Había pasado siempre con prisas por Fuentelisendo, con la prisa del que pasa por la carretera camino de otro lugar: los 50 por hora a los que obliga la travesía dan para apreciar un puñado de casas, y una iglesia en lo alto, como asomada a un balcón y poco más.
Y digo lo del balcón a propósito, porque ya dentro, a poco que camine por sus calles en busca de la iglesia, uno se da cuenta de que este pequeño pueblo es un balcón asomado a ese valle que forma la N-122, esa carretera que discurre entre viñedos a su paso por el sur de la provincia de Burgos.
Es mediados de julio de un día de entre semana y las calles están vacías. No hace excesivo calor, el día ha salido apetecible y sin embargo, se tiene la sensación de que todos sus habitantes permanecen aún en sus casas, no atreviéndose a salir, esperando a que caiga la tarde aún más.
Casi por instinto, y tras serpentear con el coche por callejuelas cuesta arriba, y alguna cuesta abajo, llego a una placita relativamente amplia, donde en un extremo se ven dos arcos que tienen toda la pinta de cobijar una fuente y a sus pies un pilón. Estoy en el downtown, como me dirán más tarde, pero o nos adelantemos.
Dejo el coche casi allí mismo y me dirijo a pie a la fuente, estoy ante el lugar en que la Wikipedia considera el origen del pueblo, o al menos del nombre, Fuente Lisendro. No hay que olvidar que son varios los pueblos que en la comarca llevan en su nombre la referencia al agua, a las fuentes: Fuentemolinos, Fuentecén, Fuentenebro y un poco más alejados Fuentespina y Fuentelcésped.
Una terraza parece servir de techo a este conjunto, y por ella asoman unas cepas, estamos en la Ribera. Rodeo el monumento para admirar el parquecillo que lo corona y me reafirmo en que este pueblo es un gran balcón.
El agua del pilón, que no ha estrenado todavía este año las remojadas de los mozos en fiestas, me refleja casas de diversas formas y tamaños, grandes y pequeñas, nuevas y viejas, con las persianas bajadas y los postigos cerrados. El pueblo duerme y solo de vez en cuando se oyen rumores, alguna voz que sale de algún portal, pero todo vuelve enseguida a la calma.
Empiezo a caminar guiada por la torre de la iglesia, nadie en mi camino, solo puertas cerradas, persianas bajadas, talanqueras ajustadas...
El barrio de la iglesia me descubre el barrio de las bodegas, cerro arriba, con sus puertas arruinadas, sus techos caídos y sus zarceras sobrevivientes. Un cartel informa de la disposición de aquel barrio donde en otro tiempo múltiples bodegas y lagares dejaron su impronta.
Sigo hacia la iglesia entre zarceras y casas —es un pueblo, sobre todo en la parte alta, en el que conviven casas, bodegas y lagares—. La iglesia se abre en lo alto ante otro espléndido balcón, ya hemos dicho que es un pueblo lleno de balcones, que miran hacia el sur. Desde ese privilegiado mirador pueden verse algunas viñas primorosamente cultivadas, con las cepas aliñadas como los niños en un cuadro de gimnasia sueca. Justo enfrente de la iglesia, casi se tocan, hay un lagar cuidadosamente renovado. Está cerrado, pero se ve que se ha querido preservar para la posteridad. A pesar de que muchos pueblos en la Ribera conviven en un mismo espacio, generalmente un cotarro o cerrillo, la iglesia y las bodegas, creo que es la primera vez que veo la iglesia y un lagar tan juntos.
Desciendo hacia lo que es el centro del pueblo, más casas cerradas, alguna habitada, pero con las persianas bajadas, no se ve un alma.
Una terracilla adornada de vides me saluda, otro balconcillo que se abre al valle, otro lugar para pararse, tomar una foto y fijarse en que a pesar de lo temprano de la estación, estamos tan solo a 20 de julio, ya hay racimos pintados. Por Santa Ana (26 de julio) pintan las uvas, dicen en los pueblos donde la uva madura pronto, pero en la Ribera todo va un poco más tardío. Aquí tenemos una clara excepción, se ve que el sol que reciben estas plantas hace su labor, y las casas les dan abrigo frente a las heladas.
Llegó a la plaza y me recibe el soberbio edificio del ayuntamiento y un árbol copudo y frondoso que preside otro gran balcón.
Balcón que se abre sobre los tejados del pueblo bajo y sobre el frontón que hay al lado, bajando unas escaleras, y que sin duda servirá también para pista de baile y otros usos. Unas pintadas nos hablan de un Fuentelisendo más juvenil, más gamberro, dirán algunos, pero los jóvenes no están en esta tarde de julio, solo su colorida huella en la pared.
Llevo una media hora paseando por el pueblo y todavía no me he cruzado con un alma.
De balcón a balcón me fijo en el que se abre en la fachada principal del ayuntamiento, y sobre él una inscripción que dice que se hizo reinando Carolo, el IIII esta vez, y el número romano aparece así escrito, con cuatro palitos.
Un leve murmullo de voces me llega, pero sigo sin ver a nadie. De la misma fachada del Ayuntamiento parte la calle la Fragua, y me parece curioso que tal actividad, normalmente un poco relegada a la parte baja, hubiera podido estar junto a la parte más noble del pueblo: la iglesia le da la mano al lagar y a las bodegas y el ayuntamiento a la fragua.
Calle abajo sigo viendo lagares arruinados, casas abandonadas, entradas a bodegas en el cogollo del centro... Por un momento pienso que este pueblo tuvo más bodegas que casas, si sumamos todas las de barrio alto y las que aparecen entre las casas.
Se va echando la hora que me he marcado, así que dirijo mis pasos hacia el coche y es entonces cuando oigo voces claras y distingo siluetas. Son dos hombres que han salido a dar su paseo vespertino y se andan preguntando de quién será aquel coche que no les es familiar. No me cuesta pegar la hebra con ellos, pronto se suma un tercero al que acompaña un perrillo.
Me hablan de la fuente: «románica», me dice el uno; «el downtown del pueblo —añade el otro— que aquí se reúne la gente». Hablamos de lo deterioradas que están las bodegas, y me aclaran que alguna van arreglando como merenderos, pero pocas. Les pregunto si tiene bar, y me responden que ahí fallan, que solo abre algunos fines de semana y en el mes de agosto, que en ese pueblo no son gente de bar. Sí me confirman que hay centro social de mayores, en los bajos del ayuntamiento, donde se reúnen las mujeres a jugar a las cartas y de donde probablemente saldrían los murmullos que oí cuando andaba en las cercanías.
Me despido y según abandono el pueblo voy viendo algún viejecillo que toma el sol de la tarde sentado en algún banco del camino que rodea el pueblo, y un imponente tractor con remolque que va, no viene, a sus labores.
Nota final: Para completar el paseo se puede visitar este blog en el que se da noticia de algunas curiosidades y del posible origen románico de las piedras de la fuente.
2 comentarios:
¡Qué estupendas son tus visitas a la Ribera!
Supongo que no te descubro nada si te digo que la prosperidad de los pueblos se marca entre los que tienen bar y los que no. Si se trata de bares -plural- estamos ante un pueblo rico y con futuro.
Mi abuela usaba mucho el término "cuando reinaba Carolo" como sinónimo de antigüedad.
Lo de Carolo ha sido una licencia mía, porque en la inscripción pone Carlos, no Carolo, pero en fin, me ha venido a la memoria mientras lo escribía y...
En cuanto a los bares, verás, el mío tiene cuatro, pero no le veo yo tampoco mucho futuro.
Algo que se me ha quedado en el tintero es que cuando iba por esas calles solitarias y veía las viñas a lo lejos bien cuidadas, pensaba que la DO no ha sido capaz de retener la población en esos pueblos. Esas viñas, normalmente, las labran cuadrillas de temporeros, normalmente venidos de muy lejos.
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