domingo, 26 de marzo de 2017

Número 153. A Sangre y fuego (I).

Y es que en las guerras, lamentablemente solo hay muerte, dolor y vergüenza, nada más; la razón y la justicia quedan al margen y, por ello, salvo que se hable de una guerra defensiva y no siempre ni mucho menos, cualquier intento para justificar la actuación de uno u otro bando es un insulto a la memoria, a la verdadera memoria (J. J. Álvarez).
Abro el comentario de A sangre y fuego con las palabras de un amigo militar, paremiólogo y estudioso de la vida cotidiana en la milicia. Le había pedido su opinión sobre cierto bulo que corría por las redes acerca de la guerra civil, y como siempre su respuesta excedió con creces a la pregunta. Con las palabras de referencia cerraba el intercambio, mucho más amplio, que guardo como oro en paño.
imagen de archivo del colegio Maravillas con algunos espectadores
Incendio del colegio Maravillas (1931)

Chaves Nogales suscribe desde un principio esa máxima: en la guerra solo hay muerte y destrucción, y recalca su equidistancia entre los dos bandos, con un prólogo, que visto hoy quizá nos haga perder la perspectiva de que fue escrito en 1937, todavía quedaba mucha guerra, mucho dolor y mucha muerte, pese a las notas proféticas que despliega el autor. Por otro lado, aunque de entrada las equidistancias son bienvenidas, según se avanza en la lectura, más de uno nos preguntamos si realmente la equidistancia existe o incluso más, si realmente es posible, o si no es equidistancia, sino algo distinto lo que mueve al autor.

Sobre la guerra civil queda aún mucho por escribir y mucho más por saber. A mi generación primero le contaron la versión desde un lado, el de los vencedores, donde no faltaban héroes como los del alcázar de Toledo, moto para hacer pan incluida; luego desde el otro, el de los vencidos, con documentos tan valiosos como ¿Por qué perdimos la guerra?, asignatura obligada durante la transición, documental que no gustaba mucho a algunos amigos comunistas. Para encontrar algo más objetivo, algo que no fuera ni de un bando ni de otro, había que irse a los autores extranjeros, pero aún así era difícil, es difícil contar con esa pretendida objetividad, que la historia y menos la ficción tienen: siempre se termina por tomar partido. 

En mi memoria personal, el primer testimonio del otro lado del que soy consciente fue un breve y fugaz comentario sobre lo duros que habían sido los primeros tiempos del primer colegio para niñas que las Salesianas tuvieron en Madrid. El relato de la monja tenía tintes melodramáticos, el peligro intencionadamente borroso que había sufrido una monja: ¿querían matarla?, ¿violarla?, ¿torturarla?... La historia terminaba felizmente porque un coche paró con un caballero dentro y se llevó a la fuerza a la monja, a la fuerza porque esta gritaba que quería ser mártir antes que perder la pureza. Quizá la monja narradora no lo contó así, pero así ha quedado en mi memoria. Ese primer colegio estaba a escasos metros del cuartel del Quinto Regimiento, pero qué era el Quinto Regimiento lo supe bastante después. 


Desfile de tropas ante el cuartel del Quinto Regimiento (Salesianos de Estrecho)
El segundo recuerdo de lo que pasaba en Madrid me viene de la mano de mi profesor de Historia y Literatura en Preu. Como daba ambas asignaturas, no sabría precisar en qué momento lectivo empezó a contar anécdotas de la guerra en Madrid, de cómo la vivió él, siendo aún muy niño, de cómo jugaban al peón en la calle y de cómo corrían a esconderse cuando sonaban las sirenas, y de cómo luego salían a la búsqueda de pequeños o grandes tesoros, pasado el peligro. No eran en absoluto recuerdos terroríficos, o por lo menos el profesor Guerrero no pretendía transmitir ni odio ni horror, eran recuerdos tranquilos. 
Parapeto defensivo a lo largo de la acera de Bravo Murillo, la gente pasa tranquilamente por delante
Parapetos defensivos en la calle de Bravo Murillo. A la derecha el cine Europa y el colegio Jaime Vera

Puso una voz más grave, era un tipo jovial, cuando habló de cómo salían los camiones de milicianos por la mañana hacia el frente de la Sierra, y por la noche ellas y ellos volvían como si hubieran ido de excursión campestre: «los que venían directamente del frente eran acaso los más alegres», escribe Chaves Nogales. Manejo ahora un ejemplar que viene subrayado, y me llama la atención que el lector anterior y yo hemos anotado casi las mismas cosas. 

El descontrol de estas milicias voluntarias, leales al gobierno de la República, la falta de total disciplina en asuntos de guerra es una de las constantes en estos relatos de Chaves. No es el único en compartir este punto de vista, han sido muchos los analistas de la guerra civil que han resaltado este punto débil en el bando republicano, este y otros como la falta de medios, y si pongo el comentario de mi profesor de historia en perspectiva, entiendo que de esa opinión era el entorno de aquel niño madrileño que jugaba en la calle y que más tarde estudiaría concienzudamente la historia de España. 

Chaves Nogales nos presenta un frente de Madrid mucho más sangriento, lleno de odios y de vendettas, aunque también cosmopolita y con sus momentos de relajo, en los que aparecen como en un flash cuatro intelectuales de la época, Malreaux, Alberti, Bergamín y María Teresa León, «Palas rolliza con un diminuto revólver en la ancha cintura». María Teresa León, que años más tarde y desde su exilio bonaerense nos dejaría otro testimonio valioso, su Juego limpio (1959), un relato lleno de nostalgia y también de sangre hacia aquel Madrid, aquella España, que pudo ser y no fue. La guerra no es nunca un juego.


Más mujeres que hombres en este grupo de milicianos que posa en el cuartel del Quinto Regimiento
«Las batallas no se ven. Se describen luego gracias a la imaginación y deduciéndolas de su resultado». Todos hemos anotado esta frase obvia y clave. Chaves se adentra en la narración como un investigador forense, diría que casi del CSI, si se me permite, examina los cuerpos, las heridas una a una, las trayectorias de las balas, la anchura de los filos de la bayonetas, evita o acierta en los órganos vitales, recrea las situaciones, incluso llega a meterse en los pensamientos de los agonizantes, sin duda un acierto narrativo:
Pedro, mientras se desangraba, se iba quedando plácidamente dormido. Se acomodó en la yerba fresca y mullida. En la guerra y la revolución era difícil dormir. ¡Pero qué a gusto se dormía al final!

Visto desde lo alto, si hubiéramos tomado el puesto de uno de esos aviadores que lanzan su carga de destrucción, los relatos nos hubieran parecido una película de acción de esas de grandes efectos especiales en las que el mundo va saltando secuencia tras secuencia por los aires, menos el protagonista, que sale apenas con un rasguño de tanta refriega. En los relatos de Chaves los protagonistas también mueren, pero a este aspecto le dedicaremos un segundo comentario.

Por crueles que sean las guerras, siempre hay un hueco para la esperanza, para pequeñas Hebras de paz vivas. Esto lo sabe bien Juan Gutiérrez empeñado desde hace años en rescatar del recuerdo la memoria de esas pequeñas acciones que pasan normalmente desapercibidas, pero que han servido para poner algo de humanidad, de esperanza en la barbarie de las guerras, y no solo de las guerras. Con la ayuda de algunos profesores implicados, los chicos de hoy han ido a sus casas a preguntar a padres y abuelos, sobre todo abuelos, por sus recuerdos. En este «balcón de relatos» encontramos algunas historias amables, como no podía ser de otra manera, con algún denominador común como esas delaciones fallidas porque el potencial delator no puede terminar con la vida del acosado, del asustado que agazapado le mira a los ojos y quizá sí, o quizá no, suplica por su vida. 

Hay mucha historia circunstancial compartida en todos los relatos que por vía oral nos han llegado sobre la guerra. El pueblo lo cuenta a su manera, sea verdad o no, porque el pueblo es capaz de fabricar sus propias verdades y agarrarse a ellas, los escritores lo convierten en literatura, y eso es lo que ha hecho Chaves Nogales en estos relatos cuando ha abandonado el papel de forense descrito arriba. Poca esperanza y rasgos de humanidad hay en su prosa, y los que hay están sacados de esas historias acrecentadas o disminuidas de boca en boca que sin duda llegaron a la redacción y que empezaron a correr desde los primeros momentos, incluso antes, porque algunas son historias viejas que pasan de generación en generación, de guerra en guerra, como ese gesto del valiente militar que es capaz de dirigir su propio pelotón de fusilamiento ante la incompetencia de los fusileros.  

No tiene muy buena opinión Chaves Nogales de este pueblo llano: inculto, sanguinario, ágrafo «escritos con mucho odio y muchas faltas de ortografía», cobarde, al que le han dado demasiado poder al ponerle un fusil en la mano. Recurro a mi memoria, a la narración de una informante que me hablaba de aquellos días de julio en Aranda de Duero: «Llegó mi hermano que venía de segar de Aragón, venían rotos, cansados, con las albarcas rotas y ganas de llegar a casa, habían andado sin parar porque las noticias no eran buenas... Y vino a verme y me dijo: "¡Ay, hermana!, que nos matan, que nos matan" y yo le decía "Que no, que no sius matan, que no sius matan"... y los falangistas les montaron en un camión y se les llevaron al frente», y esa fue su salvación. Lo que no me contó fue si del cambio de actitud de la noche a la mañana, que habían pasado de perseguir gañanes a ponerles un fusil en la mano, se enteró en la plaza o en algún salón de la casa donde servía. 

Siguió la misma informante hablándome de su experiencia en la guerra y pasó a hablarme de Zaragoza, a donde se la llevó un hermano que ya había ascendido a sargento, y de cómo estaba en Intendencia y de cómo ella iba todos los días a casa de la mujer de un capitán aviador a llevarle cosas de comer. El aviador andaba soltando bombas por Teruel, porque «los coparon en Albarracín», y era el mismo aviador que poco tiempo antes lo que soltaba desde el aire era ramos de flores para su novia y la Virgen de su pueblo durante la procesión, y los del pueblo se quedaban muy impresionados y atemorizados por el gesto, ya que aquel aparato volaba demasiado bajo.

Niños jugando con los restos de una avioneta caída en la calle Carolinas (1935)

No oculta Chaves Nogales su admiración por el ejército, por la milicia regular, por los militares de profesión, cultos, disciplinados, sabiendo el oficio de la guerra, aun en los momentos de relajo. Su admiración se extiende al Ejército de África, a los moros, que tanto temor producían entre la a población civil de los pueblos por los que pasaban. Chaves Nogales hace una descripción épica de ellos, «guerreros marroquíes» los llama, a pesar de que moros al fin, no son precisamente ideales los que los han llevado a luchar en una guerra que no es suya. En medio de tanta hidalguía, Chaves nos da una sorprendente de arena:
Si cualquiera de aquellos amables señores que tanto festejaban a los heroicos guerreros bereberes hubiese podido adivinar el pensamiento profundo y el sentir auténtico de aquellos impasibles soldados, sus almas de cristianos y civilizados se hubieran horrorizado. 

Verdad o leyenda lo que contaran de los moros, lo que no cuenta Chaves Nogales, es que en los pueblos de Castilla los viejos campesinos cristianos escondían a sus hijas mientras los moros acampaban en el pueblo, y solo los chiquillos inocentes de pocos años se atrevían a acercarse a sus campamentos, a ver cómo rezaban al anochecer, cómo se comían los corderos sacrificados por sus manos si era fiesta y cómo bebían té moro: «Eran muy guarros y dejaban todo sucio», me comentaba alguno de aquellos chiquillos muchos años después, recordando el paso de las tropas africanas por su pueblo. 

Si la opinión que nos deja Chaves de los sindicatos, de los comunistas y de otras raleas, de las que solo se salvan momentáneamente los pocos dirigentes que han salido de la élite intelectual, es mala, la opinión y acción de los anarquistas no puede ser peor, lo mejor de cada casa salido de los fondos más bajos de la sociedad: cárceles, tugurios, el barrio Chino de Barcelona... La figura de Durruti no puede salir peor parada. Durruti cayó herido gravemente en la defensa de Madrid un 19 de noviembre, y murió al día siguiente. La leyenda o verdad sobre su figura nació pronto y sigue todavía hoy rodeada por lo general de respeto: entre los milicianos corrió la voz de que en el momento de su muerte, su única posesión eran unas gafas, a lo mejor no necesitaba más. 

De su muerte no se hace eco Chaves Nogales, ni para bien ni para mal. Por entonces ya estaba haciendo las maletas, pues el Gobierno había considerado prudente trasladarse a Valencia y Chaves Nogales lo dio todo por perdido: dejaría atrás los horrores de la guerra y su Patria, palabra que venera escribiéndola con mayúscula. 

Ya en París nos queda la duda de saber cuál fue su intención para pasar a literatura, a alta literatura, aquellos meses del 36. Probablemente ahíto de tanta historia sangrienta que había tenido que escuchar desde su despacho de periodista, los recuerdos se le agolparon dentro y necesitó desahogarse, soltar las compuertas de su alma, ya sin a amos a quienes servir, porque «su causa, la de la libertad, no había en España quien la defendiese».

Comentario para el club de lectura La Acequia.

Notas:

1. Las fotos, que han sido distribuidas libremente en las redes sociales, corresponden al barrio de Cuatro Caminos Tetuán, en Madrid. Si alguna tuviera derechos, por favor comunícamelo para retirarla. 

2 comentarios:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Excelente tu propuesta de lectura pegada a testimonios recogidos.
Chaves Nogales era republicano, liberal y antifascista. Pero también anticomunista y contrario al anarquismo. Su posición está en el punto de arranque de su narrativa.

Abejita de la Vega dijo...

Una entrada de lujo que te agradecemos, Carmen. La guerra Civil es inagotable. Todos los testimonios nos enriquecen la visión.
Besazos