La suerte y el contar con buenos amigos, que se acuerdan de mí cuando no saben qué hacer con algún que otro libro, me han hecho conocer a una gran escritora, Josefina de Silva, que todavía no tiene entrada en la Wikipedia, algo a lo que habrá que poner remedio.
De entre toda su variada producción, que no fue escasa, destaca un libro: Nosotros, los evacuados, en el que narra la vida de una familia evacuada durante la guerra civil a Murcia, para huir la guerra y los bombardeos de Madrid, ciudad donde hasta entonces habían tenido su hogar.
Narrada en el tono sencillo en el que podría escribir la niña protagonista, de Silva no nos ahorra detalle de aquellos días, siempre desde la óptica de la pequeña, que presenta grandes dotes de observación y análisis, para hacernos llegar de primera mano unos hechos poco conocidos de los muchos que nos dejó la guerra: ¿Cómo vivían?, ¿qué comían?, ¿cómo era la escuela?, ¿en qué trabajaban?, ¿cómo se organizaban? La intrahistoria de la historia, la paz en la guerra, esta vez una guerra mucho más cercana y de la que fue preciso huir, si tal cosa era posible, para poner a salvo los cuerpos y también las almas.
Familia pequeño burguesa, de la que los hombres, por la guerra o por otras circunstancias, están ausentes. Las mujeres resueltamente toman el mando, y van acogiendo en el hogar a otros familiares que lo habían abandonado para seguir la vocación religiosa.
Son una familia de derechas, pero con matices, la abuela es firme partidaria de Gil Robles, al que lee con devoción, mientras que la madre es más de Franco. En cualquier caso todos sin excepción tratan de disimular sus ideas y creencias, de pasar desapercibidos, porque a fin de cuentas son gente normal, gente del montón y no han podido elegir ni bando ni lugar.
Las penurias e intrigas de la guerra en aquel Madrid desquiciado acaba pronto con los más vulnerables, y el resto de la familia, mujeres y niños, emprende la huida hacia Murcia, ciudad en la que según los periódicos caen menos bombas en aquel momento y por lo tanto es una ciudad segura.
El lento viaje en tren constituye la primera aventura para los más pequeños, que descubren nuevos mundos y horizontes.
Los primeros meses no son nada fáciles en la ciudad de acogida: hacinamiento, hambre, enfermedad..., una ciudad donde no es fácil encontrar agua y jabón con los que lavar el jergón que les ha sido asignado, pero donde funciona una curiosa solidaridad a veces impuesta por la fuerza, que ayuda a encontrar soluciones drásticas cuando ya casi se ha perdido la esperanza.
El ingenio, el trabajo y el tesón de las mujeres de la familia hacen el resto, procurando una vida mejor para aquellos evacuados. Los días van pasando pero empieza a no haber nada, ni en las huertas, ni en los escaparates de las tiendas, ni papel en las oficinas, ni lápices con los que escribir. Se rumorea que en los sótanos y bodegas se guardan algunos bienes en espera de mejores oportunidades comerciales. Solo queda dinero en los bolsillos, un dinero que no puede comprar nada, porque nada hay, pero que da una cierta seguridad a los que lo tienen en su poder.
La guerra avanza, los republicanos van perdiendo posiciones, y entre medias de la desinformación, se va abriendo paso la noticia de que el final de la guerra se acerca, y la gente se prepara en secreto para ello, para retomar su vida normal.
Los evacuados deberán volver a sus lugares de origen, y allí en el capítulo final, en un capítulo ampliamente citado en distintos trabajos, se produce el choque con la realidad de «la paz», aun más dura que la propia guerra: la vuelta a casa donde no queda nada. ¿Estará aún la casa en pie?
Dice el profesor Ojeda por algún lado que un buen libro es aquel que entre otras cosas te abre las puertas a otros libros, sin duda este abre nuevas inquietudes, entre ellas la de seguir profundizando en lo que ocurrió a la vuelta, a la llegada a Madrid. De Silva no nos lo ha contado, pero son tantas y tantas veces las que se lo hemos oído a nuestros padres, a nuestros abuelos, a esa vecina que pasó toda la guerra en Madrid, o a aquella otra, a la que el 18 de julio la pilló con sus hijos en La Granja, y tuvo que ingeniárselas para vestir durante los duros inviernos a tres niños pequeños, pero, en cualquier caso la vuelta a la normalidad siempre fue dura, con muchas carencias en el día a día.
A pesar de aquellos tiempos inciertos que los esperaban en la vuelta al hogar, la paz siempre se veía con esperanza, y más si se había ganado la guerra y por el entonces ya admirado Franco empezaba a organizar la nueva vida de los españoles. «Contra Franco vivíamos mejor», dijimos muchos años después, una vez superado el subidón de la transición, y de algún modo en ese frente se alinea la madre de la protagonista: todo lo que venía de Franco era bueno.
Yo estuve a punto de rebelarme, de
decir que no entraba en aquellos vagones; pero comprendí que no
había más remedio. Los rojos nos habían llevado en vagones
normales, apretujados, pero era un medio para personas, con asientos,
ventanillas y techo a una altura que permitiese respirar. ¡Y
estábamos en guerra!
Mi madre argumentó que aquellos tiempos eran peores todavía que
la guerra, que la nación estaba más agotada y existían menos
medios, que los pocos trenes que habían los necesitaban para
reincorporar a los soldados... En resumen, que sarna con Franco no
pica.
Tras el fructífero Barroco en el que las obras literarias están plagadas de refranes, las muestras más conocidas de la sabiduría popular, llega el siglo XVIII, el siglo de las luces y de aliviar los excesos pasados, donde es difícil encontrar estas formas populares en literatura.
Los refranes son denostados como forma del pasado, propios de gente vulgar, así que se rechazan, parodiándolos en obras como en el Fray Gerundio, o lo que es más común desechándolos, ignorándolos conscientemente de las plumas de los escritores.
Sin embargo, no todas las frases sapienciales fueron eliminadas de los escritos. Siempre quedan rescoldos que con la pátina de las nuevos tiempos pueden pasar muy bien los exámenes de los críticos más exigentes.
A priori no es previsible que en las cartas escritas presuntamente por un culto moro aljamiado del siglo XVIII podamos encontrar demasiadas paremias, ya no vulgares, sino incluso cultas, ya que el uso airoso de ellas supone un gran dominio de la lengua, pero las apariencias engañan y escondidas entre esas cartas podemos encontrar alguna frase sentenciosa de interés.
Bien es verdad que no aparecen como vulgares refranes, porque en el siglo XVIII aquellos devinieron en formas más cultas tales como proverbios, máximas o adagios, pero existir existen y he aquí los que podemos encontrar en estas Cartas marruecas, que estamos analizando.
El primero de ellos lo encontramos, como no podía ser menos, en la pluma del noble castellano Nuño, en la carta número XXI que le escribe a Ben-Beley:
Cada nación es como cada hombre, que tiene sus buenas y malas propiedades peculiares a su alma y cuerpo. Es muy justo trabajar a disminuir éstas y aumentar aquéllas; pero es imposible aniquilar lo que es parte de su constitución. El proverbio que dice «Genio y figura hasta la sepultura», sin duda se entiende de los hombres; mucho más de las naciones, que no son otra cosa más que una junta de hombres, en cuyo número se ven las cualidades de cada individuo. No obstante, soy de parecer que se deben distinguir las verdaderas prendas nacionales de las que no lo son sino por abuso o preocupación de algunos, a quienes guía la ignorancia o pereza. Ejemplares de esto abundan, y su examen me ha hecho ver con mucha frialdad cosas que otros paisanos míos no saben mirar sin enardecerse. Daréte algún ejemplo de los muchos que pudiera.
Genio y figura hasta la sepultura, es sin duda hoy uno de los refranes más conocidos y bastante usado por escritores del XIX y del XX. Sin duda andaría ya en circulación en el siglo XVIII ente el pueblo llano, pero sorprende saber que no había sido recogido en los refraneros habituales, y que es Cadalso uno de los primeros escritores en utilizarlo, al menos si nos atenemos a los testimonios que podemos encontrar en el CORDE. Nótese lo que hemos dicho arriba, Cadalso no lo presenta como un refrán, sino como un proverbio, sin duda algo más culto.
No obstante, donde Cadalso parece encontrarse más a gusto es recogiendo y utilizando refranes extranjeros, posiblemente fruto de sus lecturas y su educación europea, en la que hace siempre un hueco para homenajear a nuestros escritores del Siglo de Oro. Gazel su alter ego le pone esta vez la voz (carta LXXX):
A esto añadió Nuño otras mil reflexiones chistosas, y acabó levantándose con los demás para dar un paseo, diciendo: -Señores, ¿qué le hemos de hacer? Esto prueba lo que mucho tiempo se ha demostrado, a saber, que los hombres corrompen todo lo bueno. Yo lo confieso en este particular, y digo lisa y llanamente que hay tantos dones superfluos en España como marqueses en Francia, barones en Alemania y príncipes en Italia; esto es, que en todas partes hay hombres que toman posesión de lo que no es suyo, y lo ostentan con más pompa que aquellos a quienes toca legítimamente; y si en francés hay un adagio que dice, aludiendo a esto mismo, Baron allemand, marquis français et prince d'Italie, mauvaise compagnie, así también ha pasado a proverbio castellano el dicho de Quevedo:
Don Turulaque me llaman
pero pienso que es adrede,
porque no sienta muy bien
el don con el Turuleque.
Del adagio francés al dicho español en pluma prestigiosa. Nótese con qué desenvoltura utiliza este dictado tópico que hoy caería en la categoría de los no decibles, y menos escribibles. Ni nos imaginamos la que podría provocar si alguien se decidiera a tuitearlo, pero Cadalso no parece plantearse esas pegas políticamente incorrectas.
Las comparaciones entre naciones, como en los chistes, habían aparecido en una carta anterior, la XXXVIII, en la que Gazel se sumerge en los tipos clásicos que han transitado por nuestras mejores obras del Siglo de Oro. Los personajes del pícaro, pero sobre todo del altivo hidalgo, atraen la atención de Gazel/Cadalso:
Todo lo dicho es poco en comparación de la vanidad de un hidalgo de aldea. Éste se pasea majestuosamente en la triste plaza de su pobre lugar, embozado en su mala capa, contemplando el escudo de armas que cubre la puerta de su casa medio caída, y dando gracias a la providencia divina de haberle hecho don Fulano de Tal. No se quitará el sombrero, aunque lo pudiera hacer sin embarazarse; no saludará al forastero que llega al mesón, aunque sea el general de la provincia o el presidente del primer tribunal de ella. Lo más que se digna hacer es preguntar si el forastero es de casa solar conocida al fuero de Castilla, qué escudo es el de sus armas, y si tiene parientes conocidos en aquellas cercanías. Pero lo que te ha de pasmar es el grado en que se halla este vicio en los pobres mendigos. Piden limosna; si se les niega con alguna aspereza, insultan al mismo a quien poco ha suplicaban. Hay un proverbio por acá que dice: «El alemán pide limosna cantando, el francés llorando y el español regañando».
Finalizamos con otro proverbio de corte europeo y de nuevo los políticos a la palestra, que sueñan y solo piensan en hacer fortuna. ¡Qué novedad en esta España nuestra! (carta LI):
Políticos de esta segunda especie son unos hombres que de noche no sueñan y de día no piensan sino en hacer fortuna por cuantos medios se ofrezcan. [...] Desprecian al hombre sencillo, aborrecen al discreto, parecen oráculos al público, pero son tan ineptos que un criado inferior sabe todas sus flaquezas, ridiculeces, vicios y tal vez delitos, según el muy verdadero proverbio francés, que ninguno es héroe con su ayuda de cámara. De aquí nace revelarse tantos secretos, descubrirse tantas maquinaciones y, en sustancia, mostrarse los hombres ser defectuosos, por más que quieran parecer semidioses.