Reparó que la moza no llevaba pendientes y que tenía una oreja rota; entonces recordó habérsela partido él mismo, al aplastar con la culata de su escopeta el zarcillo de filigrana, en un arrebato de brutales celos. La herida se había curado, pero la oreja tenía ahora dos lóbulos en vez de uno.La violencia hacia las mujeres aparece en esta novela narrada no solo con realismo minucioso, sino también, como en la vida real, dejando secuelas páginas después. Palizas habituales entre los pobres, pero de las que no se libran las clases acomodadas:
Tiene que ser un chiquillo, porque si no le retuerzo el pescuezo a lo que venga. Ya le he encargado a Nucha que se libre bien de traerme otra cosa más que un varón. Soy capaz de romperle una costilla si me desobedece. Dios no me ha de jugar tan mala pasada. En mi familia siempre hubo sucesión masculina: Moscosos crían Moscosos, es ya proverbial.¿Cuántas escenas similares no habría contemplado doña Emilia? ¿Cuántas palizas cotidianas no habrían sufrido las mujeres ante sus ojos? Sobre el tema vuelve en distintas ocasiones —Coro nos ha recomendado con acierto la lectura de Las medias rojas—, es claro que el tema no le es indiferente, sin embargo, al menos en Los pazos, doña Emilia se comporta como un fiel notario sin deslizar ningún juicio de valor sobre los hechos, ni en su papel de narradora ni a través de sus personajes. Compárese, por ejemplo, con la actitud de reprobación que adopta Julián en las primeras escenas cuando los adultos gozan emborrachando a un chiquillo de corta edad. ¿Era suficiente esta denuncia o estamos pidiéndole demasiado a doña Emilia para sus tiempo al juzgar con ojos del siglo XXI lo que debería haber denunciado claramente en el siglo XIX?
Doña Emilia nos presenta claramente a la mujer como una posesión más del varón. La mujer solo sirve para hacerle la comida, proporcionarle placer o engendrar los hijos varones que han de perpetuar la estirpe o ayudar en el campo. La mujer cosificada a la que se puede apalear sin remedio y sin que nadie la defienda, ni tan siquiera los débiles sacerdotes a los que asusta más la ausencia de un vínculo sagrado que la realidad violenta de la que son testigos.
El maltrato no es solo físico, la condesa sabe transmitirnos ese maltrato psicológico. Acompañamos a Nucha en el progreso de sus temores, que pronto se vuelcan en puro terror. Si ya sabíamos del despego e infidelidades de su marido tras el alumbramiento de una niña, pronto se dará cuenta de que la niña y ella sobran en el pazo. Asumido su infortunio, no puede soportar el que algo pueda pasarle a su hija: «¡Me la roban!, ¡me la roban!», o algo mucho peor.
La narradora deja a un lado la omnisciencia, va contando lo que ve, o mejor lo que ve a través de los ojos y oídos de un infeliz, pusilánime e impotente sacerdote, que no sabe cómo actuar ante la tragedia de Nucha. De la violencia que haya podido haber en la alcoba, solo se muestran los indicios:
Y casi al tiempo mismo advirtió otra cosa, que le cuajó la sangre de horror: en las muñecas de la señora de Moscoso se percibía una señal circular, amoratada, oscura... Con lucidez repentina, el capellán retrocedió dos años, escuchó de nuevo los quejidos de una mujer maltratada a culatazos, recordó la cocina, el hombre furioso... Completamente fuera de sí, dejó caer las sacras y tomó las manos de Nucha para convencerse de que, en efecto, existía la siniestra señal...La amante, sirvienta indigna de tan alto lecho, y la esposa legítima, toda virtud, unidas por la violencia del señorito, el amo absoluto de sus cuerpos y de sus almas.
Llegada a este punto he sentido una cierta curiosidad por ver si la crítica del momento reparó de algún modo en esta violencia explícita o insinuada. Por desgracia no he sido capaz de encontrar la mínima alusión a estos hechos. ¿Era la violencia contra la mujer algo tan habitual, algo tan «normal» que no merecía unas líneas de reprobación o tan siquiera de mero comentario por parte de los lectores de la Pardo Bazán?
No ya el naturalismo, que suelen sus críticos matizar, sino también el realismo de ciertas escenas se le echa en cara tanto como se alaba en la condesa? Algunos le reprocha que no haya ahorrado a sus lectores ciertas escenas que revuelven el estómago, como la limpieza del archivo de la casona; se le reprocha también, por contra, que por pudor no haya entrado en la habitación conyugal para la consumación del matrimonio (Lorenzo Benito de Endara en La Revista Contemporánea, n.º 67)—en la de las palizas ya hemos visto que tampoco—, pero ni una insinuación hacia ese maltrato hacia la mujer que aparece en la obra. ¿Pudor de doña Emilia para no desvelar lo que ocurre en las alcobas o pudor de sus lectores que pasan por estas escenas de violencia como si no existieran? Se le reprocha que su realismo se haya centrado en lo más feo de una sociedad, que falten las páginas bellas (véanse los apuntes de Luz), se califica su escritura de varonil —suponemos que es un elogio—, pero nadie se para en los malos tratos.
Clarín tiene para esta obra palabras sublimes:
Inmundicia y harapos pinta sin miedo la insigne escritora, y no solo los del cuerpo sino los del alma; y al lado de estas grandezas y hermosuras espirituales y hermosura y grandeza de la tierra en que nació y tanto ama (La Ilustración Ibérica, 20/1/1887)pero no entra en detalles de esos «harapos del cuerpo y del alma». Por el contrario no tiene pereza Clarín para glosar en bastantes líneas el amor platónico y virginal de Julián hacia Nucha, todo ello en un marco idílico de amor a la tierra sabiamente retratada.
El retrato magistral de Julián, el protagonista de la novela, ante cuyos ojos van desvelándose las miserias, es todo un acierto. No es en absoluto un retrato plano, pese a que se insista en su carácter linfático, pero a los lectores del siglo XXI nos exaspera bastante su poca sangre, y aunque se espante de lo que ve, las únicas salidas que sea capaz de dar sea aconsejar un viaje para buscar una novia de su posición, como en el caso del marqués, o «paciencia y prudencia», como en el caso de Nucha.
La protesta de esta ante su infortunio también se nos parece como demasiado débil:
—¡Paciencia y prudencia! Tengo cuanta cabe en una mujer. Aquí no viene al caso disimular: ya sabe usted cuándo empezó a clavárseme la espina; desde aquel día me propuse averiguar la verdad, y no me costó... gran trabajo. Digo, sí; me costó un... un combate... En fin, eso es lo que menos importa. Por mí no pensaría en irme, pues no estoy buena y se me figura que... duraré poco..., pero..., ¿y la niña?Sorprende también que la pobre Nucha termine encontrándose culpable de lo que ocurre —¿a que nos suena eso de culpabilizar a la víctima?—: nunca debió quitarle el novio a la hermana. Por cierto, la descripción de la vida que llevan las señoritas en su piso de Santiago tampoco nos da una visión bastante pobre de sus perfiles y posibilidades como mujeres. ¿Es así como veía la condesa a sus coetáneas?
Comentario para el club de lectura La Acequia.
6 comentarios:
Excelente entrada. Eso es, entre otras cosas, el naturalismo: poner el foco en este tipo de violencias.
Te confieso que cuando leí en el capítulo VII el maltrato que da el marqués a Sabel,me impresionó su crudeza y como tú bien apuntas, doña Emilia, lo deja ahí, solo nos lo describe. Me rebelé con la pasividad de la muchacha. Yo lo estaba leyendo con los ojos del siglo XXI y no con los del XIX. He leído en los papeles de Pardilla, como en este siglo sí hay denuncias por maltrato a los hijos, a las mujeres también se menciona, pero son más las constantes denuncia de unos hombres contra otros por disputas continúas. La violencia debía ser la norma.
Es muy interesante este tema que tocas en la entrada.
Besos
Sabel tiene un atisbo de rebelarse y dejar plantado al marqués, como ya hizo en otro momento según la conversación posterior que mantiene con Julián, pero llega el padre y con su sola presencia se acaba el atisbo.
No vamos a pedir imposibles, pero creo que aun en el contexto del siglo XIX a doña Emilia habría que pedirle algo más.
Según he oído a mis mayores, no todas las mujeres, al menos no en nuestros pueblos, sufrían y rezaban en silencio, había alguna denuncia y también una incipiente denuncia social. Mi madre me cuenta un caso en el que intervino mi abuelo, y la verdad es que la señora víctima de los maltratos murió hace bien poquito muy cercana a los cien años.
Sí, llevas razón, Sabel, en determinados momentos intenta rebelarse, e utilizar sus "armas de mujer" para salir del círculo en el que está metida, eso también lo he visto, pero efectivamente Primitivo, un ser deleznable y ostentando su poder a costa de todo, la tiene más dominada que el propio marqués.
La verdad que la personalidad de cada personaje están muy bien definidas y lo que más me llama la atención es las relaciones entre ellos. Dignos de estudio.
Besos
Hay mucho maltrato a la mujer en "Los Pazos de Ulloa". Sabel es golpeada con la culata de una escopeta y Nucha tiene marcas moradas en las muñecas. Y no sólo maltrato físico: las señoritas de la Lage son una mercancia entre las que ha de elegir el primo Pedro, la nodriza lo es a la fuerza y la tratan como a una vaca, Nucha comete el pecado de dar a luz una hembra...Las mujeres lo tenían muy difícil. Ni siquiera en el parto se tenía consideración, el médico bebe ron en lugar de estar junto a la parturienta, el pseudomarqués se queja de lo melindrosas que son estas señoritas de ciudad a la hora de parir.
¿Y los niños? Primitivo acaricia a sus perros y da un pescozón a su nieto. Y la escena en que emborrachan a Perucho me parece tremenda.
Un placer leerte y compartir impresiones. Besos, Carmen.
¡Qué bien desarrollado está en la novela el tema de la violencia, tanto física como psicológica. Sorprende leer lo que dices, que no tuvo mucha repercusión este tema
en la crítica de la época.
Un abrazo, Cármen.
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