En fin, que por unas razones o por otras, los de tierra adentro no están muy conformes con entrar en combate, y de los de la mar..., ¿qué opción tienen los de la leva que atienden las necesidades de los grandes navíos de guerra? En medio de todos ellos el chiquillo Araceli va de acá para allá, con los ojos bien abiertos, viendo morir a más hombres de los que hubiera pensado, saltando por los aires en pedazos y siendo sepultados sus despojos en el mar, porque la mar es grande y en ella cabe mucha gente, demasiada. Galdós no ahorra detalles a la hora de narrar la agonía de esos hombres, ni tampoco del acto de la rendición, en un párrafo que hay que leer con detenimiento y que gira en torno al oriflama, hermosa palabra, por cierto:
Saliendo afuera en busca de agua para mi amo, presencié el acto de arriar la bandera, que aún flotaba en la cangreja, uno de los pocos restos de arboladura que con el tronco de mesana quedaban en pie. Aquel lienzo glorioso, ya agujereado por mil partes, señal de nuestra honra, que congregaba bajo sus pliegues a todos los combatientes, descendió del mástil para no izarse más. La idea de un orgullo abatido, de un ánimo esforzado que sucumbe ante fuerzas superiores, no puede encontrar imagen más perfecta para representarse a los ojos humanos que la de aquel oriflama que se abate y desaparece como un sol que se pone. El de aquella tarde tristísima, tocando al término de su carrera en el momento de nuestra rendición, iluminó nuestra bandera con su último rayo.
La escena termina con una sucinta frase como contrapunto:
El fuego cesó y los ingleses penetraron en el barco vencido.
Digamos que la novela termina bien, a pesar de las numerosas pérdidas humanas. Don Alonso vuelve a su hogar para dedicar el resto de sus días a los rezos, que parece ser lo único que le consuela. Rosita, la hija de don Alonso, se casa con su prometido, que también ha sobrevivido al desastre, Gabriel Araceli comprende que sus destinos van a estar lejos de aquella casa y aquella familia que ha sido la suya. Sin dudarlo lía el petate y marcha a ser protagonista de otros muchos episodios de la historia de España.
La historia contada desde abajo.
Comentario para el club de lectura La Acequia.
2 comentarios:
Galdós supo ver la necesidad de una narración moderna de la historia en la que se contrastaran con eficacia a los de abajo con los de arriba y a la vida doméstica -de ahí la gran presencia de la mujer en sus novelas, a las que las normas sociales habían reducido a la vida familiar- con la gran historia. Toda una lección que conserva su actualidad.
Gracias por esta entrada.
Galdós es vida. Doña Francisca y Marcial son geniales, nos parece verlos. La mujer no puede impedir la guerra pero ahí queda su proclama de sentido común. La escuadra española estaba tan minusválida como don Alonso y el Medio Hombre. El desastre estaba servido y es lo que nos cuenta Galdós.
Bella oriflama. Gracias por tu trabajo Besos
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