lunes, 31 de marzo de 2014

Número 48. Elementos maravillosos en La saga/fuga de J. B. (y II)

Cuando en el Incipit de una novela suceden cosas maravillosas, tales como que las aguas de un río no fluyan o que estén infestadas de devoradoras criaturas capaces de comerse hasta los cadáveres —las a la vez temidas y apreciadas lampreas—, cabría esperar que a lo largo de las numerosas páginas que se siguen hechos maravillosos se sucedan, pero no, todo transcurre con monotonía dentro de las idas y venidas de los personajes de Castroforte del Baralla.

La ciudad toma su apellido no de ese río siniestro, sino del otro, del que fluye y se comporta con normalidad, el Baralla, pero que para compensar no proporciona las sabrosas lampreas que dan fama culinaria y dinero a la comarca. El Baralla da su apellido a la ciudad, pero el Mendo, en esa eterna oposición muerte-vida la nutre. 

Con la desaparición del cuerpo de la santa local, santa Lilaila de Éfeso, venerado en la colegiata, las lampreas desaparecen del Mendo, los niños pueden zambullirse en sus aguas, los viejos recuerdan que la leyenda lo había anunciado: las lampreas seguirían a la santa, pero surgen pronto los lamentos pues va a faltar la materia prima de las jugosas empanadas.

Luces y sombras en las calles de Castroforte

Tras el episodio narrado en tonos épicos con tintes sobrenaturales del rescate del cuerpo de la santa una noche de galerna por un marinero al que la necesidad de procurar por su familia hicieron vencer los miedos ancestrales, la ciudad se nos convierte en un discurrir de sucesos sin importancia, de personajes insignificantes y de historias anodinas que pujan por conseguir algo de protagonismo. Las logias que horadan la vida de los castrofortinos surgen y resurgen a la luz de la mesa de un café, pero sus manifiestos y publicaciones no pasan de ser la crónica de la mezquindad de una vida cuyo mayor aliciente es añadir un componente más a una delirante escultura o cambiar la postura en las relaciones amorosas. 

Torrente Ballester va poco a poco desmotando esa atmósfera supersticiosa y mágica del principio a golpe de pequeños detalles, todo es cotidiano, todo es familiar en el día a día de esos personajes que buscan al redentor que tuvo que ser concebido siguiendo religiosamente fórmulas rígidas, transmitidas de generación en generación por la vía femenina. Incluso en esos momentos en los que el clímax sobrenatural está a punto de alcanzarse hay algo que devuelve a los castrofortinos, incluso a sus héroes, a la fría realidad. 

Recordemos esa escena en la que las tres mujeres depositarias de los secretos se disponen a conjurar el destino de J. B., el redentor:

Habían sido instruidas con cuidado en lo que tenían que hacer, porque la finalidad secundaria del acto era nada menos que conjurar la posible o quizá inevitable muerte de J. B,, hollando de sangre virgen el Ara de Diana, que se conservaba en medio de la Cueva tal y como allí la había instalado, cerca de tres mil años antes, Argimiro el Efesio, y cuyo estado de conservación y limpieza era tan admirable como inexplicable, cosa de la calidad del mármol, seguramente. De dónde les vino a aquellas mujeres la creencia de que con tal operación la muerte de J. B. iba a ser evitada, es cosa de averiguación evitable. Fue, en cualquier caso, precaución inútil, ya que el Vate murió sin haber completado la misión liberadora que, desde siglos atrás, le venía pronosticada. Los muchachos quedaron, pues, solos, quizá con miedo, en lugar tan solemne y con tanto misterio como aquél. Mientras se entregaban a los tramites indispensables para que el ara de Diana fuese manchada, las tres mujeres rezaban ante el Ara del Santo Cuerpo Iluminado de Santa Lilaila de Éfeso, dicha también de Barallobre, para que, desde su lugar en el cielo, se cuidase muy especialmente de que los fines primarios y secundarios de lo que se estaba verificando llegasen a término cabal; si no fue la madre de Ifigenia, que pidió con fervor a la Santa que su hija no se acatarrase, ya que, de los dos oficiantes era el suyo el cuerpo que verosímilmente se mantendría durante un tiempo más largo en contacto directo con la fría piedra del Ara (p. 98). 

El fragmento anterior habla por sí solo, lo maravilloso, lo inexplicable se desmonta a través de pequeños detalles: el mármol de buena calidad, o ese catarro por el que teme la madre de Ifigenia. 


Contribución a la lectura colectiva de La saga/fuga... en La Acequia

lunes, 17 de marzo de 2014

Número 47: Alrededor de La saga/fuga de J. B. (I)

Elementos populares en La saga/fuga de J. B. 


Releer La saga/fuga de J. B, aparte de otros placeres y dulzuras, me está regalando un encuentro directo con las expresiones coloquiales, que hace algunos años eran fáciles de encontrar en las líneas de nuestros mejores escritores, y de las que hoy huyen como de la peste nuestros escritores más jóvenes. 

Portada de la edición manejada
A decir verdad, no pensaba acudir a la cita, hoja de papel y boli en ristre, como si fuera a hacer un estudio académico, dispuesta a anotar todo aquello que me llamara la atención en la obra de don Gonzalo, pero debo confesar también que tras la lectura de varias páginas y que varias de esas expresiones hubieran saltado a mis ojos como cuasiprotagonistas de la novela, me decidió a buscar esa hoja y ese papel con el que ir anotando.

En esta relectura hacia atrás de la relectura, se me han quedado agazapadas algunas expresiones, por ejemplo ese cantar la palinodia, que no consigo localizar en el texto, pero que sé que está. Hoy ya nadie canta la palinodia, ¿qué es eso de la palinodia?, pero en otro tiempo fue una locución bastante habitual. 

Acudo al diccionario de María Moliner para saber más sobre esta palabra y esta expresión.  
palinodia, 
palinodia (del lat. "palinodia", del gr. "palinodía") f. *Retractación pública hecha por alguien de una cosa que ha dicho. Se emplea corrientemente sólo en la frase informal "cantar la palinodia", que significa "reconocer de mala gana un yerro" o "darse por vencido en una discusión".

A la vista de lo que nos dicen los diccionarios parece demasiado complicado esto de cantar la palinodia, pero en otro tiempo ¡con qué facilidad se cantaba!

El que Torrente Ballester construya su novela en un tono coloquial, y no solo por las expresiones utilizadas, hace posible que se vayan avanzando páginas, a la búsqueda de los secretos de ese pueblo mítico, Castroforte del Baralla, que aparece y desaparece por arte de birlibirloque (p. 73).

Algunas expresiones algo más crudas, aunque atenuadas —más negra que el culo de una vieja, con perdón (P. 47)— nos llevan a un mundo masculino, un mundo de tabaco, café y olores reconcentrados, un mundo de sombras acrecentado por la noche, la niebla y los sótanos a los que se accede por vericuetos ocultos, iluminados apenas por la discontinua luz de las linternas. ¿Qué buscan esos hombres en esos escondrijos malolientes?: El busto desnudo de una antigua diosa, que se nos antoja mascarón de proa, reconvertida en musa de una tertulia de café. 

Las mujeres parecen plato de segunda mesa, aunque a lo mejor habría que añadir pero en el buen sentido, como se corrige Torrente Ballester, porque cuando toman cuerpo, aunque sea fugazmente desplazan a los hombres a un segundo plano.

Al lado de versos imposibles en una lengua inventada y de alguna máxima en latín, no duda el maestro en echar mano de la cultura popular más a pie de calle, y adaptar para su texto una canción escolar, o de quintos, o de campamento, o de excursión en autobús, que todos en otro tiempo nos sabíamos:
José Bastida,
hombre inmortal
que a los cosacos
dio la libertad;
y los cosacos,
agradecidos,
le regalaron
un orinal (p. 32).
Y yo, mentalmente, no puedo por menos que continuar con la canción:
¿Para qué?
¡Para qué!
¡Para me-!,
¡para ca-!,
¡y para toda 
necesidad!
Sin duda, don Gonzalo sabía todas estas cosas de buena tinta (p. 73), y no le importaba hacer borrón y cuenta nueva (p. 44) y dejar a las generaciones venideras con un palmo de narices (p. 66), no sin antes haber armado un buen pitote (p. 64) entre sus coetáneos, pues sin duda sus palabras llevaban gatos en la barriga (p. 51). 

Si te he visto, no me acuerdo (p. 40), se reirá para sí el maestro. 



Mi cuarto a espadas para la lectura colectiva del club La Acequia.  


... seguiremos... 

Referencias

  • Seco, Manuel, Andrés, Olimpia y Ramos, Gabino (2004): Diccionario fraseológico documentado del español actual. Madrid: Aguilar. 
  • Torrente Ballester, Gonzalo (1981 = 1972): La saga/fuga de J. B.  Barcelona: Ediciones Destino, 2.º ed.