miércoles, 19 de octubre de 2022

Núm. 275. Del otro lado, una vuelta por Ugarte y Obaba

Hacía tiempo que no leía nada de Bernardo Atxaga. En otras vidas no me perdía ninguna obra de él, así que, cuando vi Del otro lado en el estante de novedades de la biblioteca, tampoco me pude resistir.

¿Os imagináis una conferencia sobre la muerte, impartida por una pareja que se asemeja al dúo clásico de payaso listo - payaso tonto, en el escenario de un cementerio y a la tarde-noche?

Cementerio viejo de Ayllón

 

Pues eso es lo que ocurre en el cementerio de Obaba-Ugarte, relato por el que empecé a leer, por aquello de empezar por lo más cercano. El título es más que descriptivo, Conferencia sobre la vida y la muerte en el cementerio de Obaba-Ugarte. El relato hace honor a su título, pero confieso que me costó más de un intento hacerme con él; no conseguía avanzar, hasta que de pronto la lectura fluyó por sí sola. 

Dicen las contrapáginas de la publicación que la naturaleza en estos relatos es la que ha puesto las voces. Así es, los animales han tomado la palabra al narrador para irnos contando lo que va pasando. No estamos ante animales domésticos, mascotas que diríamos ahora, son animales libres, aunque alguna vez aparezcan en jaulas, silvestres y hasta salvajes. Así es posible encontrarnos ante malvadas serpientes, pero que entran en el río «despacio y con elegancia, cumpliendo a la perfección las reglas de las serpientes», en busca de una trucha para solucionar su almuerzo, la cadena trófica presente también en estos relatos.

Impulsados por una voz, esa voz siempre presente a la que no pueden resistirse, los animales cumplen puntualmente su papel en la narración, aunque no terminemos de explicarnos en algunas de ellas por qué aparecen y desaparecen. 

El papel del búho, auténtico protagonista del último relato, parece estar claro desde el principio: un búho sabio, cuya objetividad no puede ser más esclarecedora: 

-Búho solitario, búho que gracias a la suavidad de tus plumas te mueves sin hacer el menor ruido, [...] dime, ¿qué viste en la noche de ayer [...]?

-Hablando sin mayor precisión, te diré que vi unos cien gansos, esos que con sus continuas deposiciones [...]

Volver a Obaba, volver a Ugarte, volver a Atxaga, volver a leer la historia de los Dos hermanos, como si fuera la primera vez;  y gracias al poder de las palabras, volver a esa tierra mítica, de la que una vez nuestros antepasados dejaron atrás los montes.

 

Rapaz con las alas desplegadas cerca de tierra buscando una presa

La fotografía de la rapaz es de Antonio Ortiz Mateos.

 

 

lunes, 17 de octubre de 2022

Núm. 274. Brazacorta, por donde las dueñas paseaban

Algunos pueblos tienen nombres curiosos, y este podría ser uno de ellos. Hay varias teorías acerca del origen de su nombre, desde las más simples, que hablan de pobres hombres a los que les cortaban el brazo, hasta complicadas etimologías que tienen que ver con las corrientes de agua que pasan por su término, el río Pilde.

Antiguo indicativo de población colocado en la pared de un almacén como recuerdo a

¡Qué importa! Nada más llegar a su plaza mayor, a la que se accede por una calle en cuesta, nos recibe una electrolinera, de la que no nos atrevemos a mostrar una foto, pues no tiene nada de estética, pero que nos indica que no es un pueblo dormido en el pasado.

A los habitantes de Brazacorta los llaman en la zona pijanos, no se sabe muy bien la razón, pero aunque el seudogentilicio se haya ido perdiendo, todavía lo detentan algunos con orgullo, y así la ruta del programa «¿Te enseño mi pueblo?» lleva por título o gancho: «Historia e historias de pijanos en Ribera del Pilde». 

Brazacorta es uno de esos pueblos en los límites de la provincia. A tiro de piedra queda Alcoba de la Torre, ya en la provincia de Soria, pero ya sabemos que eso de Soria o Burgos son meras rayas en los mapas. Más de una vez saldrá en la explicación el nombre de los vecinos sorianos, como cuando se habla de las piedras del viejo castillo, ahora haciendo pared en alguna construcción moderna.

Vista de la vega en la que destaca la torre de ladrillo

Brazacorta cuenta hoy tan solo con 55 habitantes en invierno, puede que alguno menos ya, aunque en verano la población sube y como en el momento de nuestra visita ya es agosto y sábado, podemos apreciar algo de vidilla en sus calles, sobre todo en la zona polideportiva y de recreo. 

Placita con la maqueta de la ermita en medio

La villa, creo que obtuvo este título, tuvo su importancia en la Edad Media. Allí se estableció un importante convento de monjas, pero la dependencia de otros conventos masculinos y el poco respeto que infundían las tocas a la hora de cobrar los derechos que les correspondían por el tránsito de rebaños -una oveja y diez maravedíes por rebaño- hicieron que el convento cayera en decadencia. Las monjas con sus yugueros y paniaguados abandonaron el convento a finales del siglo XIV, pero su recuerdo y espíritu está todavía muy presente en el pueblo.

No lo digo solo por la reciente visita,  sino porque la primera vez que aterricé por allí, unas amables señoras, que estaban adecentando la iglesia, ya me indicaron esa circunstancia, aparte de que se acababa de restaurar el lavadero, y que si, como parecía, me gustaban las cosas populares, no me lo perdiera.

 Zona del pilón y el pequeño edificio de la fragua en blanco

Confieso que me acordaba del lavadero, pero muy poco de la iglesia, que guarda auténticas joyas y alguna historia curiosa de un obispo enfadado.

No obstante, estoy corriendo mucho y antes de llegar al lavadero y la iglesia, es preciso hacer mención a otras cuestiones, que Domi, la riberizadora, va desgranando con profusión. 

Por ejemplo, nuestra documentada guía nos da los curiosos datos de Cuzcurrita, localidad cercana, que perteneció a Brazacorta, ya desaparecida. Cuzcurrita la poblaban 17 familias, un pastor y un maestro, y de ella solo quedan hoy unas cuantas piedras de la iglesia, bodegas y lagares.

Muy cerca de la plaza mayor, en cuyo centro hubo una picota, de la que hoy solo queda el recuerdo, hay otra pequeña plaza, donde en 1937 se construyó un frontón por el sistema de regaderas, porque ir de regaderas es como se denomina en el pueblo a los trabajos comunitarios hechos mediante aportación personal. Del frontón ya no queda nada, y en esa plaza hubo también una ermita, pero hoy solo queda el recuerdo de una maqueta que un pijano mañoso hizo para la posteridad, la maqueta ocupa y adorna el centro de la plaza.

El paisaje de la vega desde la parte del pueblo que se asoma a la carretera es reconfortante. Hasta llegar al sendero verde que marcan los árboles de ribera que bordean el Pilde, se extienden los campos de la Dehesa, terreno comunal que cultivan los labradores por turnos, aunque estos cada vez sean menos. También está la que era huerta del cura, que sigue perteneciendo a la Iglesia. Y presidiendo esa parte de la vega, la iglesia y los pocos restos de lo que fue el convento. Por cierto, en el convento vivían también algunas mujeres emancipadas que recibían el nombre de dueñas, y hasta el arroyo de las Dueñas, otra pequeña corriente de agua, llegaban en sus paseos, de ahí el nombre del arroyo.

De espaldas a ese paisaje, Domi nos lleva a fijarnos en uno de esos baldosines que nos recuerdan los antiguos medios de transporte y que se nos presentan con rimas tendientes a ripios, pero que nos sacan una sonrisa a todos:


Medita con humildad
cuando aquí aparques tu coche,
si en destreza haces derroche
y alarde de velocidad,
modera tu vanidad.
Sírvate de consuelo
que sobre este mismo suelo,
cuando llegaba a esta villa,
con el cordel a esta anilla
ataba el burro tu abuelo.

Parece que el burro era burra-nos dice Domi-, pero la verdad es que ese detalle poco importa.

En la vega, y antes de llegar a la zona del lavadero, que allí siempre fue el pilón, se siguen realizando campeonatos de tuta, tradicional juego que en otros sitios recibe nombres como tanguilla o tarusa. Ocasión habrá de hablar de estos juegos, ahora prosigamos el camino.

Domi lava una ropa blanca arrodillada en una banquilla

La fuente y el pilón-abrevadero están restaurados, al lado espera su turno el edificio de la fragua, que quieren convertir en un museo vivo, aunque quizá lo más interesante sea pasar al lavadero, perdón al otro pilón, y asistir a la demo que hace Domi, provista de banquilla y una sábana, de cómo se lavaba antiguamente. Todo un homenaje al pasado a aquellas mujeres que empleaban los lunes en lavar la ropa de la semana y ponerse al día. ¡Ah! Detalle importante: los hombres no podían acercarse por el pilón, porque se les caería la pilila; no sabemos si por alguna causa sobrenatural al haber transgredido algún tabú, por otras causas, o era solo una metáfora. Dejémoslo ahí.

Llegamos al recinto que fue convento, del que solo queda una puerta que da a poniente y que comunicaba directamente con la iglesia. Antes de entrar en ella, visitamos el camposanto y el exterior del ábside, donde se puede apreciar sus orígenes románicos en aceptable estado de conservación.

Del interior podrían destacarse los retablos, entre ellos el magnífico altar mayor, las imágenes, las pinturas que decoran el ábside, y que representan ocho santos y ocho santas reconocibles por sus símbolos-,  el artesonado de madera, el santito feo, del que los expertos no terminan de ponerse de acuerdo sobre su identidad, mil y un detalles en los que poder detenerse a gozarlos en silencio. 

Altar mayor barroco

 Y la pila bautismal, fruto de la visita de Pedro de Osma, para que los niños de Brazacorta pudieran recibir las aguas bautismales sin tener que desplazarse a otras localidades; pero sobre todo, para que las autoridades religiosas tuvieran a bien recibirle como su reverendísima se merecía. Una más de esas anécdotas incluidas en la visita.

Otra vez en el exterior, es obligatorio mirar hacia la torre, de ladrillo y objeto de múltiples restauraciones, la última de 1908, año que todavía puede apreciarse en ella. La campana mayor, que pesa alrededor de 300 kilos, tiene la melena de hierro, y se cuenta que hubo un obispo que en el siglo XIX llegó a prohibir el volteo de campanas, porque los jóvenes las impulsaban con tanta fuerza que sufrían continuas roturas, con el consiguiente gasto para las arcas parroquiales. Ya sabemos que antiguamente las campanas en los pueblos eran imprescindibles para todo tipo de llamadas, tanto de gloria como de rebato. 

En la parte alta del pueblo quedaban las eras, allí hoy se alternan las naves agrícolas y las pistas deportivas, y a lo lejos, en el horizonte se divisa el Alto Pico, con una cruz hasta donde se subía en el mes de mayo para bendecir los campos, y pedir el agua tan necesaria. Hoy los pocos agricultores que quedan ensayan nuevos cultivos: pistachos, lavanda y trufa negra.

Despedimos la visita en la ermita del Cristo del Humilladero a la entrada del pueblo. Construcción sencilla, pero de gran atracción en la comarca, a donde acudían para acogerse a los beneficios de la imagen.

Cristo del Humilladero,
escucha nuestra oración,
...

Sencillo altar con la imagen del Cristo


Brazacorta, agosto del 2022

Foto del altar mayor facilitada por Domi Parra


 

martes, 4 de octubre de 2022

Núm. 273. Otras miradas: La música la ponía el viento

Sabemos que la literatura no es solo contar cosas, sino contarlas de cierta manera: moldear el lenguaje de tal forma que este se eleve por encima de las propias palabras, de su significado, para ir más allá y producir un sentimiento superior, el placer que proporciona el arte.

Antonio José Rojo Sastre dice en la presentación del primer volúmen de sus memorias: «Si consigo alinear mi testimonio sobre el papel en un español cabal, me daré por satisfecho.» Quizá sea este uno de los principales valores del libro: esos posos del español cabal ribereño, que el autor no ha podido, ni probablemente ha querido, evitar: palabras, expresiones, refranes, un lenguaje que nos acerca aún más a aquella vida que fue, y que, afortunadamente en la mayoría de las ocasiones, ya pasó.

Por San Blas la cigüeña verás, y si no está en el nido, señal de que no ha venido

Casa típica de Adrada de Haza, característica por su forma redondeada
Adrada de Haza

No hubiera llegado a este libro, y ¡ojalá hubiera llegado mucho antes, pues me habría servido para apuntalar alguna esquina de mi tesis!, de no haber visitado Adrada de Haza, esta vez de mano de las riberizadoras Guadalupe y Sátur, esta última ausente de cuerpo, pero muy presente de espíritu, porque es imposible visitar Adrada, sin contar con ella. 

Un inciso, sigo recomendando a todos los que me lean que, si tienen ocasión, no dejen de hacer una o varias de las visitas del programa «¿Te enseño mi pueblo?», en el que voluntarios de las distintas localidades te enseñan esas cosas que no se ven a simple vista en los pueblos.

Pues bien, la visita a Adrada termina con un poema de Antonio José Rojo Sastre, del que se cuenta que pasó su adolescencia y juventud allí, desempeñando mil oficios para sacar adelante a su familia, ya que era el mayor de seis hermanos, y su madre se había quedado viuda prematuramente. Eran los duros años 40 en un pueblo de la Ribera del Duero burgalesa, rico, pero pobre, como pobre era aquella España en la que se carecía de todo. 

Con esos antecedentes, no dudé en buscar en la biblioteca de Aranda un ejemplar del libro recomendado, La música la ponía el viento, y empezar a leerlo, provista de papel y boli para ir anotando lo que fuera surgiendo.  

A nosotros nos gusta -me dijo Guadalupe- porque habla de personas y cosas que hemos conocido. No me podía imaginar, aunque algo sí, que yo también me iba a encontrar entre sus páginas a personas muy conocidas y muy queridas, y que iba a tener ocasión de compartir esos lejanos recuerdos con otras personas queridas, para las que solo Adrada y los adradeños eran tan solo un recuerdo borroso y alguna anécdota de bicicletas abandonas en la carretera. Aunque solo fuera por este personal y entrañable recuerdo hacia la maestra Mercedes Pardo Andrés, el libro me hubiera merecido la pena. 

Y en cuanto a los otros personajes y las otras «cosas» ¿cómo no recordar a Nicomedes, a los Molinos, a los Maragatos... al coche de Navarro, que paraba en la acera de la calle Santísima Trinidaden Chamberí, que añadía mi padre, cuando daba la dirección al taxista-, si forman parte de nuestra propia vida?

Me comentaba recientemente el maestro jubilado José Luis Maroto, que tiene una exposición itinerante de piezas de terracota sobre el lagareo, que son cosas que interesan sobre todo a los viejos, a los que lo han vivido. Pues bien, las cosas que hemos vivido, recordar, «vivir hacia atrás», como también se dice en el libro, nos atraen siempre. Y hablando de lagareos, el protagonista fue entre otras cosas, arromanador, oficio ya perdido pero de gran importancia en aquellos tiempos de vendimias y lagares. Dejemos este tema para mejor ocasión.

Además, es que al leer un libro, siempre hay sorpresas, como esa otra mirada sobre la torre de la iglesia de tu pueblo, que estás cansada de ver, pero que, por cotidiana, no te imaginas que pueda sorprender a otros:

Al pasar por Gumiel de Hizán, Esther notó que la torre de la iglesia era cuadrada. Yo asentí y añadí que la gente mayor a la de Cilleruelo la llamaban «la espadaña de la iglesia», pero como yo en esta ocasión no conocía las razones nos quedamos de momento jugando con la palabreja: la espadaña, la espadaña, la espadaña (pp. 104-105).

Torre de la iglesia de Gumiel de Izán vista desde abajo

Este párrafo adquiere un significado especial para mí, no solo por la mención a mi pueblo, sino porque recientemente alguien me ha indicado la diferencia «social» entre espadañas y torres. Nada es fruto del capricho o del gusto, las espadañas son más baratas de construir que una torre. 

El título del libro, La música la ponía el viento, es casi una anécdota, una anécdota que podría pasar desapercibida entre tantas del libro, si no fuera porque nos dice bastante de cómo han llegado algunas canciones a la Ribera, dato que no podemos obviar, aunque ya lo supiéramos, los que nos interesamos por estas cuestiones del folklore popular. El aspirante a maestro debe pasar un examen de música, pero cómo aprender música en aquel pueblo perdido:

Lo de la música tenía bastante gracia. Allí la música la ponían el viento y el trino de los pájaros. No había aparatos de radio, ni gramolas para discos de vinilo. El pianillo de manubrio del salón de baile del señor Juan «Calduchos» era el único artilugio que nos daba unos compases musicales para amenizar el baile del domingo por la noche. No había música pero la gente cantaba en los campos, en las bodegas y había chicos y chicas que, sin ninguna educación académica musical, tenían bellas voces que ejercitaban en el canto a dúo de jotas y folklore castellano y vasco-navarro. Los muchachos al volver de la mili de las ciudades del norte, traían canciones de pescadores, de grupo, de aldeas y caseríos de los sanfermines que transmitían oralmente a los demás (p. 253).

No se tienen conocimientos musicales, pero se canta sin parar, se canta y se importan canciones de otros lugares. Siempre hemos sido en eso una región abierta. ¡Y ay la mili! «De perdidos... al río de la mili», titula un capítulo de su vida. ¡Lo que ensañaba la mili! ¡Y qué desperdicio!, se viene a lamentar el autor.

En la historia negra de la guerra y de la posguerra, hay un capítulo que transcurre en Adrada, mejor dicho, en la crestería que se asoma al pueblo, el Torrejón (que el autor cambia a Torojón, no sé por qué), donde una serie de cuevas se cree que sirvieron de refugio a los hombres primitivos. Allí, en una de ellas se escondió Mariano, y allí, al pie lo mataron.

El Torrejón visto desde un mirador de Adrada
El Torrejón visto desde Adrada

La historia de Mariano pocos se atreven a contarla, quizá pese demasiado sobre sus conciencias, se vela, se transforma, se alude, pero pocos son los que se refieren a ella de forma directa. «No hay que remover el pasado», es la consigna que con frecuencia recorre la Ribera. Rojo Sastre nos la cuenta con detalle, probablemente novelada, probablemente poniendo mucho de su cosecha, dejando hacer a su vena narrativa, o puede que tardíamente llegara a saber los detalles de aquella tragedia que se llevó la vida de un pobre hombre en los primeros días de la guerra in-civil, tal como la nombra siempre el autor. 

El contraste de la provincia en los cultivos entre dos pueblos relativamente próximos, también está presente en el libro y no deja de ser curioso: En Cilleruelo de Abajo, que el autor transforma poéticamente en Cilleruelo del Henar, su pueblo de origen, abunda el cereal, el trigo y la cebada, incluso en los años de la intervención. En Adrada, por el contrario, donde cada vecino cuenta con una suerte en la vega para su uso y disfrute, abundan las patatas y los productos de la huerta. ¿Cómo equilibrar ese desajuste en un mercado intervenido? Don Leopoldo, el padre del autor, y luego él mismo, sabían cómo llevar el pan a las casas, o el pienso al ganado, a cambio de otros productos, en una economía de supervivencia y más de trueque que de comercio.

¿Los vehículos? La bicicleta, todo un lujo en aquellos años. Esforzados comerciantes que llevaban el pescado desde Aranda a los pueblos, pedaleando varios kilómetros, subiendo las cuestas a pie empujando las máquinas. Carros, tartanas, modestas camionetas...

Hay otra anécdota, anónima en este caso, en el libro que es pertinente traer a colación, por ser la coprotagonista una señorita de mi pueblo, que permanece en el anonimato, y porque esa «casualidad» cambiaría la vida del protagonista poco tiempo después. Sucedió en el desaparecido Frontón, que tantos recuerdos trae a los arandinos y ribereños.

En la vida hay que saber estar en el lugar adecuado en el momento oportuno. Una noche que fuimos a bailar al Frontón, me encontré con una joven maestra, natural de Gumiel de Hizán, muchacha atractiva, que estaba allí con otro muchacho. La chica, no recuerdo el nombre, me presentó al muchacho que le acompañaba, un chico alto con bigote, el pelo rizado, con cara de excelente persona. Se llamaba Ildefonso de las Heras, era maestro y estaba estudiando en la Universidad de Madrid. 

Me parece injusto que Rojo Sastre, al escribir sus memorias, no hiciera lo posible por buscar el nombre de aquella maestra de Gumiel, no tanto por satisfacer mi curiosidad acerca de mi paisana, sino porque, en definitiva, fue quien cambió su vida. ¿Hubiera llegado a conocer a Ildefonso de las Heras de no ser por aquella señorita? 

Este chico, que sería después su gran amigo, le abrió las puertas de Madrid, de la Universidad y de un mundo totalmente diferente. Adrada, aunque permaneció siempre en su corazón, quedó atrás en su vida.

 

Explanada, pista de baile con algunos árboles desnudos (invierno)
Antiguo frontón en Aranda de Duero

 

 

A Sátur, con todo el cariño 

Nota: El nombre antiguo de la crestería es, efectivamente, el Torojón, de ahí que el autor lo utilice. El Torrejón fue la mala interpretación de una maestra, pero el cambio tuvo su éxito, y quizás por la facilidad, fue enseguida adoptado por los adradeños. En el pueblo hay dos asociaciones que llevan su nombre: la asociación cultural, y el grupo de danzas local.


Título: La música la ponía el viento

Autor: Antonio J. Rojo Sastre

Editorial: Tabla Rasa Libros y Ediciones.

Año: 2005

ISBN: 84-96320-14-6