Hacer una reseña de un libro que viene envuelto en una banda roja con la leyenda «mejor libro de año en euskera» no deja de ser un compromiso para esta mera lectora, pero como lo prometido es deuda, y prometí escribir algo sobre este libro que me dejó una reina maga, pues allá vamos.
La casa del padre de Karmele Jaiao es una novela, más bien tirando a corta, que se lee muy bien en una tarde o dos de lluvia, o si se quiere, en una tarde de autoconfinamiento, porque dónde vas a ir mejor, con la que está cayendo ahí fuera. El tamaño de la letra y en general la edición también acompañan.
La novela empieza con una panorámica de la ciudad de Vitoria, un capítulo muy cinematográfico, en el que el protagonista, suponemos que un hombre de edad madura, desde lo alto del Olarizu trata de sosegarse, de poner en orden sus pensamientos, recuerdos añejos y otros más recientes que llevan a aquellos.
Ismael, uno de los tres protagonistas, es un escritor en crisis, un escritor ante un folio en blanco que no sabe cómo rellenar -llama la atención en las páginas siguientes algún trasiego de folios y manuscritos impresos en esta época de «evite imprimirlo, salvemos los bosques»-. El escritor, Ismael Alberdi, está casado con Jasone, nombre vasco por Asunción, que es una nueva euskaldún, pero que domina la gramática y es la primera lectora de lo que escribe su marido, no en vano es también su correctora. Jasone -¡qué nombre vasco tan cacofónico!- es una anónima más. Y como tal, Jasone también escribe, escribe en silencio, escribe por la noche, con el ordenador probablemente en las rodillas, en el salón familiar.
Los Alberdi... ¿tiene apellido Jasone?, ¿se quedó olvidado en su Toro natal o ese olvido forma parte también de los nadies?... La pareja, decíamos, formada por Ismael y Jasone, matrimonio maduro con dos hijas, que ya han abandonado el nido, se han mudado a un nuevo piso en la parte más residencial, más despejada de Vitoria, donde aparte de guardar sus cuartos a las hijas, Ismael, el escritor, dispone de un estudio con salida a una pequeña terraza. Ismael puede cerrar la puerta y aislarse a esperar a que le llegue la inspiración, Jasone escribe a salto de mata, porque la inspiración ya ha llegado y tiene que aprovechar el tirón para dejar plasmados en papel los sentimientos de tantas y tantas mujeres.
Dos voces se alternan en la novela, la de Ismael en una segunda persona, que no sabemos si es la de su conciencia, la de un imaginario espejo, o la de su mujer, y la de Jasone, en primera persona, porque solo una mujer es capaz de ponerse en el lugar de otra mujer, de revivir una violación, aunque nunca la hayan violado, pero:
Las cosas cambian.
Las cosas pueden cambiar.
Hay una tercera voz también en segunda persona en escena, la de Libe, la hermana de Ismael y mejor amiga de Jasone, que vive en Berlín desde hace más de veinte años, pero que tiene que volver a la casa del padre, porque el hacerse cargo de los padres enfermos y mayores, siempre fue cosa de nosotras, las mujeres. Los hombres de buena voluntad, como Ismael, -«No hables en plural. Ya te he dicho que yo soy yo. Solo yo»- todo lo más ayudan en esas tareas.
Libe vuelve de Berlín para hacerse cargo de la casa del padre, tras la enfermedad de la madre, y para plantearse qué hacer con su futuro y sus relaciones familiares. Libe, como Ismael, también tiene un yo disociado que le habla desde un espejo puesto enfrente, quizá, también el de su amiga Jasone.
Jasone, la voz en silencio, pone voz poética a la razón por la que ha vuelto a escribir:
Quizá por eso es peligroso escribir. Es una peligrosa marea baja que deja a la vista las rocas escondidas bajo el agua. Y lo que aparece no siempre nos gusta. Porque con la marea baja desaparecen las palabras que utilizamos cuando estamos a flote, las que sobreviven como una colchoneta sobre la superficie; y aparecen esas otras, las que pesan como el plomo, las que están en el fondo y solo se ven con la marea baja. Y junto con esas palabras aparecen plásticos, tetabriks, latas de Coca-Cola oxidadas, el cartucho de una escopeta, un savalslip hinchado como un ahogado. Lo que aparece cuando escribimos no siempre nos gusta.
La mejor novela en euskera es una novela sin complicaciones lingüísticas, al menos en castellano, cuya versión en esta lengua es también de la propia autora. Transcurre en Vitoria, pero podría transcurrir en cualquier otro lugar, lo vasco es un tenue telón de fondo, incluso el llamado «conflicto vasco», también en la novela, aparece como algo ya olvidado y marginal, anecdótico casi, en el pasado de los protagonistas, ya estamos en el siglo XXI y ha pasado tiempo, el «conflicto vasco» parece una mera exigencia de los editores de Madrid.
El final es previsible, o no tanto...
Las cosas cambian.
Las cosas pueden cambiar.
Título: La casa del padre.
Autor: Karmele Jaio.
Editorial: Destino
Año 2020.
ISBN: 978-84-233.5676-8
3 comentarios:
Parece que este libro que comentas de Karmele Jaiao, autora que no conozco, trata del tema tan interesante como es la escritura y las diferentes formas y motivos para hacerlo con distintas voces, algo también a tener en cuenta, porque, según tengo entendido, puede dar más o menos agilidad al relato, sin olvidar la trama y el fin para el que está escrito.
Lo tendré en cuenta. Gracias por traerlo por aquí.
Besos
Me lo apunto.
Acabo de leer que la académica Karmele Jaio es una de las voces más potentes en euskera, bueno, habrá que escuchar esa voz, erderaz mesedez. El batua es una lengua un pelín artificial, una ardua hazaña la de Jasone, la protagonista zamorana, euskaldun berri, correctora de su marido euskaldun zaharra. Como ves, Carmen, mis doce años en Guipúzcoa, en cuanto rasco...
Jasone suena muy mal pero peor suena Miren Gotzone, María Ángeles. Recuerdo cuando a Sagrario Garaicoetxea, la del lehendakari, alguien propuso Hostiaenea, la casa de la hostia, un sagrario. Hay cosas difíciles de traducir.
Un regalo de Reyes siempre es de agradecer, si es de librería de barrio mejor.
Besos y gracias por dárnoslo a conocer.
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