Reconozco que hasta que los criados han entrado en escena, la relectura de El sí de las niñas me estaba resultando bastante anodina.
Ahora, cuando Rita y Calamocha entran en escena, la obra cambia, adquiere más dinamismo, más vivacidad. Rita y Calamocha son la voz del pueblo, o el pueblo mismo, sin los cuales sus amos serían mucho menos amos.
«La vida es una mala noche pasada en una mala posada», dicen que decía santa Teresa, y esa instantánea es, precisamente, la que nos da Calamocha al aparecer en escena. El número tres —¿algún mal fario para el número tres?—, las plagas de Egipto en forma de todo un Gabinete de Historia Natural, y el calor, que tomará cuerpo, se hará sentir, en las escenas posteriores interviniendo directamente en la tensión dramática.
¿Por qué eligió Moratín una posada como espacio escénico? ¿Por qué lleva don Diego dos días encerrado en tan poco apetecible lugar? La excusa de la visita a la tía monja parece una mera excusa, pues bien podía haber alcanzado el enamorado Madrid y allí ocurrir todo lo que acontece en los actos segundo y tercero; pero tiene que intervenir el azar —«por esta casualidad nos...», dice explícitamente Rita—, para que todo no sea fruto del puro raciocinio de los hombres de bien.
La posada, con todos sus sobresaltos e incomodidades, metáfora obligada entre las dos etapas de la vida, la de los nobles protagonistas, pero también en la de sus sirvientes, que de alguna manera ligan sus amores a los de sus señores.
«¿Gusta usted de que eche una mano, mi vida? —pregunta requebrón Calamocha, y a lo que Rita, salerosa, no tarda en responder—: Gracias, mi alma.»¡Qué diferencia estas galanuras con las soserías de los protagonistas principales! Porque aún no ha llegado el Romanticismo y hállase superado el Barroco. El siglo XVIII es el siglo de la razón y el sosiego por encima de todo. Si no fuera por los criados, que siguen ahí, sosteniendo la tensión dramática, la comedia se habría venido abajo mucho antes.
Antes de seguir con sus galanteos, Rita y Calamocha nos ponen en antecedentes. El relato de Calamocha no puede ser más dinámico, nos mete literalmente en el galopar de caballos sudorosos cuado nos habla de centellas, de pájaros que vuelan y de sudor y chasquidos. No se puede viajar más rápido en los albores del XIX. Los caballos molidos —y los jinetes medio— necesitan el oportuno descanso, y mientras los criados preparan lo necesario, el enamorado parte a ver a un amigo no sabemos muy bien para qué, antes de disponerse a pasar aquella noche que cambiará su vida en una mala posada. Rita se encarga de ponernos al tanto del estado de ánimo de la niña, y de la razón de parar en aquella posada más de dos días, que no es otra que la casualidad, que mencionaba arriba.
Calamocha, ante lo que le cuenta Rita, sabe bien cuál es su obligación como asistente, no es un mero criado; por ello, ante las nuevas, sabe que tiene que ir presto a avisar a su señor, porque «estas cosas piden diligencia», pero antes no se ha podido resistir a entrar en el juego del equívoco con Rita, por la que sin duda siente algo más que simpatía:
Calamocha: ¿Con que el novio está en la posada?
Rita: Ese es su cuarto (señalando el de D. Diego, el de doña Irene y el doña Francisca), ese el de la madre, y aquel el nuestro.
Calamocha: ¿Cómo nuestro? ¿Tuyo y mío?
Rita: No, por cierto. Aquí dormiremos esta noche la señorita y yo; porque ayer, metidas las tres en ese de enfrente, ni cabíamos de pie, ni pudimos dormir un instante, ni respirar siquiera.
Si Calamocha sale a poner en antecedentes a su señor, Rita hace lo mismo con su señora. Rita es para la niña encerrada entre cuatro paredes, no solo su amiga y confidente —no se hace mención en la obra a que Paquita haya podido hacer amistades con otras chicas en el convento—, es también su presencia en el mundo, sus ojos, su enlace.
Niña y criada comparten cuarto, incomodidades, mesa, manteles y amores, cada una a su modo, y ambas rememoran lo que ha sido su vida amorosa hasta entonces, novelas compartidas y galanteos lejanos a altas horas de la noche.
Rita. Mire usted que todo cuanto hemos leído a hurtadillas en las novelas no equivale a lo que hemos visto en él... ¿Se acuerda usted de aquellas tres palmadas que se oían entre once y doce de la noche, de aquella punteada con tanta delicadeza y expresión?
[...]
D.ª Francisca. Es hombre, al fin y todos ellos...
Rita. ¡Qué bobería! Desengáñese usted, señorita. Con los hombres y las mujeres sucede lo mismo que con los melones de Añover. Hay de todo; la dificultad está en saber escogerlos.
Los melones de Añover, famosos en su tiempo, aparecen en esta comparación popular de Rita; y ese es otro mérito en el haber de los criados, el habla popular, sin la cual mantener la atención a lo que ocurre en escena se haría mucho más difícil.
De melones y mujeres en el refranero hablaremos en una próxima entrega, pero antes recordaremos esa otra escena en la que Calamocha le detalla a su señor los manjares que le ha preparado para la cena, en la que además de alusiones a refranes de la época, podemos encontrar otros tópicos culinarios. Es de notar también que quiera hacer partícipe de ellos a Rita, que parece estar en la escena para justificar que esa noche ha cenado albondiguillas:
Calamocha. Pues, señor, (sale por la puerta del foro) tenemos un medio cabrito asado y... a lo menos parece cabrito. Tenemos una magnífica ensalada de berros, sin anapelos, ni otra materia extraña, bien lavada, escurrida y condimentada por estas manos pecadoras, que no hay más que pedir. Pan de Meco, vino de la Tercia... Conque si hemos de cenar y dormir me parece que sería bueno...Calamocha ofrece a su señor, y luego a Rita, cabrito asado que parece cabrito. Aunque las comidas en las posadas de la época las solían preparar los criados, tal como vemos en esta comedia, era bien conocida la leyenda popular que decía que todos los gatos de alrededor de las posadas eran servidos en las mesas como liebres, de ahí la expresión Dar gato por liebre, a la que sin duda Moratín, por boca de Calamocha, alude.
[...]
Calamocha. Si hay alguna real moza que guste de cenar cabrito, levante el dedo.
Rita. La real moza se ha comido ya media cazuela de albondiguillas... Pero lo agradece, señor militar.
Tú que coges el berro, guárdate del anapelo, dice el refrán antiguo, pues los anapelos —hierbas que se crían entre ellos— pueden resultar tóxicas, aunque el sentido del refrán, según recoge Covarrubias, va más por el sentido metafórico de cuidarse de las malas intenciones que por los consejos culinarios.
En cuanto al pan de Meco y el vino de la Tercia, cabe decir que la vecina localidad de Meco surtía por entonces de pan a Alcalá, alcanzando su producto buena fama como dice la coplilla:
Para granadas, Alcira,
de vinos el Jerez seco,
ricas guindas las de Toro,
y pan sabroso el de Meco.
En cuanto al vino de la Tercia, calle de Alcalá muy cerca de la catedral, era afamado por su calidad. Realmente no se podía quejar don Carlos de la cena preparada pos su asistente.
Contribución a la lectura colectiva del club La Acequia.
2 comentarios:
Lunes galbana y martes mala gana. Entro en tu blog para conocer a la señá Carmen. Doña Irene presume de partos y matrimonios malogrados como una medalla, algo tristísimo siempre, ahora y antes. Es un personaje exagerado y esperpéntico, Moratín lo quiso así.
Muy bien traída la cita de Santa Teresa, una mala noche en una mala posada, qué razón tenía la santa.
La relación entre Rita y Paquita es bonita, va más allá de la criada y la señorita. Comparten todo, como dices.
Un placer pasar por aquí. Espero lo de los melones, sean de Añover o Villaconejos. Un abrazo.
Desde luego que es un personaje exagerado el de doña Irene, pero no es menos cierto que las mujeres tenían numerosos partos siendo la mortalidad tanto de los hijos como de las madres muy alta, y las que sobrevivían quedaban muy tocadas. A mí estas cosas me siguen dando escalofríos. Nos seguimos leyendo, Abejita.
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