lunes, 25 de abril de 2022

Núm. 267. Asomándome al Balcón de la Ribera

 

Valcabado de Roa

La cuesta Manvirgo desde Valcabado
 

Javier, el riberizador que me va a enseñar su pueblo, Valcabado de Roa, me espera en la carretera, justo donde arranca la desviación hacia el caserío, pero no subimos directamente hacia él, sino que antes vamos hacia el otro lado, hacia la zona de lagares. Un cartel señala que hay uno que ha sido restaurado por una bodega próxima, pero son ellos, los de la bodega, los que de forma privada lo enseñan.

Javier insiste en que él, más que monumentos o elementos etnográficos curiosos, quiere resaltar el trabajo de los antepasados, la labor que, por ejemplo, hicieron al levantar esos lagares de forma comunitaria, pues eran propiedad de varias familias, y de alguna forma el cooperativismo estaba ya presente bastante antes de que fuera una forma de producción normalizada en el siglo XX.

Siete lagares estuvieron activos en otra época, cuando el pueblo rondaba los cuatrocientos habitantes. A Javier le gusta imaginarse el camino por la tarde, cuando la jornada de vendimia iba terminando y pasaban los carros llenos de cestos camino del lagar: hombres y mujeres sucios por el mosto, el sudor, el barro o el polvo, restos de toda una jornada recogiendo el fruto que daría un vino que hoy probablemente nos parecería de no muy buena calidad.

Al lado del lagar restaurado pueden verse los restos de otro, donde todavía apreciamos la viga muy deteriorada, la corredera, por donde iba bajando la viga, y la piedra, escondida entre la maleza, que ejercía de contrapeso. Ha desaparecido el husillo, pero del cargadero, la pared que sujetaba la viga, queda todavía en pie buena parte.

 

El repaso de las piezas del lagar tradicional nos lleva a las palabras. Yo me lamento de que se vayan perdiendo, no tanto por la pérdida del objeto que nombran, como por el interés de la moderna viticultura en aparecer dominando las últimas tecnologías que apuntan a nuevas palabras.

«No es tanto que los jóvenes no reconozcan los vocablos, como que no tenemos jóvenes que reconozcan los vocablos», puntualiza Javier; pero yo me lamento de que se prefiera hablar de envero en vez de pintado, y de poda en verde en vez de estallar, aunque para el que no ha visto nunca una cepa -recalca Javier-, la poda en verde le diga algo más que estallar y destallar, quitar los tallos, en definitiva.

Ya cuando emprendemos la subida al pueblo se ve a mano izquierda el barrio de las bodegas, la mayoría en ruinas, entre otras razones porque al situarse en un bosquecillo de robles, está prohibido hacer toda clase de fuegos, con lo que se acabaron aquellas meriendas y aquellas tardes al fresco de la bodega que alegraron la vida de nuestros padres.

Vista desde arriba de los merenderos y el bosquecillo de robleeos de a


A la derecha se ven todavía algunas lagaretas, pequeños lagares en los que las familias, una vez abandonado el lagar comunal, elaboraban el vino. Hoy sobrevive alguna convertida en merendero.

Bosquecillo de robles a un lado, seguimos subiendo hacia las casas, ya nos queda menos para llegar al gran mirador, desde el que de una altitud de aproximadamente 900 metros, podremos admirar el variado paisaje de la Ribera del Duero. A la derecha, en otro tiempo, hubo un caminillo, cubierto de olmos, que permitía la subida con comodidad a los transeúntes. Primero, la grafiosis se llevó parte de los árboles; luego, fue la necesidad de ensanchar el camino para permitir el tránsito de vehículos agrícolas. Hoy la naturaleza puja tímidamente por recuperar aquello que fue, y para echarle una mano hay un proyecto de replantar algunos olmos ya tratados contra la enfermedad. ¡Dios quiera que se logre!

Estela de piedra, tiene grabada una cruz y una fechaare

Aunque no abundaba el agua, al principio del pueblo varias fuentes y pilones servían a las necesidades del pueblo conduciendo el agua de los manantiales. Todavía  sale agua por los dos grifos de la fuente, que no ha dejado nunca de manar. Las dos pilas que servían de lavadero quedaron sepultadas cuando se hizo la reforma de la plaza. 

Allí mismo puede verse la llamada Cruz del Pobre, una estela que se trajo de un cruce de caminos, donde siempre se dijo que había muerto un pobre, sin llegar a saberse quién fue, ni en qué circunstancias murió.

Un poco más arriba queda la otra fuente del pueblo, con dos caños y un abrevadero, pero las obras de urbanización de años anteriores cortaron el manantial.

Toca hablar ahora de las peculiaridades de la arquitectura popular en estas tierras. Javier dirige mi atención hacia los aleros, con remates característicos, marca distinta por cada constructor que singularizan cada una de las casas. 


Casa con cierta prestancia con fachada de ladrillo visto. En el alero se ven hileras características en forma de ondas

Ya queda poco para asomarnos a nuestro destino, el Balcón de la Ribera, y a él llegamos, tras dejar atrás la iglesia, sin mayor interés, y caminar por la serpenteante calle Real, que atraviesa todo el caserío hasta llegar a la plaza del Pico. En esta plaza, no hace mucho se plantó un pino y es donde se celebran habitualmente las fiestas, un poco el centro social del pueblo.

Valcabado tiene por patronos a san Lorenzo, con fiesta en verano, y a santa Bárbara, en diciembre, con procesión y comida comunitaria.

La asociación La Olmera, que anualmente da los premios Renacimiento, fue la principal causante de la adecuación del espacio hoy conocido como Balcón  de la Ribera, una pequeña plaza que se asoma, adecuadamente protegida por una barandilla, o todo lo que es el valle del Duero. A lo lejos las distintas cumbres, desde las más lejanas a las más cercanas, en primer plano la Cuesta Manvirgo,  pero en lontananza otras muchas, cuya altitud y señalización están en un panel. Los datos los sacaron del los mapas del Ejército, según aclara Javier.

Hay también en las paredes placas con algunos datos sobre la historia de Valcabado y su pertenencia a la Comunidad de Villa y Tierra de Roa. 

Recalca mi guía algo obvio, pero que no podemos pasar por alto: cada vez que te asomas a ese balcón vas a ver algo diferente. Ya no solo los distintos colores de las distintas estaciones del año, sino las tonalidades que dejan los distintas horas del día y el tiempo que haga. El paisaje de la Ribera es variado: A nuestra espalda hemos dejado el páramo, pero delante de nosotros tenemos toda una paleta de colores: los verdes oscuros de las matas boscosas, las cepas alineadas cual alumnos en los colegios de antes, los distintos tonos de los campos de cereal, los pardos baldíos, los multiverdes de las tierras de regadío próximas a los ríos... 

Volvemos sobre nuestros pasos en un recorrido circular. A medio camino, Javier llama mi atención hacia una zona en desnivel donde todavía puede apreciarse parte de una placa tectónica sobre la que está construido el pueblo. 

Y cerca está Sagrario, sentada al sol, protegida por un sombrero. Está entretenida cascando nueces y almendros y me dice con entusiasmo: 

¡Tenemos muy buena vista. Es muy bonito el pueblo. Tenemos una vista preciosa, sobre todo desde el mirador!

Sin duda, el mirador, el Balcón de la Ribera es el orgullo de los hombres y mujeres de Valcabado.

Antes de proseguir nuestro camino, me fijo en un mural a nuestra espalda, reproduce una casa y un paisaje, y Sagrario me explica que la pintura muestra cómo era la casa que había antes en ese solar.  Es todo un acierto decorar los pueblos de esta forma. Sin duda, no solo los embellece, es que les da otra vidilla.

 

 

Nos encaminamos hacia el final de la visita. Descendemos por el caminillo que en otro tiempo estuvo cubierto por la sombra de los olmos... Hablando de murales, los chavales han decorado una caseta de cemento a un lado, otra forma de alegrar las construcciones necesarias...


Abajo caseta decorada, arriba las casas del pueblo, ar

Llegamos a las bodegas que fueron las primeras en arruinarse, debido a la construcción de la carretera. Todavía se puede apreciar en su entrada las grandes losas que, apoyadas las unas sobre las otras, formaban la bajada a la cueva donde el vino iba poco a poco haciéndose, vendimia tras vendimia, año tras año...

Bajada a una bodega


Valcabado de Roa, 9 de abril de 2022

 

viernes, 22 de abril de 2022

Núm. 266. Leticia Valle vista por nosotras

Comentario de la novela Memorias de Leticia Valle de Rosa Chacel para el club de lectura La Acequia.

 

Puente viejo sobre el Pisuerga en Simancas. En primer término las yerbas y ramas de la orilla. Tonos grisesmuerenet

Dejó Rosa Chacel tantas incógnitas en su novela, tantos paréntesis, tantos huecos por rellenar, que no solo sus lectores se ven obligados a ir llenándolos, sino que ha dejado tras sí todo un repertorio de interpretaciones formales, tesis incluidas, acerca del significado de esos silencios.

A estas alturas no estamos leyendo una novela, sino varias, una por cada una de las lecturas complementarias, algunas inevitables, como la introducción de Luis Antonio de Villena para la edición de 1967, que trae la edición que leo.

Las próximas ediciones y los ejemplares de las bibliotecas deberían traer un aviso para el ingenuo lector: «Vaya directo al texto de la autora».

«Me costó tres veces leerla. En la primera lectura me pareció mucha letra y poca chicha, pero una amiga me insistió en que la volviera a leer», me comenta una amiga, que, como la autora, es de Valladoliz. Y hablando de Valladolid, no ha dejado de sorprenderme la digresión que se marca la autora acerca de cómo pronuncian la d final los vallisoletanos poco educados, que bien podría extenderse a todos los castellanos, incluidos los de Madriz, naturalmente. Y todo ello a cuenta de las rimas consonantes en don José Zorrilla. 

¡Una niña de once años fijándose en la consonancia de un poema! ¡Santo Dios! ¡Si debería estar jugando todavía con la Mariquita Pérez!

Una de las licencias que se ha permitido la autora a la hora de contarnos la historia es sin duda darle voz, ¡y qué voz!, y «memorias» a su protagonista. Sin duda, este artificio totalmente válido ha redundado en proporcionar a Leticia una madurez que muy probablemente en la vida real no tendría, pero sobre todo hablar de sus sentimientos, no de los otros adultos.

Leticia ha sido empujada a crecer, a madurar, por las circunstancias familiares, sin lugar a dudas excepcionales. Ya lo dice su tío al final de la novela: «... el único responsable es tu padre por no haberte puesto desde hace tiempo en un ambiente adecuado». Intuimos que Leticia se ha quedado huérfana de madre, o quizás no del todo, pero sabemos que la echa en falta y se agarra a un recuerdo puramente sensorial: 

La verdad es que nunca pude recordar cómo era mi madre, pero recuerdo que yo estaba con ella en la cama, debía ser en el verano, y yo me despertaba y sentía que la piel de mi cara estaba enteramente pegada a su brazo, y la palma de mi mano pegada a su pecho.

Luego se produce, también por imperativo familiar, el traslado a Simancas, un pueblo con sus carencias, aunque tengan un gran castillo lleno de documentos. Allí, la tía Aurelia, que ha sido su cuidadora, debe repartir sus cuidados con el padre, que ha vuelto enfermo, de alma y cuerpo, de la guerra de África. Y Leticia debe empezar a crecer, empezando por elegir la ropa que se pone, o el cuidado de su propio cuerpo:

Me di cuenta una noche al cogerme los bigudíes; empecé a sentirme cansada de tener los brazos en alto tanto tiempo y entonces caí en que antes mi tía me ayudaba todas las noches al irme a la cama.

Sus tirabuzones volverán a tomar protagonismo en el primer contacto físico con don Daniel, el archivero que se convertirá en su profesor:

De pronto alargó una mano y cogió en un puñado todos mis tirabuzones, apretándolos junto al cogote. Dijo: «Esta es la que tiene que darte más guerra; con estos pelos, buena debe ser».

Haré como Chacel y dejaré a la imaginación de los seguidores de este blog los paralelismos con otras situaciones más cercanas que pasan por mi mente.

¿Seductora o seducida? 

«¿Quién no se ha enamorado del profesor de matemáticas?, -me dice otra amiga-. Me encantó la novela, me siento muy identificada con Leticia, con lo que siente y cómo lo expresa.»

«Mi primer profesor de matemáticas me pilló ya muy crecida, aunque no digo que no me enamorara de él, desde luego», le vengo a responder yo, y mi amiga insiste. Yo no me puedo resistir a volver a ver, porque la recuerdo muy vagamente, la versión cinematográfica de la novela. Allí todo es un poco, solo un poco, más explícito, pero sin duda, tanto Ramiro Oliveros, como la joven Emma Suárez resultan atractivos, atrayentes. Por cierto, me fijo en que en la versión cinematográfica Leticia tiene catorce años, dos más que en la novela, quizá para acercarla a la edad real de Suárez, pero para mí este asunto no es menor. 

¿Es solo una relación platónica? ¿Qué pasa realmente tras esos cerrojos que se corren en las partes finales de la novela? La autora, una vez más, ha considerado que debe ser el lector el que rellene esos huecos, porque Leticia se ve incapaz de contarlo. ¿Seductora en su aparente inocencia o seducida en su iniciación a la vida adulta?

Creo que Rosa Chacel lo tenía muy claro, que realmente todas esas lagunas no son más que la forma de exponernos lo que puede sentir una niña cuando la atracción que siente por un hombre mayor, un hombre que no es ni su padre, ni su hermano, encuentra una cierta «correspondencia», pongamos la palabra intencionadamente entre comillas.

Sin quererlo, hojeando una antología, me encuentro este poema de Rosa Chacel que titula A la orilla de un pozo: «Anda, que si no llego yo a estar aquí, te habías caído, pichona», dice el tío.

Una música oscura, temblorosa,
cruzada de relámpagos y trinos
de maléficos hálitos, divinos,
del negro lirio y de la ebúrnea rosa.

Una página helada, que no osa copiar
la faz de inconciliables sinos.
Un nudo de silencios vespertinos y
una duda en su órbita espinosa.

Sé que se llamó amor. No he olvidado,
tampoco, que seráficas legiones,
hacen pasar las hojas de la historia.

Teje tu tela en el laurel dorado,
mientras oyes zumbar los corazones,
y bebe el néctar fiel de su memoria.

Tampoco podemos obviar, me digo y le digo a otra amiga, el ambiente burgués en el que se mueve Leticia, que sin duda le permite un despertar intelectual a la vida. Inevitablemente, pienso a su vez en las niñas de la edad de Leticia que por aquellos años ya se veían obligadas a trabajar, como sirvientas en las casas de los burgueses, como jornaleras en el campo, o simplemente en sus casas ocupándose de pucheros y hermanos pequeños. Niñas que muy probablemente sufrieron no una seducción a través del conocimiento, sino un acoso más brutal, más directo: «Y recuerdo que el muy cerdo, aquella vez que me llevó a casa en su coche, porque mi padre insistió: "Anda, boba, ¿quién te manda ir andando?", me puso la mano arriba en el muslo y me dijo: "Niña, ¿tú ya eres mujer?". Me bajé corriendo del coche y tardé muchísimos años en contarlo, ni tan siquiera a mi marido, y cuando mi madre me decía que por qué no quería ir donde don..., yo simplemente contestaba: "pues porque no"».

Un último ejercicio para la relectura: ¿Podemos imaginarnos la historia si Leticia hubiera sido un niño?

viernes, 1 de abril de 2022

Núm. 265. Refranes y etnografía en Sanse

Aunque sea sabido, la visita a un museo etnográfico siempre enseña. Enseña a apreciar las cosas pequeñas y el legado de nuestros antepasados, esas cosas que dudamos entre conservar o tirar, porque no sabemos qué utilidad darle y al final siempre estorban.

Acompañada por tres buenos amigos y guiados por su director, Pablo, hemos recorrido las estancias que forman el Museo Etnográfico de San Sebastián de los Reyes.

Las salas de la planta baja están dedicadas a fotografías, religiosidad popular, vestimenta y la recreación de una cocina tradicional con todo lujo de detalles. Pablo nos advierte que dentro de poco ese museo de la planta baja desaparecerá para dejar paso a un museo de asuntos taurinos. Sabido es que en San Sebastián de los Reyes los toros son importantes, contando con un encierro por sus calles, que no solo se corren toros en Pamplona. 


Cocina antigua con algunos de los detalles que se describen en el texto

Pablo nos confiesa que, aunque parte de lo expuesto se pueda recolocar en otros espacios del museo, hay algo que se perderá y eso es la cocina.

Ubicada en la pieza original de la casa, se ha conservado en ella la cocina baja, a su lado se ha recreado un pequeño horno doméstico o padilla, más allá el fogón, un banco corrido... Y aquí y allá numerosos objetos que eran el pan de cada día en la vida de antes: cantareras, escriños, orzas, palas, ristras de ajo, una maleta de madera...; por no faltar, no falta ni una almohadilla de bolillera con una fina labor empezada.

Labor que sin duda se remataría en algún encaje de mantilla, o como el fino rosario que encontramos en la habitación contigua, dedicada a la religiosidad popular. En las vitrinas se exponen reclinatorios, escapularios, pliegos de cordel con oraciones y canciones impresas, que todos recordamos, pues con ellas nos durmieron y hemos dormido en la infancia:

Rosario de bolillos y perlas

Divino Antonio bendito,
suplícale a Dios inmenso,
que por tu gracia divina,
alumbre mi entendimiento...

También podemos admirar un crucero de piedra, y en un rincón una vidriera moderna de motivos religiosos adorna la ventana. ¿Qué se hará con esa vidriera en el nuevo destino del museo?

Una de las características del edifico es que el arquitecto restaurador ha sabido conservar bastantes elementos de la edificación original... Incluso alguna de las puertas de cuarterones de la casona original ha sido colgada en una de las paredes.

Trona convertible en cochecito

En el descansillo entre la planta baja y el primer piso, nos encontramos unas cuantas tronas, una de ellas capaz de convertirse en cochecito de lujo para recorrer pasillos interminables...

... Y llegamos a la sala de música: un organillo que suena es la pieza central. Se utilizaba en la fiesta de las higueras, a finales de agosto, y se ha vuelto a recuperar para ella. En otras vitrinas encontramos otras interesantes instrumentos muy ligados al folklore y la música popular de distintas zonas. García Matos, y su paso por la zona norte de Madrid, están muy presentes.

 Organillo

Seguimos viendo piezas interesantes relacionadas con el trabajo, una prometedora biblioteca, el ático dedicado a la Memoria Histórica de la zona, y la sala de la agricultura: trillos, arados de vertedera, palas, hoces, zoquetas, canastos... Hay que ir buscando en el desván de las palabras aquellos términos precisos que nombran esos objetos. ¿Sabrán nombrarlos las generaciones que nos siguen? Pablo afirma que las visitas escolares despiertan un gran interés. Hay que conservar y promover este tipo de museos que nos ligan directamente con la vida de antes.

La joya del museo es sin lugar a duda la bodega subterránea. Excelentemente conservada, a pesar de las humedades de toda bodega que se precie, presenta un estado impecable con sus arcos de ladrillo y sus huecos para las múltiples tinajas. Sin duda, el dueño del caserón, casona de labriego rico, casi un palacete, tenía suficiente hacienda como para mantener la bodega bien surtida. Las bodegas subterráneas debajo de las casas eran abundantes en el casco viejo de San Sebastián de los Reyes, que siempre fue pueblo de labradores, al igual que en otros lugares de ambas Castillas. 

Uno de los pasadizos de la bodega en ladrillo y boveda con arcos de medio puntoc

Antes de despedirnos, un curioso detalle que conviene resaltar. En cada una de las salas una ilustración con un refrán alusivo a lo que vamos a ver en la sala. Aquí buena parte, si no todos, de ellos:

Ilustración con refrán

  • Dios me dé salud y gozo, casa con corral y pozo.
  • Quien peca y se enmienda a Dios se encomienda.
  • Música y flores llaman amores.
  • La buena hilandera de madrugada prepara su tela.
  • Más vale año tardío que vacío.
  • Quien ha oficio ha beneficio.
  • El catarro, con el jarro; el reuma con zumo de uva; y para los demás achaques, lo que de la bodega saques.