Comentario de la novela Memorias de Leticia Valle de Rosa Chacel para el club de lectura La Acequia.
Dejó Rosa Chacel tantas incógnitas en su novela, tantos paréntesis, tantos huecos por rellenar, que no solo sus lectores se ven obligados a ir llenándolos, sino que ha dejado tras sí todo un repertorio de interpretaciones formales, tesis incluidas, acerca del significado de esos silencios.
A estas alturas no estamos leyendo una novela, sino varias, una por cada una de las lecturas complementarias, algunas inevitables, como la introducción de Luis Antonio de Villena para la edición de 1967, que trae la edición que leo.
Las próximas ediciones y los ejemplares de las bibliotecas deberían traer un aviso para el ingenuo lector: «Vaya directo al texto de la autora».
«Me costó tres veces leerla. En la primera lectura me pareció mucha letra y poca chicha, pero una amiga me insistió en que la volviera a leer», me comenta una amiga, que, como la autora, es de Valladoliz. Y hablando de Valladolid, no ha dejado de sorprenderme la digresión que se marca la autora acerca de cómo pronuncian la d final los vallisoletanos poco educados, que bien podría extenderse a todos los castellanos, incluidos los de Madriz, naturalmente. Y todo ello a cuenta de las rimas consonantes en don José Zorrilla.
¡Una niña de once años fijándose en la consonancia de un poema! ¡Santo Dios! ¡Si debería estar jugando todavía con la Mariquita Pérez!
Una de las licencias que se ha permitido la autora a la hora de contarnos la historia es sin duda darle voz, ¡y qué voz!, y «memorias» a su protagonista. Sin duda, este artificio totalmente válido ha redundado en proporcionar a Leticia una madurez que muy probablemente en la vida real no tendría, pero sobre todo hablar de sus sentimientos, no de los otros adultos.
Leticia ha sido empujada a crecer, a madurar, por las circunstancias familiares, sin lugar a dudas excepcionales. Ya lo dice su tío al final de la novela: «... el único responsable es tu padre por no haberte puesto desde hace tiempo en un ambiente adecuado». Intuimos que Leticia se ha quedado huérfana de madre, o quizás no del todo, pero sabemos que la echa en falta y se agarra a un recuerdo puramente sensorial:
La verdad es que nunca pude recordar cómo era mi madre, pero recuerdo que yo estaba con ella en la cama, debía ser en el verano, y yo me despertaba y sentía que la piel de mi cara estaba enteramente pegada a su brazo, y la palma de mi mano pegada a su pecho.
Luego se produce, también por imperativo familiar, el traslado a Simancas, un pueblo con sus carencias, aunque tengan un gran castillo lleno de documentos. Allí, la tía Aurelia, que ha sido su cuidadora, debe repartir sus cuidados con el padre, que ha vuelto enfermo, de alma y cuerpo, de la guerra de África. Y Leticia debe empezar a crecer, empezando por elegir la ropa que se pone, o el cuidado de su propio cuerpo:
Me di cuenta una noche al cogerme los bigudíes; empecé a sentirme cansada de tener los brazos en alto tanto tiempo y entonces caí en que antes mi tía me ayudaba todas las noches al irme a la cama.
Sus tirabuzones volverán a tomar protagonismo en el primer contacto físico con don Daniel, el archivero que se convertirá en su profesor:
De pronto alargó una mano y cogió en un puñado todos mis tirabuzones, apretándolos junto al cogote. Dijo: «Esta es la que tiene que darte más guerra; con estos pelos, buena debe ser».
Haré como Chacel y dejaré a la imaginación de los seguidores de este blog los paralelismos con otras situaciones más cercanas que pasan por mi mente.
¿Seductora o seducida?
«¿Quién no se ha enamorado del profesor de matemáticas?, -me dice otra amiga-. Me encantó la novela, me siento muy identificada con Leticia, con lo que siente y cómo lo expresa.»
«Mi primer profesor de matemáticas me pilló ya muy crecida, aunque no digo que no me enamorara de él, desde luego», le vengo a responder yo, y mi amiga insiste. Yo no me puedo resistir a volver a ver, porque la recuerdo muy vagamente, la versión cinematográfica de la novela. Allí todo es un poco, solo un poco, más explícito, pero sin duda, tanto Ramiro Oliveros, como la joven Emma Suárez resultan atractivos, atrayentes. Por cierto, me fijo en que en la versión cinematográfica Leticia tiene catorce años, dos más que en la novela, quizá para acercarla a la edad real de Suárez, pero para mí este asunto no es menor.
¿Es solo una relación platónica? ¿Qué pasa realmente tras esos cerrojos que se corren en las partes finales de la novela? La autora, una vez más, ha considerado que debe ser el lector el que rellene esos huecos, porque Leticia se ve incapaz de contarlo. ¿Seductora en su aparente inocencia o seducida en su iniciación a la vida adulta?
Creo que Rosa Chacel lo tenía muy claro, que realmente todas esas lagunas no son más que la forma de exponernos lo que puede sentir una niña cuando la atracción que siente por un hombre mayor, un hombre que no es ni su padre, ni su hermano, encuentra una cierta «correspondencia», pongamos la palabra intencionadamente entre comillas.
Sin quererlo, hojeando una antología, me encuentro este poema de Rosa Chacel que titula A la orilla de un pozo: «Anda, que si no llego yo a estar aquí, te habías caído, pichona», dice el tío.
Una música oscura, temblorosa,
cruzada de relámpagos y trinos
de maléficos hálitos, divinos,
del negro lirio y de la ebúrnea rosa.
Una página helada, que no osa copiar
la faz de inconciliables sinos.
Un nudo de silencios vespertinos y
una duda en su órbita espinosa.
Sé que se llamó amor. No he olvidado,
tampoco, que seráficas legiones,
hacen pasar las hojas de la historia.
Teje tu tela en el laurel dorado,
mientras oyes zumbar los corazones,
y bebe el néctar fiel de su memoria.
Tampoco podemos obviar, me digo y le digo a otra amiga, el ambiente burgués en el que se mueve Leticia, que sin duda le permite un despertar intelectual a la vida. Inevitablemente, pienso a su vez en las niñas de la edad de Leticia que por aquellos años ya se veían obligadas a trabajar, como sirvientas en las casas de los burgueses, como jornaleras en el campo, o simplemente en sus casas ocupándose de pucheros y hermanos pequeños. Niñas que muy probablemente sufrieron no una seducción a través del conocimiento, sino un acoso más brutal, más directo: «Y recuerdo que el muy cerdo, aquella vez que me llevó a casa en su coche, porque mi padre insistió: "Anda, boba, ¿quién te manda ir andando?", me puso la mano arriba en el muslo y me dijo: "Niña, ¿tú ya eres mujer?". Me bajé corriendo del coche y tardé muchísimos años en contarlo, ni tan siquiera a mi marido, y cuando mi madre me decía que por qué no quería ir donde don..., yo simplemente contestaba: "pues porque no"».
Un último ejercicio para la relectura: ¿Podemos imaginarnos la historia si Leticia hubiera sido un niño?
2 comentarios:
Si hubiera sido niño la historia sería otra. Y si hubiera sido de clase obrera o campesina también sería otra. Leticia pertenecía a una clase social burguesa de hipocresías, silencios y disimulos, no ha pasado nada. La que doña Rosa conocía bien, aunque me da la impresión de que su familia no era tan pudiente como la que refleja su personaje. Eran intelectuales ingenuos, decía. Sí, chirría que la cría sepa tanto de rimas y corrija a Zorrilla. Esto lo quiero poner y lo pongo, así era la Chacel.
Una placer compartir lecturas contigo Besos, Carmen.
Pues sí, no es fácil discernir qué es lo que quiere transmitirnos Rosa Chacel con esta novela y nos lo deja a la imaginación del lector. Quizás por eso, su protagonista la utiliza con bastante frecuencia, dejando esos vacíos que tanto llaman la atención, de tal forma, que esta novela, sea muchas novelas.
Y eso es lo que le haga tan atractiva.
Besos.
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