sábado, 22 de noviembre de 2025

Núm. 316. Una mujer entre hombres, Concha Lagos

Saco de la biblioteca, porque me salta a la vista, la segunda parte de las memorias de Concha Lagos, Prolongada en el tiempo. Confieso que me suena el nombre y poco más. No he leído nada de ella antes, quizá algún poema suelto en alguna de las antologías que suelo manejar. 

Noto enseguida que es un libro para ir tomando notas, quizá demasiadas, alguna cita para guardar en el cuaderno de las citas que nunca se usan.  

Retrato de Concha Lagos
Retrato de Concha Lagos pintado por Anselmo Miguel Nieto (Wikimedia Commons)

Me sumerjo en estas reflexiones de madurez acerca de la vida literaria de buena parte del siglo XX. Es difícil seguir el hilo, si una ha sido espectadora lejana de esa vida a través de los libros de texto y de alguna revista añeja. Como su prosa resulta atractiva, Lagos es una excelente escritora, el paso de las hojas resulta agradable y sigo leyendo el libro, a veces a muy salto de mata.

Aunque no son unas memorias propiamente dichas, pues esas más bien fueron en el libro anterior, La madeja, lectura pendiente, no faltan recuerdos de la infancia, como ese párrafo entero dedicado a los sacamantecas, a los que la niña se enfrenta entre el miedo y la curiosidad: 

Nunca acerté a imaginarle sin hacha, sin cuchillo. Un cuchillo grande y bien afilado, como el de la cocina, o armado con las tijeras de podar de Antoñico, con su hoz o almocafre:

-¿Para qué quería las mantecas?

Maricuela se encogía de hombros:

 -Vaya usted a saber... -y dejaba en suspenso la macabra historia (p. 71).

Buena parte de estas reflexiones giran en torno a su labor en la revista, fuera de toda oficialidad, Cuadernos de Ágora, publicación que sufragó de su propio bolsillo y dirigió, casi siempre manteniéndose ella misma en la sombra. 

Por ella, por aquellos años, vemos desfilar a los principales actores de aquel momento literario, algunos estaban empezando, otros ya eran escritores reconocidos. En algún caso, Lagos llega a quejarse de alguno de aquellos principiantes a los que ayudó, y luego, si te he visto, no me acuerdo. También se lamenta de ese ninguneo al que la sometieron no considerándola una igual entre iguales:

Creo que me miraron como a una insignificante burguesa dotada de cierta economía para poder mantener la revista, la colección, la tertulia literaria (p. 144).

El talento literario tapado por el vil dinero. ¡Qué desagradecidos suelen ser los primeros beneficiados de las generosas acciones!

Más adelante se lamenta: 

Nunca he sabido ofrecer mi propia mercancía, no sé si es orgullo, modestia o tímidez (p. 166).

 ¿Cuántas escritoras, incluso en este siglo XXI, podrían decir eso de sí mismas? 

Sin embargo, si repasamos las páginas de la revista, nos damos cuenta de que Lagos tampoco tuvo buena vista para descubrir a las otras escritoras coetáneas. Hoy sabemos que existieron, que estaban ahí, pero ¡qué pocos nombres femeninos entre esas páginas! La invisibilidad absoluta, incluso para las propias mujeres del mundillo literario.

A pesar de todo, Lagos cree en el valor y el potencial de la palabra, a pesar de las dificultades de la propia palabra para ser comprendida: «Nadie puede comprender una palabra hasta el fondo» (p. 233). 

En otro orden bien diferente, tan cotidiano como el literario, esas tareas domésticas, de las que las mujeres parece que no podemos desprendernos y que ya vimos aparecer en Concha de Marco, aparecen entre sus reflexiones: 

San Isidro es el santo que más envidio, tener ángeles remediadores de las cotidianas tareas sería en verdad gran cosa. Lástima que ya no bajen a este mundo. Como mucho habría que conformarse con algún robot, pero ocupan demasiado espacio. Por fuerza nos crearían un estar incómodo. Imposible compartir con ellos estos ajustados apartamentos. Por supuesto que a las tareas domésticas me refiero. Lo de la pluma no lo considero trabajo, al contrario, en dulce quehacer se convierte, aunque abonado lo sepa de tristezas, de melancolías. Como la abeja voy de la flor al panal, defendiéndome de las espinas, de los glotones zánganos (p. 65)

Preciosa la metáfora final abstrayéndose de los hierros incómodos de los robots para poner sus ojos en la naturaleza. 

¡Y qué de veces hemos puesto nuestros ojos en ese santo madrileño al que los ángeles le hacían la labor!

Rematemos con otro comentario con el que nos sentimos identificadas. ¡Ay, el enhebrar una aguja! Y el final poético que no falte.

Parte de la mañana la he pasado cosiendo. Ramalazos me ha dejado de mal humor. Es tarea que detesto. Ni mi madre consiguió aficionarme. Al terminar, corriendo a mi arco, al reencuentro con el bolígrafo y el cuaderno, segura de encontrar relajamiento en ellos. Además, los ojos van debilitándose. Ni la luz de este Valle puede hacer ya el milagro cuando de enhebrar la aguja se trata. Tampoco el pulso ayuda. Un buen amigo, cariñoso y observador, al ver oscilar temblorosa mis manos me recitó un día este verso: «Comprendí que las manos puedan ser mariposas...». No recordaba el autor. (p. 131). 

Autor: Concha Lagos.

Título: Prolongada en el tiempo. Memorias.

Edición de Rafael Castán.

Editorial Torremozas.

Año: 2024.

Introducción de Juana Murillo.

 


 


 


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