Cuando en el Incipit de una novela suceden cosas maravillosas, tales como que las aguas de un río no fluyan o que estén infestadas de devoradoras criaturas capaces de comerse hasta los cadáveres —las a la vez temidas y apreciadas lampreas—, cabría esperar que a lo largo de las numerosas páginas que se siguen hechos maravillosos se sucedan, pero no, todo transcurre con monotonía dentro de las idas y venidas de los personajes de Castroforte del Baralla.
La ciudad toma su apellido no de ese río siniestro, sino del otro, del que fluye y se comporta con normalidad, el Baralla, pero que para compensar no proporciona las sabrosas lampreas que dan fama culinaria y dinero a la comarca. El Baralla da su apellido a la ciudad, pero el Mendo, en esa eterna oposición muerte-vida la nutre.
La ciudad toma su apellido no de ese río siniestro, sino del otro, del que fluye y se comporta con normalidad, el Baralla, pero que para compensar no proporciona las sabrosas lampreas que dan fama culinaria y dinero a la comarca. El Baralla da su apellido a la ciudad, pero el Mendo, en esa eterna oposición muerte-vida la nutre.
Con la desaparición del cuerpo de la santa local, santa Lilaila de Éfeso, venerado en la colegiata, las lampreas desaparecen del Mendo, los niños pueden zambullirse en sus aguas, los viejos recuerdan que la leyenda lo había anunciado: las lampreas seguirían a la santa, pero surgen pronto los lamentos pues va a faltar la materia prima de las jugosas empanadas.
Luces y sombras en las calles de Castroforte |
Tras el episodio narrado en tonos épicos con tintes sobrenaturales del rescate del cuerpo de la santa una noche de galerna por un marinero al que la necesidad de procurar por su familia hicieron vencer los miedos ancestrales, la ciudad se nos convierte en un discurrir de sucesos sin importancia, de personajes insignificantes y de historias anodinas que pujan por conseguir algo de protagonismo. Las logias que horadan la vida de los castrofortinos surgen y resurgen a la luz de la mesa de un café, pero sus manifiestos y publicaciones no pasan de ser la crónica de la mezquindad de una vida cuyo mayor aliciente es añadir un componente más a una delirante escultura o cambiar la postura en las relaciones amorosas.
Torrente Ballester va poco a poco desmotando esa atmósfera supersticiosa y mágica del principio a golpe de pequeños detalles, todo es cotidiano, todo es familiar en el día a día de esos personajes que buscan al redentor que tuvo que ser concebido siguiendo religiosamente fórmulas rígidas, transmitidas de generación en generación por la vía femenina. Incluso en esos momentos en los que el clímax sobrenatural está a punto de alcanzarse hay algo que devuelve a los castrofortinos, incluso a sus héroes, a la fría realidad.
Recordemos esa escena en la que las tres mujeres depositarias de los secretos se disponen a conjurar el destino de J. B., el redentor:
Torrente Ballester va poco a poco desmotando esa atmósfera supersticiosa y mágica del principio a golpe de pequeños detalles, todo es cotidiano, todo es familiar en el día a día de esos personajes que buscan al redentor que tuvo que ser concebido siguiendo religiosamente fórmulas rígidas, transmitidas de generación en generación por la vía femenina. Incluso en esos momentos en los que el clímax sobrenatural está a punto de alcanzarse hay algo que devuelve a los castrofortinos, incluso a sus héroes, a la fría realidad.
Recordemos esa escena en la que las tres mujeres depositarias de los secretos se disponen a conjurar el destino de J. B., el redentor:
Habían sido instruidas con cuidado en lo que tenían que hacer, porque la finalidad secundaria del acto era nada menos que conjurar la posible o quizá inevitable muerte de J. B,, hollando de sangre virgen el Ara de Diana, que se conservaba en medio de la Cueva tal y como allí la había instalado, cerca de tres mil años antes, Argimiro el Efesio, y cuyo estado de conservación y limpieza era tan admirable como inexplicable, cosa de la calidad del mármol, seguramente. De dónde les vino a aquellas mujeres la creencia de que con tal operación la muerte de J. B. iba a ser evitada, es cosa de averiguación evitable. Fue, en cualquier caso, precaución inútil, ya que el Vate murió sin haber completado la misión liberadora que, desde siglos atrás, le venía pronosticada. Los muchachos quedaron, pues, solos, quizá con miedo, en lugar tan solemne y con tanto misterio como aquél. Mientras se entregaban a los tramites indispensables para que el ara de Diana fuese manchada, las tres mujeres rezaban ante el Ara del Santo Cuerpo Iluminado de Santa Lilaila de Éfeso, dicha también de Barallobre, para que, desde su lugar en el cielo, se cuidase muy especialmente de que los fines primarios y secundarios de lo que se estaba verificando llegasen a término cabal; si no fue la madre de Ifigenia, que pidió con fervor a la Santa que su hija no se acatarrase, ya que, de los dos oficiantes era el suyo el cuerpo que verosímilmente se mantendría durante un tiempo más largo en contacto directo con la fría piedra del Ara (p. 98).
El fragmento anterior habla por sí solo, lo maravilloso, lo inexplicable se desmonta a través de pequeños detalles: el mármol de buena calidad, o ese catarro por el que teme la madre de Ifigenia.
Contribución a la lectura colectiva de La saga/fuga... en La Acequia.
1 comentario:
En efecto, esa mezcla de tonos -que es una mezcla de géneros- y de lo serio y el humor es una de las claves de la escritura de esta novela. Si no se comprende y acepta, el lector puede desesperar...
Gracias por tus contribuciones.
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