jueves, 29 de junio de 2017

Número 164. Julián Ayala. Por sus obras los conoceréis.

Me entero por Facebook que ha muerto Julián Ayala, al que no llegué a conocer, salvo por su obra. 

Hay una casa en Aranda, en una calle estrecha según se va de Santa María a San Juan, que llama la atención: su fachada está llena de baldosines con frases, citas, refranes..., fachada barroca donde las haya, es la casa de Julián Ayala.


Collage formado por una vista de la fachada y del balcón principal

Por encima del balcón principal, en el segundo piso leemos la primera de las sentencias: 
La verdad será perseguida pero jamás vencida 
En los baldosines podemos encontrar citas del propio Julián, de personajes diversos, reales o ficticios, verdaderas o apócrifas. 
«El dinero no dá la felicidad. Pero calma los nervios»
leo en un baldosín, y esa tilde sobre el dá me llama la atención, a la par que el cuidado en el uso de las comillas latinas. Es cita textual que viene como anónima, aunque en otras deja bien claro el autor: 

Baldosín con la cita de Jane Austen



"El mundo consiste que los demás se rían de nuestras tonterías y nosotros nos ríamos de las tonterías que nos parece hacen ellos" 
Jane Austen (1.775-1.817) 





Aquí las comillas son inglesas y la redacción y ortografía siguen siendo un poco peculiares herederas de viejas enseñanzas.

A veces los baldosines aparecen de dos en dos, y como pienso que ese codo con codo no ha sido casual, yo tampoco los quiero separar. Aquí otras dos citas, o mejor una cita anónima y un pensamiento del propio Julián: J. A. C.




"Es importante saber que no hay nada gratis. Que todo cuesta".

"La vida es lucha. Cuando cesa la lucha, desaparece la vida"
(J. A. C.)



La primera de las frases me recuerda aquello de que «en Internet cuando algo es gratis, el producto eres tú». La segunda es ciertamente unamuniana: la vida es pura agonía, pura lucha.

En la puerta, la jamba derecha recolecta toda una filosofía de vida en frases de distinta categoría. Leídas de arriba abajo, he aquí lo que nos encontramos:
Si Dios en su gran
bondad, borrachos
nos mantiene,
será porque nos
conviene.
¡Hágase su voluntad!
Que Alá
llene tus
establos de
camellos
"Un hombre
sin dinero,
es un muerto
que camina"
Pasar por tonto,
por payaso o por loco,
ante los ojos de un
idiota, eso es de una
voluptuosidad
de fino gourmet.
Julián Ayala Cuevas
Su nombre aparece destacado en rojo. Curiosos y variados pensamientos.

Dice Tinín Bayo en Facebook, presentando una foto de Florentino Lara en el que se le ve sentado, de perfil, vistiendo un batín blanco con flores, sombrero negro y leyendo, que la lectura fue su gran compañera durante toda la vida. De por qué leía tanto nos da razón un cartelito de fondo blanco embutido entre el dintel, el contador y los cables de la luz: 
"Leer es ingeniártelas para romper la soledad y tomar posesión del mundo".

Quizá le preocupaba el rumbo que el idioma tomaba cuando hizo imprimir en dos azulejos contiguos:
Don Quijote ahora diría: Oh, lengua castellana, lengua española. Cuantos te están menospreciando, pero... "perdónalos, porque no saben lo que hacen".
Curioso personaje que no dudó en dejar en la fachada de su casa debajo del escudo de su apellido su propio epitafio: 

No pido más que
un elogio. 

Que se escriba en
mi tumba: 

"Admiró a
Juan Martín Díez
'El Empecinado'" 
Julián Ayala


Fotos tomadas en mayo del 2014.

martes, 27 de junio de 2017

Número 163. Tengo, tengo, tengo. Los ritmos de la lengua

portada del libro


José Antonio Millán suele sorprendernos con sus obras, y sin duda con esta lo hace. Habiéndole conocido entre bitios, habiendo leído después una novela deliciosa protagonizada por una base de datos, habiendo asistido a más de un seminario en torno a Avellaneda y el Quijote, habiéndome él enseñado a fijarme en pintadas y farolas, y mil proyectos más, la aparición de este libro no dejó de ser una sorpresa. Pocos son los palos del lenguaje que le quedan por tocar, y además con maestría.

Él dice modestamente en la Introducción que «no es un libro para especialistas». No sé en qué especialistas está pensando, pero yo me atrevo a decir que es un libro imprescindible para todos los que de una forma o de otra nos dedicamos a la tradición oral. 

Obviamente no tiene la profundidad ni en el análisis minucioso de una tesis doctoral, pero abarca y resume muy bien esos ritmos de la lengua, como reza el subtítulo, que surcan desde las composiciones poéticas a ciertas muletillas jocosas que invaden el habla coloquial. 

Quizá a los «especialistas» no nos enseñe nada que no supiéramos,  incluso en alguna esquina con más datos y mayor análisis, pero sin duda es todo un acierto recoger en un solo libro las razones que llevan a explicar los inexplicable. 

Ritmo y rima están presentes en los sucesivos capítulos, en los sucesivos ejemplos sacados de todo el amplio ámbito de nuestra literatura más popular, o más culta. 

En el capítulo final recapitulatorio, Millán apuesta por que la mayoría de las manifestaciones que han encontrado su lugar en las páginas del libro están aún presente, quizá los cantos de trabajo, los que marcaban el ritmo de cómo bogar, de cómo cardar el lino, de cómo cribar los garbanzos hayan desaparecido de nuestras vidas, porque para teclear razones en un ordenador o para llevar una moderna cosechadora o para servir copas en la terraza de un bar, quizá no se necesite otra música que la del ambiente, pero pensemos en esas músicas ambientales, a veces excesivamente machaconas, en los hilos musicales de las fábricas, de los comercios, de... 

Por supuesto siguen presentes las retahílas de los niños, y a mí me viene a la mente esta, que oí a mis hijos, y sí, un poco guarrilla, porque hay cosas que no cambian: 
Debajo de un puente
hay un moco verde,
quien diga siete,
se lo comerá.
El siete, uno de esos números mágicos de nuestra lengua, porque como bien nos recuerda Millán, hay una parte mágica, encantatoria, en las palabras que salen de nuestra boca, con las que pretendemos hipnotizar o quizás conjurar algún peligro: Lagarto, lagarto.

Repeticiones de palabras, de sílabas, de sonidos, todo para crear un ritmo, un ritmo que puede ayudarnos a recordar las lecciones, el DNI o los números de teléfono. 

Aquellos tiempos en los que a contar se aprendía jugando:
A la una cantaba la mula;
a las dos, la coz;
a las tres, los tres brinquitos de san Andrés,
que son uno, dos y tres;
a las cuatro, que te aplasto;
a las cinco que te pingo;
a las seis, catatés;
a las siete, cachete;
a las ocho, un bizcocho;
a las nueve, canene;
a las diez cananés;
y vuelve otra vez.