jueves, 18 de junio de 2015

Número 79: Chistes y refranes en el imaginario común

La relectura del chiste del obrero, que Rigodón incluye en su post ¡Perder las formas no, por Dios! , no solo me ha llevado a 1973, facultad de Económicas en Somosaguas, sino que también me ha llevado a una serie de reflexiones acerca del humor colectivo, raras veces explícito, y que sin embargo, es la base de muchos chistes y de no pocos refranes. 

Bien, vayamos primero a aquella aula de Somosaguas en la que el profesor de Derecho Laboral explicaba a sus alumnos cómo el entorno laboral podía ser un agravante de ciertos delitos. La blasfemia era uno de aquellos por los que podías ir a la cárcel —recuerdo bien la repercusión mediática que por aquel entonces tuvo la condena por blasfemia del bailarín Antonio, condena que fue recordada tras su muerte—, y el proferirla en tu puesto de trabajo era un claro agravante.

Para ilustrar su exposición, el profesor no dudó en echar mano del «caso» —en ningún momento dijo que era un chiste harto conocido— del obrero que viéndose perdido ante el tribunal se excusaba:

—Señoría, si yo solo exclamé ¡Mecachís! ¡Cómo quema el plomo sobre el pie! 

«Bien —continuaba el profesor con una risilla de conejo apenas contenida —, a todo el mundo se le alcanza que en ciertos ambientes de educación escasa algunas expresiones son más habituales que otras y por lo tanto poco creíble que el obrero hubiera dicho eso». La masa de rojillos incipientes que tenía delante se revolvió en el asiento porque ¡maldita la gracia que debe hacer que te caiga plomo en el pie!, con o sin educación, pero la clase continuaba y cada alumno rellenó mentalmente el hueco de la alusión con lo que probablemente su entorno y educación le habían dictado. 

La buena educación del profesor no le habría permitido ser mucho más explícito, como tampoco el trasladar el caso a los libros o tan siquiera a los apuntes, pero sabía bien, al referirse al hecho en clase, que sus alumnos, incluidas las señoritas, iban a saber bien rellenar ese hueco, en el que en la dura realidad había ocupado una blasfemia bien sonora. 


Fotocopia pegada en una puerta debajo de una medalla del corazón de Jesús, en la que puede leerse: "Se permite blasfemar y cagarse en el gobierno por sus mierda leyes en este bar. Pero a fumar vais a la [tachado] calle.... ¡Es lo que hay!".

Ahora, como filóloga, me planteo cuántas sorpresas no nos hubiéramos llevado, y a lo mejor también más de una el profesor, con lo que cada uno de nosotros puso en aquel hueco, y puede que hasta no todas fueran blasfemias, pero, lamentablemente para los que nos dedicamos a estudiar las palabras, todavía no hay forma de registrar los pensamientos. 

Hasta hace bien poco la buena crianza obligaba a suprimir las palabras malsonantes de cualquier escrito, todavía se hace, incluso en las citas, y puede que hasta sea bueno para la creación el que cada uno siga rellenando esos huecos en su imaginación: lo escrito tiende a uniformar lo dicho y hasta el pensamiento mismo. 

En los últimos tiempos, y al menos en nuestros estudios, hemos conseguido los filólogos evitar la gazmoñería y en nuestros papeles quedan reflejadas palabras y expresiones tal como se producen en la realidad. 

«¡Pues fígúrate yo  —me decía la profesora Panizo un día— que hice la tesis sobre las fórmulas de juramento en la Edad Media!».

¡Lo que saldría de la boca de aquellos guerreros llevado al papel por poco escrupulosos amanuenses! A lo mejor alguno de ellos también terminó en la hoguera, o en manos de la Inquisición, siglos después por osar reproducir aquellas injuriosas palabras. Sin embargo, esas palabras formaban parte de nuestra lengua e iban transmitiéndose de generación en generación, que las transformaba y adaptaba a sus nuevas necesidades de expresión, aunque nunca llegaran a salir por su boca.

Si algún día pudiéramos volcar todos esos pensamientos sobre el papel, la riqueza de expresiones sería infinita y los estudiosos nos llevaríamos más de una sorpresa, pero nadie, ni tan siquiera los más vehementes se atreven a expresar algunos de esos pensamientos tan íntimos.  

Hoy por hoy solo nos podemos basar en indicios, asumir que cuando se cuenta un chiste a medias, o se capa un refrán por razones de buena educación, nuestro interlocutor es capaz de rellenar esos huecos, que los conoce, que por eso funciona el chiste o el refrán, y por mucho que lo sintamos los filólogos mejor que los pensamientos sigan en ese imaginario común, particular de cada uno, si se permite la contradicción. 

Repaso, una vez más, las palabras de Martínez Kleiser tratando de buscar el equilibrio entre el todo vale y el no vayamos a talar tanto que dejemos el árbol muerto, temiéndome que sigue estando vigente el famoso refrán:


Hay refranes que no son para escritos, sino para dichos; y eso entre amigos.
¿Entre amigos? ¡Ojo con algunos amigos!

2 comentarios:

Abejita de la Vega dijo...

Blasfemia nunca, tacos alguna vez. ¿Por qué no?
Un abrazo, Carmen.

La seña Carmen dijo...

No hago apología de la blasfemia, obviamente, pero como fraseóloga no puedo por menos que admirar la gran imaginería desplegada por los blasfemos, al menos en algunos casos, por no hablar de las contorsiones de los eufemismos.

Por otro lado hay diferencias geográficas importantes. En ciertas regiones la blasfemia explícita está bastante peor vista que en otros.