sábado, 14 de junio de 2014

Número 51. El río que nos lleva

Abrir algunas novelas es sumergirse inmediatamente en otro mundo, otras costumbres, otros tiempos: El río que nos lleva es una de ellas. 

Novela de paisajes y paisanaje, de aguas bravas por las que se deslizan unos troncos arrancados a la tierra en lo más alto de la montaña y que pugnan por llegar a Aranjuez para convertirse en objetos útiles.





Leer esta novela de José Luis Sampedro me ha recordado la lectura de otra, La gaznápira, también localizada en un ambiente rural, también en la provincia de Guadalajara, también poblada de tipos populares, imprescindibles en los pueblos: el cura, el maestro, el alcalde, la tendera, el herrero... En cierto modo, La gaznápira, de la que el profesor Velarde dijo que era la que mejor representaba el desarrollo rural español, empieza donde El río que nos lleva, y no solo por el periodo temporal abarcado por una y por otra. 
—¿Todavía se hace eso? —comento Marcos, desdeñoso—. ¡Mira que habiendo camiones...! ¡Qué atraso...! Si no se ve más que en el cine. 
La última maderada recorre la España de las posguerra, la España que pugna por salir del atraso desde el propio atraso. Es una España que empieza rebelarse, una España que busca nuevas formas de ganarse el pan, porque en habiendo camiones ¡qué sentido tiene pasarse varios meses luchando contra las aguas para transportar unos cuantos troncos!

Por esta novela discurren pueblos, costumbres, tradiciones, pasiones contenidas y pasiones abiertas, todo ello contado en una lengua viva que Sampedro ha recogido en un peculiar trabajo de campo propio de un etnógrafo. Esa lengua, en la que los personajes se expresan y por la que el autor se deja «contaminar», está llena de hallazgos, como esa interjección, ¡Moler!, que nos recuerda la chocante explicación que el maestro Correas dio a uno de los refranes más crípticos de su refranero: «En lugar de "hacérselo" se puso "molérselo", porque sonaba deshonesto». ¡Curiosos eufemismos a los que obliga la moral en todas las épocas!

Sampedro, buen conocedor por oficio de aquella España —no olvidemos que fue catedrático de Estructura Económica— sabe darnos detalles y pinceladas de esa otra España que también ayudó a crear la nueva: el estraperlo que hizo algunas fortunas, los baños alternativos, porque la otra economía siempre ha existido cuando la necesidad obliga, y dejando entrever lo poco productivo de arrastrar troncos, a no ser que esa actividad sirva para otros fines, fines que no suelen aparecer anotados ni en las cuentas públicas, ni en las cuentas privadas, porque son las vivencias más íntimas de las personas que habitan la geografía. 

Los personajes de El río que nos lleva, ese río que nos lleva no sabemos si a Aranjuez o a la mar, son claramente unos supervivientes de algo que termina y que todavía dejará su impronta en alguna generación más. La guerra civil seguirá presente aún unos cuantos años, y con ella ese vivir como en la Edad Media, del que apenas habíamos empezado a salir cuando tres años de guerra y ruina sumieron a España en la miseria y dejaron tras sí un reguero de desolación y muerte. A pesar de todas esas rémoras las nuevas generaciones otearán nuevos horizontes más allá de Aranjuez y más allá del río: «El río pasa, el agua de regar queda», dice uno de los personajes soñando con un trozo de tierra, tierra que sabemos que tampoco durará mucho porque no tardando el campo se irá abandonando.

Cada ganchero tiene su historia, que se nos irá desvelando poco a poco según vamos bajando por el río. Cada pueblo guarda también la suya, más allá de la anécdota, y en ellos asistimos a impagables estampas costumbristas de una España que fue, y que quedó pegada a la piel de más de una generación como esas tiras llenas de moscas omnipresentes en la novela; moscas que tienen que ser por fuerza de años anteriores —en algún momento se llega a hacer esa precisión— porque la primavera y con ella todo lo que es vida no ha hecho más que estallar. 

Cada protagonista, porque incluso los personajes meramente anecdóticos son importantes, irá encontrando también su oportunidad: el Rubio encontrará el amor, el Correa un oficio que promete fuera del río, el Negro dará su último discurso, el Chepa su reconocimiento como hombre, Paula se irá reconciliando con el mundo y con ella misma... El Americano y el Irlandés nos mantendrán todavía un buen rato en vilo.
—Dime, ¿qué piensas hacer? Cuando la maderada llegue a Aranjuez ¿qué harás?
Paula se entristeció.
—No lo sé. Mientras estoy aquí no pienso.
Dejemos a Shannon, a Antonio, al Americano, a Paula, que lleguen al final del viaje. 

Contribución a la lectura colectiva de La Acequia.

3 comentarios:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Excelente aportación, que contiene todo lo esencial de lo que aporta el libro. Como tú dices, paisaje y paisanaje, grupo e individuos, una sociedad en trasformación. Y gente que hace porque no quiere tener tiempo para pensar, porque duele.
Gracias.
(me ha vuelto a pasar como en la entrada anterior, he intentado publicar varias veces el comentario y no salía: ya he visto que en tu configuración primero hay que dar a la opción de "Vista previa" y no directamente a "Publicar" porque, en ese caso, desaparece).

La seña Carmen dijo...

En cada lugar, su modo de arar, Pedro, aunque los técnicos lo llamen falta de estándares.

He pasado la ventana de comentarios a pantalla completa, a ver si así va mejor.

Myriam dijo...

Hermosa contribución a la lectura colectiva y muy rica.¡Gracias!

Encantada de conocerte y bienvenida al grupo.

Saludos