miércoles, 4 de marzo de 2015

Número 67. Entre visillos: A las diez en casa estés

—¿A qué hora vas a venir? —pregunta el padre.
—A menos cuarto —contesta la joven dispuesta a salir.
—Bueno, pero ni un minuto más tarde —bromea el padre condescendiente. 
Una conversación de este tipo podría ser normal hace algunos, pocos, años, pero hace más años, las conversaciones eran bien diferentes entre padres e hijas: Había que estar en casa a las diez, y si podía ser un poco antes. Lo mismo que tía Concha les pide a las hermanas Julia y Mercedes cuando a las ocho de la noche se disponen a arreglarse para ir al casino.

En realidad, el refrán original recomienda A las diez en la cama estés —y en algunas versiones se añade—: mejor antes que después, higiénica recomendación de aquellos tiempos en que la luz artificial de candiles y velones apenas servía para iluminar la escasa vida doméstica después de la puesta de sol. Había que irse a la cama pronto para poderse levantar también pronto y así aprovechar las horas de luz.

Sin embargo, las chicas de mi generación, como las de la propia Martín Gaite, sabíamos bien «ellos nos quieren en casa antes de que den las diez», como bien cantaba Serrat.




Poco importaba de dónde vinieras, ni lo que hubieras hecho en el camino. Poco importaba que te hubieras frotado, apenas un minuto antes, el maquillaje a manotazos en el espejo del ascensor, poco importaba si a las diez entrabas por la puerta, mejor un minuto antes que un minuto después.

A las diez en casa estés, y si se puede a las nueve.

Natalia y sus hermanas se pasan las vida pendientes del reloj, lo tienen tan asimilado que Natalia no encuentra mejor excusa cuando sorprendentemente el profesor de alemán la invita a tomar un café para seguir charlando sobre su futuro: 
— No le apetece venir a tomarse un café conmigo?
—No  —le dije—, muchas gracias. Es tarde.
  Inmediatamente Natalia se da cuenta de lo absurdo de la excusa: «Que era tarde, eso le dije, qué idiota soy», porque todavía hay sol y aunque el crepúsculo ya se anuncia «es la hora más alegre y de mejor luz». Natalia contempla la calle, y se contempla a sí misma en la penumbra del portal, casi con ojos de fotógrafo, tratando de objetivar las consecuencias de una educación absurda que lleva a prontos más absurdos aún. 

Poco importa a qué hora se salga de casa, a las diez hay que estar de vuelta y más de un sitio tan peligroso como el casino donde han empezado a ir las casadas y «hasta algunas chicas se quedan a cenar allí con sus novios». «A las diez en punto estamos aquí». «Antes un poco antes».
Cierre con reloj de pared

Antes, antes, antes. Aunque sean lugares peligrosos hay que ceder, porque a ver si no, dónde van a encontrar las niñas ese novio tan esperado. Tan esperado y tan deseado, aunque en la búsqueda caigan de Herodes en Pilatos, de la sartén en las brasas.  

Gertru se dejar querer por su futura suegra, Lydia, muy católica, adinerada, de pelo rojo, casada joven pero a la que le gusta cuidar el cuerpo y el espíritu a golpe de talonario, madre de hijo único al que que está dispuesta a perdonarle todos los pecados. Gertru tiene una hermana mayor, casada pese a la oposición familiar, madre de un hijo y a la espera de otro... Josefina, la hermana de Gertru, tiene ojeras, pero va a la pedida y ejerce de hermana de la novia. Gertru está entusiasmada con los regalos, Natalia se echa a llorar desconsolada.
Si lloras porque has perdido el sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas, 
había leído Teo, el hermano de Elvira, en un libro sobre la resignación que su hermana tenía encima de la mesilla.

4 comentarios:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Normas. Todo era peligroso, todo era pecado. Los padres se preocupaban, claro. Estropear la reputación de una joven implicaba tanto... Y estaba el ejercicio del poder en la familia, también.
¿Y ahora?

La seña Carmen dijo...

Ahora te das con un canto en los dientes si te cogen el móvil o contestan el guasa.

Abejita de la Vega dijo...

Ahora a las diez están duchándose para salir. Nos hemos pasado a la otra punta.

Ele Bergón dijo...

Yo tenía la suerte o quizá no, de que nadie me fijaba la hora de irme a casa. Podía hacerlo cuando quisiera. Sí tenía una amiga que su padre era muy estricto y siempre andaba con la hora de llegar a casa, para él tenían que ser las nueve, cumpliendo tu refrán de "si se puede a las nueve", aunque para él no había un si se puede, tenía que ser así y siempre andábamos con la angustia de la hora.

También recuerdo que en mi adolescencia-juventud, nos gustaba repetir la frase de Tagore, leída en su libro El jardinero "Cuando llores, no mires al sol, que las lágrimas te impedirán ver las estrellas" y nos gustaba repetirla.

¡Que tiempos aquellos! Hubo de todo, aunque para mi fueron difíciles.

Besos